Ruiz Gallardón

Una mujer incómoda

Una ironía de pésimo gusto casi hace coincidir la admisión a trámite de proyecto de ley sobre el aborto presentado por Alberto Ruiz- Galladón en las Cortes con el aniversario del nacimiento de Calra Campoamor, una figura relativamente olvidada de la política en la II República y referente inexcusable en la lucha por la igualdad de derechos entre los sexos en España. Si Campoamor no ha recibido sino muy tardíamente reconocimiento y homenaje es porque se trata de una figura incómoda. Su lúcida energía, su feroz independencia, su incapacidad para gestionar la estupidez ajena no le han sido del todo perdonadas. Por arriesgados que sean estos ejercicios de la imaginación, no me cabe duda sobre cuál hubiera sido su postura en el debate político de anteayer en el Congreso de los Diputados, donde durante unos pocos años brilló desde un escaño: en contra de una mamarrachesca normativa legal que entiende a la mujer como sometida a una minusvalía volitiva desde un ideología patriarcal y prohibicionista.
Ruiz-Gallardón tuvo el descaro de recordar, precisamente, el debate sobre el derecho al voto de la mujer en las Cortes de 1931, y mintió alevosamente al afirmar que la izquierda socialista votó en contra, cuando lo cierto es que la mayoría de los votos positivos (83 de 121) procedían del PSOE, aunque un sector de los socialistas – los prietistas – votaron en contra. Derivar de esto una acusación al supuesto conservadurismo de la izquierda española, mientras se pretende aprobar un proyecto legislativo que significa un retroceso de treinta años en la autonomía ciudadana de las mujeres es de un cinismo repugnante por parte del señor ministro y del PP, un partido que, por cierto, hace pocos años se abstuvo a la hora de honrar a Campoamor con un busto en los pasillos de la Cámara Baja.
Campoamor seguirá siendo incómoda mucho tiempo. A una parte de la izquierda (comunistas y anarquistas) les dejó en evidencia en las Cortes Constituyentes de 1931 y en el exilio publicó un libro indispensable, La revolución española vista por una republicana, donde denunció serena y límpidamente, desde sus convicciones democráticas, laicas y reformistas, la alegre carnicería en ambos bandos. No solo entre los sublevados, sino también entre los que despreciaban la democracia representativa, tan lenta, tan poco satisfactoria, tan no nos representan, y se lanzaron a un sangriento festín revolucionario con los espléndidos resultados conocidos.

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Una oportunidad

Mientras el Gobierno de Mariano Rajoy rueda por el abismo de la inoperancia más estúpida y se cubre de un ridículo internacional,  el señor Alberto Ruiz-Gallardón, ministro de Justicia, sigue a lo suyo. Hace años algunos despistados consideraban al señor Ruiz-Gallardón el ala progresista unipersonal del Partido Popular, pero en el PP, aunque se admitan conversos de vez en cuando, hijos de buena familia que se distrajeron leyendo a Althusser en pleno fervor hormonal, pero que volvieron al aprisco purgados de toda culpa, en el PP, digo, no han existido progresistas jamás. Un progresista en el PP es como una piraña vegetariana: una contradictio in adiecto. El señor Ruiz Gallardón se ganó su hipotético progresismo evitando parecer demasiado meapilas, eludiendo cualquier pronunciamiento demasiado ideológico, y su contraste con el populismo chulapo, rojigualdo y anarcocapitalista de Esperanza Aguirre hizo el resto. Ahora le ha tocado, como ministro de Justicia, un papel involucionista al que se ha adaptado plena y gozosamente. El Gobierno conservador no tiene demasiadas alegrías que repartir entre la mesocracia que le votó mayoritariamente el año pasado, pero al menos puede dar satisfacción ideológica y doctrinal a una parte sustancial de su electorado, el más derechista y nacionalcatólico, y en esta misión pone Ruiz-Gallardón todos sus esfuerzos y desvelos.

Sin embargo, el ministro de Justicia se está quedando corto. Sinceramente. Está muy bien suprimir las deformaciones y minusvalías detectables del feto o el cigoto como causa para abortar, porque el sufrimiento inocente e inacabable es prenda segura de vida eterna, pero no se entiende muy bien por qué no se excluye, igualmente, la inviabilidad del mismo. Pongamos un feto que no pueda sobrevivir en el exterior más que unas horas, incluso unos minutos. Si se defiende tan ardientemente el derecho a nacer, ¿por qué se les niega cruelmente el derecho a morir? ¿No les asiste a los padres la potestad de que el feto reciba la extremaunción y el perdón por sus pecados intrauterinos?  Desde un sano espíritu demócrata y cristiano, solo cabe rechazar que la circunstancia menor de no haber nacido vulnere tu condición de ciudadano. Cualquier modificación normativa debe recoger para el feto o el cigoto todos los derechos cívicos, sin que valga la excusa de que todavía no ha nacido, porque, como bien explicó el señor Ruiz-Gallardón, siguiendo los criterios científicos de Carmen Sevilla, los fetos son personitas que todavía no han tenido tiempo de afiliarse al Real Madrid o a sacarse un abono en el Teatro de la Ópera. No hay ningún artículo en la Constitución que establezca que no haber nacido constituya un obstáculo para ejercer el voto, por ejemplo. Los fetos no han tenido tiempo de leer nada, ni siquiera la prensa extranjera o el BOE, y no existe riesgo, por tanto, de que se inclinen por el PSOE, IU o UPD. Ruiz-Gallardón tiene una ocasión excepcional para avergonzar moralmente al resto de Europa y, al mismo tiempo, ampliar la base electoral del Partido Popular. Quiera Dios que la aproveche.

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