Senado

Reforma constitucional

Sería una agradable sorpresa que una mañana, antes o después de desayunar, un presidente nacionalista (canario) improvisara algo diferente sobre ese gran y trascendental asunto, digno de una edición completa de Sálvame: la reforma de la Constitución. No sé, que se pronuncien sobre si república o monarquía, la estructura político-administrativa del Estado, la supresión del Senado o el reforzamiento o aniquilación de los deberes y derechos de los ciudadanos. Pero tendremos que esperar. Ayer, en los fastos celebrados en el Senado por el primer centenario de los cabildos insulares, el presidente Paulino Rivero repitió de nuevo, agónicamente, el discurso de sus predecesores: es necesario reformar la Constitución para que “plasme mejor” la singularidad de Canarias a fin de conseguir un “mayor encaje” en el Estado español. Esto quiere decir, más o menos, que se piden más perras, y en todo caso las florituras técnicas pues ya se verían en su momento. A continuación los presidentes de los cabildos emitieron emocionadas y carrasposas obviedades, entre las que destacan las palabras de un conspicuo constitucionalista como Alpidio Armas, que encuentra impensable a Canarias sin los cabildos. También es cierto que para el señor Armas es impensable prácticamente cualquier cosa.

La reforma de la Constitución ha pasado de ser un asunto puntual y melindroso a convertirse, por primera vez desde 1979, es centro de un debate de cierta intensidad, como fruto de la catástrofe económica y social que padece el país. Desde la izquierda (y no hablo del PSOE, porque los dirigentes socialistas están encapsulados en una parálisis letal) se entiende que la Constitución en vigor corresponde a un régimen político, el pactado durante el posfranquismo, que evidencia una descomposición apabullante. Correspondería, por tanto, abrir un proceso constituyente y superar instituciones, mecanismos y disposiciones que ya no garantizan siquiera la vigencia de los principios básicos de una democracia parlamentaria.  Yo no estoy tan seguro de que impulsar un proceso constituyente para usarlo como una trinchera política desde la que disparar al desorden del capitalismo financiero y globalizado sea la estrategia más viable y más inteligente. Más bien creo que esta meta, todo lo generosa e indignada que se quiera, es una promesa de derrota y que solo se logrará un amplio consenso social (y en última instancia político y electoral) apostando por una estrategia reformista.

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Consecuencias

La dimisión de Casimiro Curbelo como senador les sabe a poco a algunos conspicuos dirigentes del PSOE, como Elena Valenciano, cuyo poder e influencia se han engrandecido desde que Alfredo Pérez Rubalcaba la designó directora de la más o menos inminente campaña electoral. Para Valenciano el señor Curbelo no debería continuar un día más en las filas del PSOE. La dirección regional de los socialistas canarios había llegado, hace cuarenta y ocho horas, a un acuerdo con Curbelo: renuncia a tu acta en la Cámara Alta y nosotros tranquilizaremos a Valenciano y a otros prebostes del comité ejecutivo federal: a José Blanco, por ejemplo, le parece bastante con eso. El vicesecretario general, sin embargo, no se ha movido un ápice ni ha descolgado un teléfono, y no lo ha hecho, es obvio, porque entiende que el crepitante tormento de Curbelo forma parte, precisamente, de la precampaña electoral, y eso es predio de la compañera Valenciano. Casimiro Curbelo, en esta encantadora lógica, sería la contrafigura de Francisco Camps: observa, oh pueblo, como nuestros impresentables dimiten, y no como otros; repara, oh indignada muchedumbre, como le zurramos la badana a los peores de nuestra misma sangre. José Miguel Pérez se ha puesto nervioso, si es que esté hombre tiene mayor densidad nerviosa que una coliflor, y ha ahondado en naderías, que es su especialidad retórica, mientras insiste en llamadas telefónicas perfectamente inútiles. Nadie sale a defender a Casimiro Curbelo. Nadie imparte una orden para detener el incendio.
Hace veinte años las elecciones las ganaba en La Gomera el socialismo. Pero desde hace mucho tiempo las gana el curbelismo, como demuestra que la pérdida de concejales y diputados no influye en absoluto ni en las sucesivas mayorías absolutas en el Cabildo ni un escaño ampliamente renovado en el Senado. El curbelismo: la arquitectura de un sistema de clientelismo político impresionantemente ramificado y de una eficacia estremecedora cuyo astuto e incansable artífice dedica quince horas diarias a supervisar, engrasar, perfeccionar. Un keynesianismo precolombino. Casimiro Curbelo no se dejará arrasar: ni admite dejar el poder, después de ganar las elecciones hace apenas dos meses, ni puede consentir que su defenestración le impida seguir desactivando graves denuncias contra su gestión que dormitan en los juzgados. El PSOE puede encontrarse, en pocos meses, desarticulado en La Gomera y con Curbelo, cual guirre fénix, al frente de su propio partido.

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