Tribunal Supremo

Nada de perdón

Escucho y leo a mucha gente que demanda que Santiago Pérez y Rubens Ascanio pidan perdón después de que el Tribunal Supremo haya archivado la denuncia que interpusieron hace un lustro contra Fernando Clavijo y que se desarrolló bajo el membrete de caso Reparos. Eso es una tontería. Lo que hay que hacer es combatir políticamente a estos sujetos y desenmascararlos como lo que son: gente desvergonzada, malandrines henchidos de mediocridad, carentes de escrúpulos y dispuestos a cualquier marranada para acabar con los adversarios políticos, a los que niegan sistemáticamente, por sus sagradas gónadas izquierdistas, la legitimidad democrática que se arrogan en exclusiva para sí mismos. Porque uno puede equivocarse en sus apreciaciones al acudir a un juzgado, pero aquí no hay un error evaluativo, sino un sórdido método de competencia política para utilizar los tribunales de justicia como un instrumento de difamación pública. Primero fue la ridiculez del caso Grúas; después esta basura difamatoria a propósito de los reparos que un alcalde levantó, en una excepcional época de crisis económica y financiera, para garantizar la continuidad de servicios sociales prestados por el ayuntamiento lagunero.

A la espera de que los mendas hagan de nuevo el ridículo con explicaciones – una apuesta: a que lo que pasa es que Manuel Marchena es un atroz derechista y el Supremo está controlado por falangistas y requetés y todo el que no apoye mi fantasmagoría judicial es un vendido, un idiota, un indeseable – esta resolución no solo da carpetazo razonado a un lustro durante el cual se utilizó una denuncia, con el siempre diligente apoyo de la Fiscalía,  para insultar, escarnecer y vituperar a Fernando Clavijo, que jamás llegó a estar acusado de nada y menos aún fue procesado. En titulares de prensa, en intervenciones parlamentarias, en debates políticos y en mítines todo el mundo escuchó como Clavijo era un criminal que terminaría en la trena. Noemí Santana, en una sesión parlamentaria, lo llamó delincuente, y se quedó muy satisfecha. Recientemente la secretaria de Organización del PSOE,  Nira Fierro, habló de los perversos polimorfos que huyen al Senado para no afrontar acusaciones de corrupción, y seguro que hoy se estará callada. El auto de archivo también sirve para iluminar lo que ha ocurrido en el ayuntamiento de La Laguna desde 2019: estos casi cuatro años en los que por fin los cruzados del Santo Advenimiento pusieron sus heroicas nalgas en las poltronas por las que suspiraban.

El actual alcalde de La Laguna –junto con otros compañeros del equipo de gobierno – está sometido a investigación judicial. El secretario general del pleno municipal denunció el pasado mes de enero el fraccionamiento ilegal de 32 contratos y ha exigido la revisión de los acuerdos con nueve empresas de servicios por un montante superior al medio millón de euros. El mismo secretario ha declarado “nulos de pleno derecho”  228 contratos menores adjudicados por el gobierno municipal  entre 2019 y 2021 que suman más de 2.600.000 euros. Después de incesantes reclamaciones Luis Yeray Gutiérrez y sus concejales continúan sin aportar todos los decretos ya no a los grupos de oposición, sino al propio secretario. Si no existen reparos en la corporación lagunera desde 2019 es porque se ha hurtado a la intervención municipal la herramienta de formular informes negativos previos a cualquier contratación menor. Es un truco payasesco urdido por Santiago Pérez, que ya ni se toma la molestia de asistir al pleno que aprueba el presupuesto municipal: se va a bailar con la Negra Tomasa a La Palma. Mientras se enfangaban en estas tropelías y gestionaban sin proyecto ni ideas (aunque, eso sí, triplicando el gasto en propaganda) seguían insultando miserablemente. No deben ser perdonados. Deben ser conocidos y reconocidos. No por sus comedias de enredo, sino por el cinismo abyecto de su concepción de la política.  

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Alberto autocentrado

Alberto Rodríguez desembarcó en el aeropuerto de Los Rodeos desarrollando una ceremonia preparada por varios compañeros de Podemos y por él mismo. Se había convocado a dar una bienvenida como héroe homérico a través de las redes sociales al exdiputado y ex secretario de Organización, y un centenar de personas lo recibieran entre aplausos, globos de colores y alguna pancarta. La recepción aspiraba a ser el ritual merecido por el exiliado de una dictadura feroz o el excarcelado por un tirano antropófago y desprendía –como apuntó agudamente el politólogo de Ayoze Corujo – cierto perfume cubillista. Rodríguez, por supuesto, ha construido su relato, un fantástico relato de victimización, con la ayuda de ministros y dirigentes de Podemos, pero no le tembló la voz al anunciar que abandonaba la organización morada “tras comprobar los límites de las mismas desde una perspectiva archipiélagica autocentrada” (sic)” advirtiendo acto seguido que “la lucha sigue, Canarias es tierra de brega, aquí no se rinde nadie”. A varios podemitas se les encogió el corazón y a otros los glúteos. No entienden lo que ocurre. Hace tres días Rodríguez era un orgulloso diputado de Podemos; ahora, desprovisto del escaño como consecuencia de una muy discutible y discutida sentencia del Tribunal Supremo, Podemos quedaba definitivamente atrás como un cachivache inútil. Sucede, simplemente, que tal y como había dicho Rodríguez termina un juego y comienza otro. No el de su partido, sus compañeros o sus electores, sino el suyo, el juego de la supervivencia política de Alberto Rodríguez.

En un principio siempre es el verbo. El exdiputado enhebró un discurso reivindicativo sutil y ligeramente distinto de la habitual logomaquia podemista. Ahí estaba, por supuesto, el siempre supurante resentimiento social, indicando lacrimosamente que a las personas de cuatro apellidos no los persigue la justicia ni le quitan un escaño, pero también se añadió un chorrito de mojo etnicista: lo procesaron, juzgaron y condenaron porque era canario, porque con un vasco, un madrileño o un riojano no se hubieran atrevido. Rodríguez, en ese preciso momento, estaba tocando con la punta del pie una ampliación y redefinición de su espacio político. A ver qué tal.

Lo cierto es que el héroe ha decidido aprovechar la escandalera montada por él mismo y sus cuates para convertirse en la más madrugadora crisálida en la reorganización de las izquierdas patrias y matrias. El pasado marzo anunció que no se presentaría a las primarias para revalidarse como secretario de Organización de Podemos, pero ese aviso era un engañoso disparate. Simplemente Ione Belarra no contaba con él para la dirección que sucediera al liderazgo carbonizado de Pablo Iglesias. La cuota canaria estaba cubierta por Noemí Santana, que tampoco forma parte del núcleo duro de la secretaria general. Rodríguez se sintió maltratado e incluso ningüneado, aunque entonces, hace apenas seis meses, declaró que se sentía satisfecho y orgulloso por su labor como responsable de Organización, porque había contribuido a cohesionar y fortalecer al partido y sus confluencias. Pero, ¿soportar dos años en silencio o viviendo de una asesoría limosnera en Madrid? ¿Por qué no rentabilizar ese relato idiota pero molón (la derecha judicial arrebatando el escaño a un proleta canario) desde ya mismo y a su propio favor, siendo el único damnificado? ¿Por qué no abandonar ya un barco que hace aguas y fletar su propia falúa, más roja, más antisistema, más nacionalistera, que pueda sumarse a la flota que se movilizará cuando Yolanda Díaz sea aclamada Almirante de la Penúltima Esperanza de la Izquierda Entera y Verdadera? No le podrán acusar de traición, porque navegará en la misma corriente y en idéntica dirección, pero desde su bote contestario, exclusivo pero no excluyente. negociando, en su caso, con sus antiguos compañeros. Y con la mirada puesta no en Madrid, por supuesto, sino en el ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife o en el Cabildo Insular. Autocentrado en sí mismo y más chachi que nunca, mi gente bonita, mi tierra preciosa, mi isla linda.  

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La conspiración de los 540 euros

El Supremo condena a mes y medio de prisión al diputado de Podemos Alberto RodríguezAlberto Rodríguez, diputado por Santa Cruz de Tenerife y exsecretario de Organización de Podemos,  ha pasado un trago muy desagradable en el Tribunal Supremo. No es una vivencia precisamente cómoda ser acusado y procesado judicialmente: lo digo por experiencia. En una ocasión incluso intentaron procesarme por escribir que los cuadros de un pintor tinerfeños eran infames. Me llamaron a declarar como parte de las diligencias previas, porque la demanda, muy sorprendentemente, resultó admitida. Llegué demasiado puntual y tuve que esperar en una antesala, donde un individuo gigantesco, cejijunto  y de pecho inmenso e hirsuto sacudía de vez en cuando las manos esposadas. Lo vigilaba un policía que parecía muerto de sueño y hartazgo. El presunto se me quedó mirando varios segundos.

–¿Y tú que haces aquí pingapato?

–¿Yo? Un nota me ha denunciado por escribir que pinta mal.

He perdido en la desmemoria casi todos los discursos parlamentarios que he escuchado en mi vida, pero jamás olvidaré la réplica estupefacta del matado, con los ojos como platos:

–Pero hay que joderse.

Aun así, Rodríguez habla del “calvario judicial” que ha vivido durante ocho años, quizás con cierta exageración. Después de intentar hacerse con la candidatura de Izquierda Unida al Congreso de los Diputados –perdió las primarias — Rodríguez se pasó con armas y bagajes a Podemos, donde lo recibieron con los brazos abiertos. En su momento gente como Ramón Trujillo se quedó bastante pasmada por el desparpajo oportunista del entrañable compañero. Son minucias, claro, que ya no se cuentan, entre otras cosas porque Podemos e IU, al poco tiempo, decidieron embarcarse en una convergencia político-electoral y ahí están, disputándose demoscópicamente las miserias. Rodríguez, como todos los líderes de la izquierda poscontemporánea que nos ha tocado soportar, tiene una visión de sí mismo que a ratos parecería escrita por un guionista de Marvel con problemas con las anfetaminas. Asistí a varios mítines de Podemos en 2016 y el muy espigado Alberto siempre se presentaba como un activista social entusiasta, sacrificado e incansable que no se había perdido una manifa, una concentración o una pintada desde la preadolescencia. Lo escuchabas y parecía que había arriesgado repetidamente su vida y su libertad contra el fascismo que infectaba España a principios del siglo XXI. Otra de sus características de su retórica consistía en llamar “sinvergüenza”  y “ladrón” a todo el mundo y en repetir mucho que “con el PSOE no puede irse a ningún lado”.  En esos ocho años de calvario Rodríguez ha conseguido ser diputado, aumentar sus ingresos económicos en más de un 50% y ejercer el segundo rol más importante en la organización de un partido con casi 6.800.000 votos en las últimas elecciones generales. No está nada mal.

Uno de los mantras de Podemos en su momento –uno de sus top mantras – es que resultaba intolerable, vergonzoso, moralmente asfixiante que un diputado o senador, por serlo, no sea enjuiciado por un juzgado ordinario, sino por el Tribunal Supremo. Por supuesto Rodríguez compartía ese punto de vista contra el aforamiento, pero no dimitió como diputado, sino que prefirió ser juzgado por el Supremo. El diputado tinerfeño afirmó tajantemente en su declaración que todo era “un montaje policial” para ofrecer una suerte de castigo ejemplarizante a alguien que protesta contra un ministro. Es curioso: la propia abogada de Rodríguez rechaza del todo en su informe que su cliente fuera imputado “por razones espúreas”. Al final el Supremo le ha impuesto una multa de 540 euros y una fugaz inhabilitación para el derecho de sufragio pasivo. Es muy improbable que pierda el acta: le protegerá la buenrrollista mayoría de la que forma parte. ¿Una conspiración de jueces, fiscales, comisarios y policías comprometidos durante años y años para clavarte 540 euros? Guillermo Brown era mucho más peligroso y desafiante que tú. Y a la vez más barato.

 

 

 

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El procesamiento de Casimiro Curbelo

La vieja costumbre de los responsables políticos de decidir si sus acciones son graves o intrascendentes, no digamos si son legales o delictivas, sigue teniendo un largo recorrido, aunque expresa una sinvergüencería excepcional. El partido en conjunto o el político en concreto disponen de muchas maneras de negar, deformar  o maquillar la evidencia, pero quizás ninguna tan repugnante como arrogarse la facultad de decidir lo que ha ocurrido y de proclamar serenamente (por supuesto) su nula responsabilidad en el asunto. El Tribunal Supremo ha decidido procesar a Casimiro Curbelo por las amenazas y agresiones que presuntamente dirigió, en compañía de su hijo, a varios agentes de la Policía Nacional en 2011 y que le costaron el veto de la dirección federal a presentarse de nuevo al Senado. Ya se sabe lo ocurrido posteriormente: Curbelo abandonó el PSOE, creó otro partido a su medida y arrasó en las elecciones autonómicas y locales de 2015: consiguió tres de los cuatro diputados de La Gomera y reforzó su mayoría absoluta en el Cabildo Insular. Ahora, al conocer su procesamiento, Curbelo apenas ha pestañeado. Los ciudadanos pueden estar tranquilos. No ocurrirá nada. Es un asunto menor.
No. Que el Tribunal Supremo procese a un político en ejercicio no es un asunto menor.  No se trata ya de un juzgado de primera instancia, sino del órgano constitucional que es el tribunal superior en todos los órdenes. Habrá que repetir la obviedad hasta que sangre: en cualquier país democráticamente civilizado un político al que el Tribunal Supremo – o su equivalente – decide procesar es un político que se ve abocado a dimitir inmediatamente, con independencia de la sentencia judicial final. La aseveración del responsable público según la cual no merece siquiera hablar de un hecho tan irrelevante no resulta siquiera tolerable. Es como si el autor de una supuesta estafa millonaria garantizara que su procesamiento se reduce a una anécdota; poco más o menos, lo afirmado bajo diversas versiones por corruptos y corruptores en la trama Gürtel. Este cinismo pringoso y despreciable debería encontrar como respuesta el repudio social y el rigor periodístico: preguntarle al señor Curbelo, por ejemplo, en virtud de qué principio político, jurídico o ético considera que puede absolverse a sí mismo y esbozar una sonrisa beatífica cuando se te va a procesar por insultar, amenazar y golpear (presuntamente) a varios policías en la puerta de una comisaría. Y eso después de una gresca (es una presunción) que causó varios desperfectos en una sauna, es decir, en un delicado y vaporoso prostíbulo, bendecido por la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo del Senado.
Curbelo no es precisamente tonto. Si opta por ese enrroque y no piensa ni por un segundo en abandonar su reino de taifa es porque sabe bien, muy bien, que negarse a dimitir no le supondrá ningún coste electoral. Absolutamente ninguno. Todo el mundo pudo leer – incluso en La Gomera – las informaciones sobre el escandaloso incidente madrileño, al igual que todo el mundo conoció – especialmente en La Gomera – las acusaciones de la investigación policial sustanciada en el sumario del llamado caso Telaraña, momentáneamente archivado. Y sin embargo se votó a Curbelo más que con amor, con frenesí, y desembarcado de nuevo en el Parlamento, el astuto constructor de un neocaciquismo entre corleonista y socialdemócrata promete a sus electores que, gracias a sus tres votos de oro en la Cámara regional, hasta las cabras tendrán jacuzzi en La Gomera. Y así votan los gomeros.  Como cabras. Como cabras agradecidas por favores reales o imaginarios. Más o menos como en todas partes.

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