Un compañero

¿Quién no podría quererlo? A Sartre se le admiraba, se le quería desde una admiración a veces reverencial pero, hasta cierto punto, temerosa, porque siempre sabría más que cualquiera de nosotros, pero si alguien conseguía instantáneamente el afecto, la cordialidad, la simpatía inextinguible era él. No podía ser otra cosa: nunca fue el seductor que pretendía arrastrarte hasta una fría concepción de la existencia, ese triste seductor intelectual a base de astucia, citas, fama e infabilidad adosada. Era un seductor espontáneo aunque a veces brutal: le gustaba bailar, el fútbol, el jazz, las mujeres, las farras hasta el amanecer, el vacilón, emborracharse de libros y de alcohol, danzar por la calle, fumar, discutir, galantear, los árboles y el mar, las películas de vaqueros, el cielo azul y la lluvia menuda, jugar con sus hijos sobre la hierba. El horror por la vida (“los hombres mueren y no son felices”) nunca le llevó a vivir la vida horrorosamente.

Que la vida es espantosa, que los hombres mueren y no son felices, que diariamente la dignidad humana es pisoteada, escarnecida, burlada por los poderosos no lo aprendió mirando desde la ventana de una biblioteca, sino en sus propias circunstancias vitales: provenía de una familia pobre, muy pobre, y era un pied noir  en la Argelia colonial. Suupo lo que era el hambre, la miseria, el desamparo, el racismo, y sin embargo ni una gota de venenoso resentimiento recorrió sus venas ni sus libros. Desde joven escribió, denunció, militó y en la Resistencia se jugó el cogote y dirigió un periódico clandestino, pero cuando llegó la hora de la victoria entre ruinas materiales y morales ya estaba maduro para comenzar a joder el optimismo loco y el pesimismo oracular de los profetas de la revolución y así se convirtió en un disidente de los disidentes y comenzó su espléndida, compartida y tantas veces insultada soledad. Cómo fue calumniado por la Berdadera Hizquierda un hombre por atreverse a sostener que no valía cualquier medio para obtener un fin, que nadie podía erigirse como mesías y a la vez verdugo de los pueblos, que ningún proyecto político era admisible como altar del sacrificio de generaciones, que la pluralidad es parte inherente del ideal democrático, que el fanatismo exhala una pestilencia idiotizante, que la yolerancia no es una forma de buena educación, sino una actitud moral,  y que la democracia no consiste en votar cada cuatro años a un partido o a un comité central. Fue un reformista radical al que una vez, cuando alguien le preguntó por su afiliación política, contestó: “ No sé…¿Se podría organizar un partido de los que no están seguros de tener razón?”.

No. No se puede no querer a Albert Camus y no acompañarlo mientras dure la vida, horror y belleza, espanto y maravilla.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Deja un comentario