Un volcán que cambiará La Palma y moverá a Canarias

Un volcán en erupción / PEXELS

No es muy fácil adivinar cómo era exactamente Lanzarote a principios de 1730. El 1 de septiembre de ese año la tierra se abrió en Timanfaya. Fue una erupción que duró seis años. Seis años de terremotos, explosiones, mantos de lava y llovizna de ceniza. El amanecer olía a azufre. Seis pueblos quedaron aplastados y la agricultura insular –básicamente cerealera — quedó casi devastada. Como suele ocurrir en las erupciones canarias, no se registraron muertos, salvo los que pudieran haber fallecido de hambre o desnutrición en esa generación y la siguiente. La isla, por supuesto, no fue abandonada. Los conejeros se aferraron a ella. Era y es su hogar. Para los que llevaban un siglo ahí y para los recién llegados. Es lo que ocurre con todas las Canarias y no terminan de entender muchos continentales. No son islas con peligro volcánico, sino islas volcánicas. No se sobrevive a pesar de los volcanes: son los volcanes los que han creado Canarias y nos han dado un país que –otro punto poco comprendido más allá del mar– no ha sido nunca precisamente una arcadia.  Un país hermoso pero duro. Magnífico pero desdeñoso. Una belleza de bordes inhóspitos. Un paraíso que ha conocido el hambre y la sed. La mitología de raíz grecorromana se ha empecinado en describirnos durante 2.500 años como una tierra de prodigios y privilegios y la última fábrica de mitologización ha sido el turismo. Se trata de una mitología pobre, instrumental y ligada más estrictamente a lo climatológico, lo paisajístico y lo inhabitual.  Los seis años que casi destruyen Lanzarote en el siglo XVIII crearon las condiciones para un parque que visitan decenas de miles de turistas anualmente – el Parque Nacional de Timanfaya – para entre otras muchas cosas comer pollos asados gracias al calor que todavía conserva el subsuelo. La mitología del pasado inventaba un relato para dar un significado a la vida cotidiana, la del presente ofrece experiencias supuestamente insustituibles pero existe una conexión débil y fragmentaria entre ambas. El volcán como entidad destructiva y símbolo diabólico y como curiosidad turística con aplicaciones culinarias.

Curiosamente los isleños nunca han tenido una relación simbólica especialmente intensa con los volcanes y el proceso de rápida urbanización demográfica que han vivido en el último medio siglo – Gran Canaria y Tenerife ya son casi islas-ciudades salpicadas de parques naturales, parajes protegidos y espacios rurales de alta ocupación humana– casi los han borrado de la memoria colectiva. No forman parte central en ningún imaginario cultural. En el pasado aborigen, por supuesto, los volcanes tenían un significado en clave animista: eran depositarios del mal. Para los guanches Guayota  –el demonio –habitaba en las entrañas del Teide y se le preparaban rituales y ofrendas para calmarlo en cuanto se intensificaban las humaredas o temblaba la tierra (la última erupción en Tenerife se registró en 1909). El demonio, en todo caso, no era el volcán, sino su terrible inquilino, que es quien periódicamente causaba el terror  y la conmoción.

El Teide es, precisamente el único volcán en todo el archipiélago que se ha sido profusamente simbolizado, hasta convertirse muy rápidamente en símbolo de todo el país, a veces, casi en una sinécdoque de Tenerife y de Canarias entera. Pero su imagen no es la de una entidad amenazadora, sino más bien la de un Padre poderoso, sabio, sereno, grave pero benevolente, alto pero atento a la súplica. La madre sería, obviamente, la Virgen de Candelaria, más sensible, accesible y capaz de interceder por todos sus hijos. Pero en los restantes territorios insulares no ha cuajado un simbolismo de semejante peso. Solo el Teide, por ejemplo,  ha recibido atención poética y por lo general ha sido espeluznante. “En vano tus enojos vomitan rayos; en vano, ardientes,/das a los cuatro puntos, agostadoras, tus oriflamas;/ las yeguas de tu furia buscan, en vano, por las vertientes,/lanzando por los belfos relinchos—llamas”. Dan ganas de pegarle a Tomás Morales por estos versos que supuestamente describen (o algo así) una erupción en el Teide que jamás existió. El mejor poema escrito al gran volcán tinerfeño –dormido, no extinguido, como indicaban en el pasado los geólogos casi poéticamente —  sigue siendo, tanto tiempo después, el soneto del Vizconde de Buen Paso (1677-1762), que es un diálogo entre presente y pasado, entre la vejez y la juventud, ente la fragilidad y la fuerza. “¡Oh cuán distinto, hermoso Teide helado,/ te veo y ví/, me ves ahora y viste!/Cubierto en risa estás, cuando yo triste,/y cuando estaba alegre, tú abrasado./ Tú mudas galas como el tiempo airado/mi pecho a las mudanzas se resiste,/yo me voy, tú te quedas, y consiste/tu estrella en esto y en crueldad ni hado./¡Dichoso tú, pues mudas por instantes/los afectos! ¡Oh, quién hacer pudiera/que fuéramos en eso semejantes!”. Para el poeta el Teide, en todo caso, es veleidoso, nunca un asesino, y puede ser peligroso y aun destructivo, pero jamás traicionero. Es más o menos la consideración que merecen los volcanes a los canarios: enemigos íntimos que a lo largo de cinco siglos solo rara vez han amenazado nuestra existencia. El paisaje volcánico de las islas – cuyos mejores intérpretes han sido un pintor y escultor, César Manrique, y un arqueólogo, Luis Diego Cuscoy — no ha sido tampoco codificado por una mirada plenamente identitaria. El vulcanismo  ha sido una circunstancia adaptable, no un triste destino o un arabesco en el alma insular.

El volcán que hace dos semanas nació en un costado de Cumbre Vieja, no obstante, es distinto, porque distinto es el contexto demográfico, económico, social y político de la isla. La Palma tiene ahora una densidad de 167 habitantes por kilómetro cuadrados, y la mayor parte del Valle de Aridane supera ese porcentaje. Es una isla que se ha quedado rezagada en el desarrollo turístico del resto de sus compañeras por un conjunto dispar de factores y que está hundida en el estancamiento económico hace más de un cuarto de siglo. A veces se escuchan diatribas burlescas sobre el escaso sentido emprendedor de los palmeros, pero lo suerte es que la diáspora migratoria por toda la América hispánica está llena de palmeros fundando ciudades y construyendo fortunas, lo que continuó hasta muy recientemente: más de un tercio de los canarios que emigraron a Venezuela en los años cuarenta, cincuenta y sesenta eran palmeros. Más que capacidad de empuje y trabajo pesa lo suyo lo que es el patrón vital de muchos emigrantes: hacer dinero, regresar e invertirlo en la agricultura, especialmente el plátano, que tenía una alta rentabilidad, una rentabilidad que no ha dejado de disminuir desde los años noventa, por la competencia de la banana latinoamericana, el fin de la reserva peninsular y el adelgazamiento de las subvenciones europeas (debilitamiento presupuestario de la PAC) mientras la estructura de costes no ha dejado de crecer. El envejecimiento de los agricultores y la fragmentación de los cultivos (salvo, parcialmente, el plátano) en pequeñas explotaciones, ese pacífico minifundio de cada uno en su casa y la subvención en la de todos siembran dudas sobre la viabilidad social y económica de la agricultura en La Palma desde hace lustros.

Sí, es cierto que el plátano representa el 50% del PIB de La Palma. Pero también lo es que La Palma soporta el PIB per cápita menor de Canarias después de El Hierro (18.700 euros anuales) en 2018.  En 2021 cerrará probablemente con menos de 18.000. euros anuales. La debacle económica se cierne sobre La Palma, efectivamente, pero es una amenaza a punto de caer (como la lava ardiendo) sobre un sistema económico anémico y que ya tenía un horizonte cada año más incierto. Algunas ausencias y abandonos son realmente sorprendentes. La Palma podría ser la reserva en frutas y hortalizas de Canarias y haberse dotado de una modesta pero productiva industria agroalimentaria. Nada de eso ha ocurrido. Y no ha ocurrido –habrá que decirlo – porque las administraciones públicas (Gobierno autónomo, Cabildo Insular, ayuntamientos) no han recibido ninguna presión  por parte de la élite local ni de la sociedad palmera en su conjunto para trazar una estrategia de crecimiento consensuada y definida, que no pasaba necesariamente por excluir el turismo, pero que podría haberse centrado en una agricultura de excelencia y una agroindustria de calidad. La Palma recibió su máximo de turistas en 2017, con 293.900 visitantes (peninsulares y extranjeros). Al año siguiente cayó el número y en 2019 se descendió hasta los 257.852 turistas. La evolución es poco alentadora; la oferta turística –pese a las bellezas y atractivos naturales de la isla — tampoco parece irresistible gracias a las más bien desganadas campañas de promoción.

Ayer la lava en su avance fundía la conducción principal de agua que suministraba a Las Hoyas, El Remo, Puerto Naos y La Bombilla y dejaba sin una gota a sus habitantes y a más de 600 hectáreas de plataneras: tal vez la mejor fruta de la isla. La platanera es un cultivo que exige mucha agua: con treinta grados de temperatura ambiente no puedes dejar de regar más de quince o veinte días sin que sobrevengan daños graves. El consumo anual promedio es de 11.430 metros cúbicos por hectárea, con ligeras diferencias entre zonas algo más cálidas y zonas algo más frías. Si esas 600 hectáreas de plátanos quedan arrasadas o muy maltrechas se sumarán a las más de 200 irremediablemente perdidas. En total, por el momento, más de 700 hectáreas han quedado cubiertas de lava para siempre; los científicos más optimistas hablar de que serán carbonizadas más de un millar, es decir, más de un millón de metros cuadrados. La puñetera realidad es que si la mitad de la producción platanera desaparece La Palma entra en un shock económico del que no podrá recuperarse ni en semanas, ni en meses, ni siquiera en pocos años. San Miguel de La Palma está destinada a convertirse, por tanto, en un problema estructural desde un punto de vista económico, presupuestario y administrativo para la comunidad autónoma. En lugar de un banco habrá que rescatar una isla de 708 kilómetros cuadrados y casi 85.000 habitantes (apenas 1.000 habitantes más, por cierto, que en 2010) y con una superficie cubierta por lava que no podrá ser reutilizada agrícolamente durante siglos. No se trata de una pedanía, una ciudad o comarca, sino un universo isla con sus complejidades, sus fuerzas y sus fracturas, sus posibilidades y sus limitaciones, sus ritos y sus hábitos, sus equilibrios y sus obsesiones. ¿Cómo se recupera una isla? No, no se trata de ponerle un lacito a 100 millones de euros y dejarlos en la puerta del Cabildo. ¿Cómo evitar que se convierta en un hospicio al aire libre? ¿Cómo interesar a los ciudadanos en la reconstrucción imprescindible de su pequeña tierra distribuyendo apoyos y sacrificios, ilusiones y resignaciones?

Por eso mismo esta catástrofe eruptiva – que reduce la explosión del Teneguía en 1971 a poco más que fuegos de artificio – es y será también un acontecimiento con consecuencias políticas en La Palma y en Canarias, y esa no es su menor novedad. Si el Gobierno autónomo de Ángel Víctor Torres (y la sombra protectora de Pedro Sánchez y sus ministras) no consigue resolver la situación con obvia empatía y cierta solvencia  — lo que no pasa únicamente por viviendas para todos los damnificados, sino por un esfuerzo lúcido y generoso para que no se hunda económicamente la isla — las críticas serán demoledoras y el impacto en las resultados de las elecciones autonómicas de mayo de 2023 muy negativo. Si Torres y su equipo consiguen hacerlo medianamente bien – lo que no se podrá apreciar antes de un año — su liderazgo resultará extraordinariamente reforzado: habrá mantenido unas Canarias unidas y solidarias y encontrado una vía factible para la recuperación palmera. Mientras tanto se sigue trabajando para que no corra peligro ninguna vida y los desalojados sean tratados dignamente. Todas las islas son La Palma, según han acuñado en sus discursos los políticos en los últimos quince días. Más bien es al revés: La Palma es ahora todas las islas, como si esos 700 kilómetros cuadrados fueran todo lo que nos quedara, y hay que defenderlos como nuestra última frontera, como nuestro último hogar, con la fiereza del amor, con la testaruda determinación de la vida abriéndose paso, con toda generosidad e inteligencia.     

 

Publicado el por Alfonso González Jerez en General ¿Qué opinas?

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