Mientras la recesión económica se acerca a su momento paroxístico dos asuntos se me antojan particularmente interesantes. Primero: cómo se va a producir (y eventualmente evitar) la conflagración social que ineludiblemente se acerca cuando la ruina del Estado haga imposible el mantenimiento de los sistemas públicos de educación y sanidad y los servicios sociales. Y segundo: cómo se pueden desarrollar y articular diagnósticos y propuestas de solución alternativas al discurso oficial (si es que existen) que no provengan de trincheras alérgicas a cualquier reforma real.
Este invierno que se niega a acercarse va a ser singularmente duro y largo y cada vez más pavoroso. Será un invierno que amenazará con no acabarse nunca. Aunque las redes familiares parezcan exhaustas – la solidaridad intergeneracional entre abuelos, padres y nietos – serán las que continúen sosteniendo la supervivencia de miles de familiar en los próximos años. Si uno observa la experiencia de otras sociedades de clases medias sometidas a procesos de pauperización (como la Argentina de finales del sigloXX y principios del XXI) eclosionarán en breve tiempo fenómenos como el trueque vecinal de objetos, insumos y servicios y se dejarán de pagar servicios básicos como la electricidad, el agua o, hasta cierto punto, los transportes públicos. Las fuerzas policiales se plantearán una reorganización territorial y operativa porque su principal objetivo no estará, como hasta ahora, en el cumplimiento de la ley, sino en la preservación del orden público y en el control de la expresión del malestar social. Se ampliarán las reformas legales para criminalizar la protesta y la disidencia y se avanzará en ese camino, precisamente, argumentando el derecho a la seguridad y al orden de unas clases medias que son y serán las víctimas prioritarias en la nueva fase de la recesión económica. Y les aseguro que muchos miembros de esa mesocracia agonizante pedirán jarabe de palo y mano firme contra cualquier desorden.
Las alternativas al discurso oficial se dividen en dos grupos: las incoherentes y las irrealizables. En general es lúgubremente divertido comprobar que mucha gente, organizada o no, cree que basta con tener la razón moral para tener toda la razón. Por desgracia tener la razón moralmente no faculta para la lucidez analítica ni suele ser de demasiada utilidad para intervenir en un proceso con una complejidad política, económica y técnica tremebunda. La tercera fuerza política española es Izquierda Unida y debatirá en diciembre, en su X Asamblea Federal, un conjunto de medidas para salir de la crisis económica, desde la implantación de las 35 horas semanales hasta reducir a los 15 años el periodo de cotización para cobrar una pensión, desde establecer un salario mínimo interprofesional de 1.100 euros hasta aumentar tres años el derecho a recibir el subsidio por desempleo. ¿Son objetivos justos? Por supuesto. Son objetivos estupendos, si no estuviéramos en un Estado al borde de la quiebra, con un crecimiento económico negativo y una deuda pública que supera el 85% del PIB y una deuda privada que se ha encaramado en el 350% del PIB y sigue aumentando. Sin embargo, si se pregunta modestamente de dónde se saca la fabulosa pastizara que exigen estas medidas se responde inmediatamente con el aumento de la presión fiscal sobre los ricos. Ahora mismo, en octubre de 2012, y después de las sucesivas talas presupuestarias emprendidas desde la primavera de 2010, el Estado español (incluyendo comunidades autónomas y ayuntamientos) gasta casi el doble de lo que ingresa. Supone una puerilidad asombrosa sostener que la cooptación fiscal de la mayoría de los beneficios de las treinta mayores empresas españolas (por ejemplo) revertiría esta situación. La inmensa mayoría de esas treinta empresas se encuentran gravemente endeudadas y son responsables, precisamente, de más del 65% de la deuda privada en este país. En cuanto a los bancos y cajas resultan, curiosamente, los principales tenedores de la deuda pública que se acumula monstruosamente: el pago de sus vencimientos se está cumplimentando, cada vez más estrechamente, con nuevas emisiones de deuda. La mayor parte de las pymes se enfrentan a una situación dramática (cada trimestre cierran unas 1.500 pequeñas empresas en España) y colocar el salario mínimo por encima de los mil euros (así te dediques a limpiar los cristales o atender la centralita telefónica) solo puede ser entendido como un chiste de pésimo gusto. En el fondo la panoplia de estratagemas y medidas que propugna Izquierda Unida hace caso omiso de la realidad política, económica y fiscal de un país al borde del default: solo así, desde una suerte de justiciera catalepsia, puede uno proponer tales cosas, que son perfectamente irrealizables. Recuerdan la canción de los incas de Les Luthiers: “somos los incas/somos incansables/nuestras riquezas son incalculables/abominamos de incautos e incapaces/ y nuestras canciones son incantables”.
Empezará el peor invierno de nuestras vidas, en el que constataremos que la recesión económica ha llegado para quedarse y transformarse en una política miserable que dimite de sí misma, en una cultura de la desesperación, en una ideología dominante. Si se puede (y debe) luchar contra esto y el enorme acúmulo de sufrimiento personal y social que arrastrará no será desde posturas inmovilistas o un voluntarismo cacareante, desde un resistencialismo que encuentra su trinchera en el pasado, no en el futuro. La izquierda debe encaminarse a tres objetivos: la internacionalización de sus críticas y demandas, la propuesta de auténticas reformas concretas (empezando por el mercado laboral) y la defensa sin prejuicios de su propia identidad frente al proyecto europeo, los desafíos nacionalistas y soberanistas o las tentaciones populistas. Si no es así será devorada aunque obtenga cuatro diputados más en las próximas elecciones generales o autonómicas.