Africa

Fuera de lugar

En sus maravillosas memorias, Fuera de lugar, Edward Said escribió alertando sobre un nuevo chauvinismo africano: “Los peligros del chauvinismo y la xenofobia son reales. Es mejor la opción en que Caliban ve su propia historia como aspecto parcial de la historia de todos los hombres y las mujeres sometidos del mundo y comprende la verdad compleja de su propia situación histórica y social”. En realidad la lúcida reflexión de Said sirve simultáneamente para los pueblos africanos y europeos. Loa africanos que intentan llegar a Europa a través de la emigración clandestina no empiezan a sentirse fuera de lugar en Berlín, en París o en Barcelona, sino en su propio país, donde son casi literalmente invisibles para los poderes públicos. Destruidos o sometidos a mercados controlados desde Europa los cultivos agrícolas, desbaratadas las administraciones públicas que a menudo son instrumentos de explotación de una minoría, privatizadas explotaciones mineras y empresas en manos de compañías multinacionales, los africanos huyen por el hambre y la insalubridad. No por la guerra, sino generalmente por su miseria y la de todos los suyos. Decenas de miles de senagaleses y malienses  intentan huir todos los años y Senegal y Malí son países tranquilos y dotados de instituciones semidemocráticas.  Tal y como recuerda Boubacar Boris Diop la sociedad civil africana también permanece callada ante las masacres de jóvenes somalíes, liberianos o marroquíes frente a las costas europeas. Incluso en sus países las élites políticas e intelectuales no quieren oír hablar de ellos.

Ante las miles de personas ahogadas en el Mediterráneo se escuchan voces redentoras que señalan el dedo acusador hacia los propios europeos. La prosperidad europea no es ajena al caos político africano, a su saqueo infame, a la pobreza creciente de la mayoría, a sus brutales desigualdades de renta. No mienten los acusadores, pero es más que dudoso que las clases medias y trabajadoras de Europa se sientan corresponsables de esta catástrofe indescriptible. No se reconocen como un aspecto parcial de la historia de todos los hombres y mujeres, sino como parte de una colectividad agredida cuya cohesión social está en peligro y  entienden al emigrante como un enemigo: las elecciones y sondeos electorales en todo el continente, desde Finlandia hasta Francia, así lo demuestran. Y sin embargo el aumento de medidas administrativas y medios militares – la fortificación del balneario europeo – no podrán evitar que el Mediterráneo se transforme en una fosa común para miles de jóvenes. Lo seguirán intentando una y otra vez y el mar se teñirá de rojo incesantemente. El éxito de Europa como fortín blindado será el fracaso de Europa como proyecto político. Seremos cada vez más viejos, cada vez más ineficientes, cada vez más solitarios, cada vez menos ciudadanos en democracias que se degradan alimentadas por nuestro propios miedos e impotencias y quizás una mañana, antes de emprender ese trabajo por 400 euros mensuales, descubramos nuestro propio rostro en el espejo de África. El siglo XXI amenaza con dejarnos a todos fuera de lugar.

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África no cabe en la palma de la mano

En un artículo el espléndido escritor senegalés Boubakar Boris Diop señala, con una ironía bastante irritada, que la imagen neocolonial de África continúa repitiendo estereotipos imbéciles que no solo representan una grotesca falsedad, sino también una forma de opresión simbólica. “No sé cómo explicar”, viene a decir, “que la mayoría de los africanos no tratan con elefantes, ni persiguen ni son perseguidos por rinocerontes, ni agitan sus lanzas vibrantes en las verdes praderas”. Por el momento la reivindicación de Boubakar es inútil. Ya lo han visto ustedes en los videoclips del reciente Mundial de Fútbol de Sudáfrica: un niño negro juega al fútbol con un elefante. Es sorprendente que no hayan colado a Tarzán como árbitro, waka-waka, un Tarzán liado con Shakira para aumentar las audiencias. El imaginario neocolonial sobre África parte de una lectura occidental que solo se codifica a través de metáforas apocalípticas (violencia étnica, genocidios, hambre, militarismo ensangrentado, pútrida miseria) y que en la compasión, en la solidaridad emocional, no encuentra un estímulo de compresión, sino la manera más eficaz de impedir la misma. En el fondo, como sentencia Boaventura de Sousa Santos, Europa solo registra en África las realidades que confirman sus nostalgias – intactas en su cinismo o impregnadas de mala conciencia —  del colonialismo.
África es una realidad densa, extensa y compleja. Si alguien comenzara a hablar de la economía, la sociología o la literatura europea como un todo fácilmente sintetizable cualquiera se lo tomaría como una zafia imbecilidad o como una broma intolerable. En cambio se habla de África – cientos de millones de kilómetros cuadrados, miles de años de historia, un océano de lenguas y grupos étnicos, niveles de desarrollo disímiles y hasta contrapuestos, una nebulosa inabarcable de símbolos y mitos, leyendas y creencias religiosas, narradores, poetas y autores teatrales – con un desparpajo que rezuma una ignorancia satisfecha de sí misma. ¿Qué cabría pensar de alguien que, preguntado por literatura europea, citase al gallego Manuel Rivas y al albanés Ismael Kadaré como si fueran vecinos idiomáticos, literarios o espirituales? Pues similar operación se realiza constantemente al hablar y valorar a escritores africanos. Esta liliputización semántica de la cultura africana es otra forma de lacerante malentendido, un síntoma de gandulería intelectual y, muy a menudo, un estilo condescendiente de arrogancia supuestamente empática. Como si África pudiera mostrarse (y entenderse) en la palma de una mano.
Desde hace unos meses ha conseguido una amplia popularidad en el canal youtube una conferencia dictada en Estados Unidos por la joven escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie y titulada Los peligros de una sola historia.  Se trata, desde luego, de una conferencia memorable,  porque prescindiendo de cualquier jerga científica o académica, la escritora conseguía denunciar eficazmente las ignorancias mutuas que destruyen cualquier posibilidad de intercomunicación cultural, convierten en invisibles a pueblos y culturas y pueden llevar a un escritor (a un escritor africano) a carnavalizar su propia identidad. Hace pocas semanas ha llegado a las librerías el último libro de Chimamanda Adichie publicado en español, Algo alrededor de tu cuello, traducido por Aurora Echeverría y editado por Mondadori. Una delicia para los que no conocen aun a la escritora nigeriana, pero una ligera decepción para aquellos que habían leído sus dos primeras novelas: La flor púrpura (Grijalbo) y Medio sol amarillo (Mondadori). Dos novelas que la consagraron casi instantáneamente, sin haber cumplido todavía los treinta años, y que recibieron todas las bendiciones de uno de los grandes escritores nigerianos y africanos, el venerable y lúcido Chinua Achebe.
Algo alrededor de tu cuello es una colección de relatos que, en buena parte, proyectan la nueva actitud de muchos escritores africanos – escriban en lenguas europeas, como lo hace Chimamanda Adichie con el inglés, o en lenguas autóctonas, como lo hace ahora el mencionado Boubakar  — frente a sus realidades políticas, sociales y culturales. Son escritores que reconocen, porque las han vivido y denunciado, las catástrofes africanas, pero que no se resignan a gimotear sobre las ruinas, las angustias y las desgracias cotidianas. Los asuntos de los cuentos de Chimamanda Adichie son comunes a la generación anterior – las fricciones entre la modernidad y la tradición, los sueños anhelantes de la emigración, el impacto en los individuos de los cambios sociales, el papel de fortaleza y debilidad de las mujeres – pero la perspectiva es diferente. La diferencia consiste en descubrir, precisamente, lo que de común tienen las desventuras de sus criaturas de ficción con cualquiera, sin perder de vista jamás sus orígenes. No son tan distintos los días y las noches de un inmigrantes nigeriano en Nueva York que las de un inmigrante turco en Berlín. No se trata, por tanto, de convertir la infelicidad, los conflictos identitarios o las violencias de la Historia en literatura programática, sino en explorar esas situaciones a través de una literatura abierta al mundo y que no se concentra instrumentalmente en la denuncia, sino en la capacidad expresiva de la escritora. Ciertamente los relatos de Algo alrededor de tu cuello  no tienen la potencia narrativa de las novelas de Chimamanda Adichie y desprende un ligero aroma a copos de avena de taller literario de Yale. Pero muestran inmejorablemente el creciente universo ficcional de una de las escritoras anglófonas más inteligentes y talentosas de la actualidad.

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Amadou

Estábamos en una plaza junto a un mar bravío y cubierto de neblina y Amadou me interrumpió y me tomó del brazo y me dijo: “Es así”. Y corrigió mi error en los versos de San Juan de la Cruz con los ojos cerrados frente al mar y el ritmo de su voz era el del poema pero a la vez el suyo. Para llegar a recitar San Juan de la Cruz en la costa de Tenerife la secuencia había empezado mucho antes, cuando era un muchachito, un estudiante de secundaria que bailaba canciones de Benny Moré que también eran versos de amor: “Este amor tan fatal/que atenaza mi mente,/esta fiebre de tí/estas ansias vehementes/este calor de infierno/ que me abrasa la frente/perdonándote todo tu pasado y presente”. Lo recordaba y tarareaba cuarenta años después. Amadou quiso, como otros condiscípulos, entender lo que bailaba y así comenzó a aprender el idioma de Cervantes, de San Juan de la Cruz y de Benny Moré, a los que conocía no como un sabio, y menos aun como un erudito, sino como un amigo.

En una ocasión, en los años ochenta, viajó emocionado a La Gomera y quiso acercarse a Vallehermoso, la cuna de Pedro García Cabrera, “un poeta grande, muy grande”, y al cabo del rato, andando por la carretera, se le acercó un jeep de la Guardia Civil, qué hacía un negro caminando bajo el sol de justicia hacia Vallehermoso, mi sargento, no me diga que no era extraño, era muy sospechoso, y Amodou ofreció gentilmente sus explicaciones, todavía más sorprendentes que su sonriente presencia ahí, porque el negro era doctor en Letras por la Sorbona y profesor de la Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar. “A la mar fue por naranjas/cosa que la mar no tiene./ Metí la mano en el agua:/la esperanza me mantiene”. En el jeep, y hasta llegar al pueblo, Amadou recitó a Pedro  García Cabrera con su tranquilo, oracular, indestructible entusiasmo, y el número pisaba el acelerador para llegar cuanto antes y ahorrarse tal chaparrón de bellezas, y después, en el pueblo, Amadou dialogó en silencio con las calles y las casas, los árboles y el cielo, los rumores del viento y las huertas cuidadas como un beso y regresó caminando mientras se encendía la tarde a sus espaldas.

Ayer murió El Hadji Amadou Ndoye, un hombre sabio y bondadoso que durante más de treinta años enseñó el idioma español en Dakar y divulgó entre sus miles de alumnos la literatura española y la canaria, y únicamente los que no han conocido su obra, su devoción, su generosidad y su sonrisa ignoran hasta qué punto nos ha dejado todavía más solos.

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Juan Tomas Ávila

He respirado con alivio: Juan Tomás Ávila Laurel anunció hace pocas horas que abandonaba la huelga de hambre que mantenía, desde la semana pasada, contra la dictadura de Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial. Conocí personalmente a Juan Tomás Ávila Laurel en el Salón Internacional del Libro Africano que se celebró el pasado septiembre en Puerto de la Cruz. Antes lo había leído: un escritor de cuarenta y pocos años que practica una prosa arborescente en la que se posan negros pájaros de amargura y cacatúas jocosas que te arrastran hasta la risa y, a veces, la carcajada. En novelas como Nadie tiene buena fama en este país, Avión de ricos, ladrón de cerdos o Arde el monte de noche encuentras páginas de estremecido horror o brochazos de un humor absurdo y desquiciante. Aunque viaja con cierta frecuencia Ávila Laurel vive habitualmente en Malabo, y allá, en su humilde casa, es incapaz de callar la boca ante el despotismo feroz, el robo sistemático y la profunda miseria moral que caracterizan al régimen dictatorial de Obiang, una bestezuela repulsiva. Mantiene abierto un blog y ha escrito libros como El derecho de pernada, que desnuda la realidad política guineana con un desparpajo asombroso y desde un burbujeante escepticismo que no le invita al silencio. De manera que lo primero que le pregunté fue muy sencillo:
–¿Cómo es que estás vivo?
–Bueno, no sé. Escribo y digo lo que tengo que escribir y decir. No sé – se encogió de hombros, como si la cosa no fuera con él-. Pregúntale a la policía.
Ávila Laurel no se inviste de ninguna autoridad intelectual ni se considera la cariátide moral de ningún movimiento de protesta. Simplemente toma la palabra como un guineano asqueado por la mascarada grotesca de una dictadura empecinada en destrozar el país y que reclama su derecho a la ciudadanía, a la mayoría de edad política, a una vida digna de ser vivida.
–¿Cómo no vas a contar lo que ves y lo que escuchas cada día? Es una estupidez. ¿Cómo voy a hablar de lo que sucede en otras partes y no contar lo que ocurre en Guinea? Yo no puedo. Lo que puedan hacerme es minúsculo comparado con lo que nos hacen a los guineanos todos los días, desde que sale el sol hasta que se opone.
Juan Tomás ha dejado la huelga de hambre, pero no se estará quieto. Ni callado. En ese hombre de hablar atropellado, espontáneo e hilarante, como en otros muchos millones de todo el continente, y no solo en Angel, en Egipto o en Libia, está una parte incandescente de la esperanza en el futuro de África.

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