Ciudadanos

Cerveza sin alcohol

En una esquina del centro de la ciudad un bullicioso grupito de pibes y pibas  uniformados con camisetas naranja y vaqueros intercambian bromas y hablan del trabajo electoral de los próximos días.  Ah, son de Ciudadanos. El viandante no puede evitar la pregunta: ¿de dónde sale estos ciudadanos (jóvenes) cargados de entusiasmo por un proyecto político que, hasta hace tres meses, parecía confinado a Cataluña? Sin embargo, la pregunta más central y sustancial es otra. ¿Cómo es posible que dicho proyecto registre en las encuestas demoscópicas que se realizan en Canarias apoyos electorales más que apreciables? Hasta cinco diputados en el parlamento regional. Varios concejales en las capitales de la Comunidad autonómica. Los encuestados, obviamente, no tienen ni puñetera idea de la oferta programática de Ciudadanos para las islas, si es que existe guardada en alguna gaveta o colgada como un cristo mudo en una página web. Es un fenómeno parecido al de Podemos, pero todavía más enigmático, porque Podemos tiene una genealogía más o menos clara – que se sitúa germinalmente en el 15-M – y desde un conjunto de convicciones y propuestas convencionalmente izquierdista ha desplegado su estrategia hacia el centro político, para deglutir a Izquierda Unida y desarbolar al PSOE, con el objetivo último de transformarse en la única referencia progresista sólida y ganar las elecciones. Pero, ¿y Ciudadanos?
Cuando en los prolegómenos de la campaña electoral de 1977 le preguntaban al valetudinario José María Gil Robles si conseguiría grupo parlamentario propio el exdirigente de la CEDA respondía impávido que por supuesto. “Piense en todos los farmacéuticos que hay en España y todos los farmacéuticos son democracristianos”. No obtuvo una miserable acta de diputado. Tan verosímil como los augurios de Gil Robles es suponer que cientos de miles de españoles (y canarios) han descubierto que son liberales, no unos falsos liberales como los truhanes del PP, sino buenamente liberales o liberalmente buenos, y todos entienden al profesor Luis Garicano y están a favor de un capitalismo sano y competitivo, una reforma institucional higienizante y un Estado de Bienestar redimensionado. No sé ustedes, pero no me creo ni lo de los boticarios democratacristianos ni lo de los liberales que felizmente se han reconocido como tales y brotan como hongos anaranjados en todas partes. Más bien pienso que la lógica del consumidor televisivo se ha convertido en el eje decisorio del votante español. Y más exactamente está triunfando la ideología posmoderna – un constructo de matriz televisiva – de comprar lo que se quiere sin sufrir las consecuencias: chocolates sin calorías, tabaco sin nicotina, cerveza sin alcohol, liberalismo sin desigualdad o renta básica semiuniversal sin incómodos corolario fiscales. Lo malo, por supuesto, es que los spots televisivos duran treinta segundos mientras los resultados electorales pueden tener efectos perversos durante bastante más de tres años.

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El prisma de la abstención

Como suele ocurrir la abstención no ha merecido una particular atención en los primeros análisis de los resultados de las elecciones autonómicas andaluzas. Pero un 36,06% de los andaluces con derecho a voto decidieron quedarse en sus casas. Más de 2.260.000 personas. Si en la mayoría de los comentarios esta abstención se orilla, por supuesto, es porque ninguna de las fuerzas políticas contendientes queda precisamente embellecida porque cientos de miles de ciudadanos de Andalucía les dieran la espalda. Decidieron no premiar ni castigar a nadie. Ahora la abstención – que apenas ha bajado un 1,6% respecto a 2012 — se escucha menos que nunca porque los nuevos partidos (leáse Podemos y Ciudadanos) ya participan en el juego y reclaman victoriosamente sus resultados con argumentarios que mimetizan los de las fuerzas del establishment. Pero que en esta coyuntura agónica,  en una situación económica y social exasperada, en un territorio estragado por un desempleo espeluznante, una pobreza creciente y una corrupción que atesta los juzgados,  más de dos millones y cuarto de personas decidan no participar en las elecciones, no activar su principal método de participación política, resulta un fracaso en toda regla. Lo es especialmente en el caso de Podemos, cuyo mensaje central llama, precisamente, a la participación política, al empoderamiento de los ciudadanos para participar activa, crítica e indelegablemente en los asuntos públicos. El magnífico resultado de Podemos (quince diputados) se debe sobre todo a la fagocitación del voto de Izquierda Unida ymuy poco a la activación de antiguos abstencionistas, de la misma manera que el éxito de Ciudadanos – Podemos consiguió menos del doble de sus votos después de un año de incandescente protagonismo mediático – se ha alimentado muy mayoritariamente de la caída del PP.
El entusiasmo socialista incluye olvidar que en las elecciones generales el PSOE suele obtener, desde los años noventa, entre siete y ocho puntos porcentuales menos que los que cosecha en Andalucía. La confianza del PP en su capacidad de resistencia en la mayoría de las capitales de provincia consiste en distraerse de que sus gobiernos municipales ofrecen una alta volatilidad (en estas autonómicas el PSOE los ha superado en Sevilla y Podemos en su plaza fuerte de Cádiz) después de más de una década de mayorías absolutas. La dignidad que pregona IU demuestra su incapacidad de entender que Podemos no significa una fortalecimiento de la izquierda y el germen de una unidad popular, sino el competidor que los desintegra. La abstención demuestra los límites de la transformación del mapa político andaluz y español, que son los límites (también) del sistema democrático representativo. Y quien no le entienda está incapacitado para hacer política, no se diga para llegar al poder y gestionarlo democráticamente.

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Un relato roto

Atragantados por las incesantes encuestas electorales, cada vez es más frecuente escuchar, casi como una súplica, que los sondeos metroscópicos no sirven absolutamente para nada. Es una bobada, por supuesto. Nadie se gasta los cuartos para abonar inutilidades cochambrosas. No hay que confundir una encuesta electoral rigurosa y técnicamente solvente con los sucedáneos que partidos y dirigentes emplean como menesterosos instrumentos propagandísticos. Un penúltimo ejemplo de estas patéticas seudoencuestas es el ligero eructo del CCN según la cual Ignacio González Santiago decidirá quien será el próximo alcalde de Santa Cruz de Tenerife, y puestos a elegir, seguro que optará por él mismo. Todas estas bromas, sin embargo, no deben distraer de los cambios que se perfilan en los sucesivos sondeos, según los cuales se avanza (o retrocede) desde un bipartidismo imperfecto a tetrapartidismo inestable, con Podemos y Ciudadanos disputándose la centralidad de la izquierda y la derecha respectivamente mientras el PP y el PSOE apenas se sobreviven a sí mismos. De confirmarse este nuevo mapa político las consecuencias obligarían, desde luego, a coaliciones parlamentarias capaces de sostener un Gobierno estable, pero habría otras, entre las cuales no sería la menor la pérdida de peso en ecosistema político español de los nacionalismos y sus marcas electorales: CiU, el PNV y Coalición Canaria.
Durante décadas, cuando los dos grandes partidos no alcanzaban la mayoría absoluta, los votos de los nacionalismos catalán, vasco y canario eran un precioso tesoro. Lo fue para los últimos gobiernos de Felipe González y en el primer mandado – y relativamente en el segundo – de José María Aznar. José Luís Rodríguez Zapatero prefirió no cerrar acuerdos de legislatura con fuerzas nacionalistas, pero debería contar con ellas en la praxis legislativa cotidiana. Para Coalición Canaria el nuevo escenario político-electoral que se avizora resulta particularmente dramático. Para CC el grupo (o semigrupo) parlamentario en las Cortes fue siempre su principal instrumento político. En realidad ha sido la seña distintiva de su relato : solo controlando el Gobierno autonómico y al mismo tiempo contando con una relevante presencia en el Congreso de los Diputados y el Senado era posible conseguir normativa legal y, sobre todo, recursos presupuestarios con los que converger económica y socialmente (infraestructuras, empleo, políticas asistenciales) con la media española y europea. En los últimos años la representación coalicionera en las Cortes se redujo al mínimo, pero siempre se podría pensar (y proclamar) que se trataba de una desdichada coyuntura superable en el futuro. El problema para CC – como para el PNV o CiU – es que a partir del próximo año podría ser tan irrelevante contar con un diputado como disponer de cuatro. El relato puede quedar roto durante un amplísimo periodo de tiempo y la legitimación estratégica del nacionalismo canario como gestor político hundirse – sigan o no al frente del Gobierno canario– en una vertiginosa insignificancia.

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Un respetito al delincuente confeso

La tarde de ayer fue muy curiosa. De la misma forma que todo el mundo recuerda o pretende recordar dónde estaba el 23 de febrero de 1981 o el 11 de septiembre de 2001 sería justo y necesario que, en el futuro, pudiéramos precisar nuestra anecdótica ubicación durante la comparecencia de Jordi Pujol en el Parlamento de Cataluña. Un acontecimiento excepcional. Un dirigente político que había gobernado un país rico y culto durante cerca de un cuarto de siglo, fundador de su principal partido y símbolo del nacionalismo catalán,  había confesado recientemente un delito. Una fortuna de millones de euros oculta en un banco andorrano y que no había regularizado fiscalmente porque no había encontrado jamás tiempo para hacerlo. La mayor parte de sus hijos y su esposa estaban sometidos a investigación policial – cuyos primeros informes apuntaban a indicios vinculados a sobornos, mefíticos entramados empresariales, cuentas en paraísos fiscales, inversiones multimillonarias – y ya se habían celebrado los primeros interrogatorios en sede judicial. El Parlamento quería saber la verdad de Pujol. Pero en realidad ofreció la suya.
Para empezar el delincuente confeso recibió un trato reglamentario exquisito. Nada de obligarle a contestar individualmente a las preguntas que se le formulasen. El delincuente confeso contestaría a las preguntas en bloque en un turno de media hora y sin posibilidad de réplica. Exactamente igual a cómo se celebraron tantas de las sesiones parlamentarias en las que el delincuente confesó se aburrió desdeñosamente durante su largo reinado. Tanta indignidad fue digna de verse. El portavoz de su partido practicó un dadaísmo baboso que parecía remitirse a un cataclismo volcánico en una lejana era geológica. La portavoz del socio parlamentario – tan republicana, tan de izquierdas – declaró sentirse desolada mientras su jefe de filas se ausentaba cobardemente de la Cámara. Al portavoz socialista la situación se le antojó “incomprensible”, pero no preguntó nada, por si acaso la comprendía. El portavoz de CUP, un perfecto idiota político, encontró la explicación del comportamiento del presidente en su condición de traidorzuelo burgués al servicio de los intereses españolistas sin encontrar necesidad de entrar en mayores detalles. Cuando los únicos diputados que censuraron su conducta y le exigieron información hablaron (PP, Ciudadanos e IC) el octagenario caudillo descompuso el gesto. Y en su contestación sin respuestas el delincuente confeso les espetó una bronca. Los descalificó brutalmente. Les mostró su ira y su desprecio. Como en los viejos tiempos. Como si nada hubiera cambiado.
Pero algo sí ha cambiado. Ayer, en Cataluña, a la democracia parlamentaria se le meó larga y cálidamente en la cara.  Y no fue Pujol, sino la inmensa mayoría de los diputados los que orinaron con entusiasmo melancólico. Pujol se limitó a cagarse en ellos. Que tomen nota los que ya vislumbran el paraíso democrático y social tras la independencia.

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