estilo

Un escritor en defensa propia

Empezaré con una cita. A Ezequiel le encantaban las citas, y en la relación que mantuvimos, que nunca fue una relación de amistad, sino un estado de irritación y expectativas frustradas que solo rescataba la literatura, en esa relación confusa y atrabilaria, a lo único que conseguimos jugar es a las citas. La literatura como casa de citas. Ezequiel defendía las citas como dispositivos de estímulo y de cohesión literaria. Para evitar la pedantería se debía citar con pertinencia, pero se debía citar también como acto de agradecimiento, decía Ezequiel, y tenía razón. La cita a la que me quiero referir es del Doctor Johnson, uno de los hombres más citados, precisamente, en la historia de la literatura occidental. En su libro Vida de poetas, y al hablar de los poemas de George Granville, Johnson dice que son “fruslerías escritas por el ocio y publicadas por la vanidad”.  El programa literario de Ezequiel Pérez Plasencia fue, exactamente, todo lo contrario. Para él la literatura no era un engendro del ocio, sino una luz de belleza que se confundía con la vida y la iluminaba moralmente, y por tanto, había que corresponderla con el máximo nivel de exigencia y una entrega incondicional. Y la publicación de lo escrito consistía, apenas, en el último acto de entrega a esa pasión una vez consumada. Publicar era fijar para los demás el combate pasional con las palabras y con su propia memoria, y no únicamente un acto de vanidad, y por eso Ezequiel sufrió tan intensamente, tan furibundamente, cuando se le editó mal. La traición del editor lo llevaba a traicionar su texto. Traicionar sus palabras. Suyas y solo suyas. ¿Cómo tolerar al traidorzuelo incompetente que te convertía en traidor a tí mismo?
Creo que esa actitud ligeramente sacerdotal de Ezquiel, el estricto cenobita  de esa casa de citas que era la literatura y era su literatura, la que más desconfianza sembraba entre nosotros. Por usar otra cita, Ezequiel no hubiera admitido, quizás no hubiera comprendido, esa afirmación de Byron en una de sus estupendas cartas: “Escribir es una costumbre, como la coquetería en una mujer”. Se le hubiera antoja una broma intrascendente, una pequeña frivolidad de un poeta cuya máxima creación fue él mismo, y nada más. Para Ezquiel Pérez Plasencia la literatura, el acto de escribir, era una vía de autoconocimiento, una defensa ante las ofensas de la vida, dicho pavesianamente, y un compromiso moral que se resolvía en una expresión que buscaba la belleza de lo exacto, de lo preciso, de lo inevitable, de lo imaginado desde el infierno para comprenderlo mejor, denunciarlo y no quedar reducido a cenizas insignificantes. La mayor parte de sus maestros son escritores de raigambre moral: Camus, Pavese, Clarice Lispector, Chéjov, Onetti, Thomas Bernhard, ese talentoso llorón que estuvo a punto de destruirlo, y se lo dije, y se cabreó mucho cuando le aseguré que el único escritor al que Thomas Bernhard no condenaba al suicidio era a Thomas Bernhard. En definitiva, se podía jugar, como jugaba maravillosa y admirablemente Cortázar, al que Ezequiel adoraba, queríamos y queremos tanto a Cortázar, pero siempre que se volviese al redil después del recreo, o si lo prefieren ustedes, siempre que el jugador fuera una persona política y moralmente decente. No quiero decir con esto que Ezequiel sufriera el más ligero sectarismo ideológico en sus preferencias literarias: es una de las poquísimas personas con la que, en esta isla, he podido hablar apasionadamente de Louis-Ferdinand Cèline, brutal, antisemita y filofascista y uno de los grandes escritores del siglo XX para Ezequiel y para mí y para cualquier lector que no sea un animal prejuicioso. Políticamente sí usaba y a veces abusaba del sectarismo: era comunista, con toda la quebrantada grandeza moral, la intransigencia inquisitorial, las perplejidades y decepciones de un comunista español trasquilado por lo que se llamó transición democrática. Es significativo  lo que a Ezequiel le interesaba de Cèline: su exploración, cargada de lucidez y desprecio y asco, de la vorágine del alma humana, y por eso encabezó con una cita del excepcional escritor francés su libro La ilusión de los vencidos: “Es más difícil renunciar al amor que a la vida”.  Quizás lo que quiero decir es que Ezequiel se tomaba la literatura mortalmente en serio, un asunto de vida o muerte sobre el haz o el envés de las palabras, y a mí esas apuestas, cuando están cargadas de dolor y conmiseración, me ponen ligeramente nervioso. Yo no soy demasiado pavesiano. Yo creo que, en algunas ocasiones, en algunos periodos y autores, la literatura se ha dedicado con demasiada saña a ofender a la vida, si así puede decirse, que diría Bernhard.
Un escritor que lo ha tenido todo en contra para su propia formación, para construir su propia identidad, como lo fue Ezequiel Pérez Plasencia, y para el cual la literatura es una forma de estar en el mundo, identificar sus trampas y añagazas y blindar a sangre y fuego su dolor es, casi necesariamente, un escritor antirretórico. Ezequiel abominaba, con un desprecio militante, de la prosa churrigueresca que se suele presentar y a veces aplaudir como prodigiosa orfebrería barroca en el periodismo y en la literatura de España. En un decálogo delicioso (y discutible) para escribir correctamente Ezequiel citaba a Horacio Quiroga a propósito del estilo. El estilo, como las uñas, es más conveniente tenerlo limpio que brillante. Los sustantivos son tan importantes como los adjetivos, porque no hay tropel de adjetivos que resuciten una frase convertida en un cadáver. Los poetas le enseñaron que la palabra es lo único que oculta lo que la palabra dice. La exactitud, el laconismo, la brevedad son el mandato y la praxis de la prosa de Ezequiel, una prosa que, en sus mejores momentos, es un mecanismo perfecto, íntimamente armonioso, irreprochable en su espléndida y aseada humildad. Es la mejor prosa escrita en Canarias en las últimas décadas y no le fue fácil conseguirla: se sometió a un proceso de febril despojamiento que empezó en sus primeros borradores y que en El teléfono, su primer libro de cuentos, era ya una elección deliberada. La prosa de Ezequiel deviene, por supuesto, otra construcción retórica, que debe su maduración al aprendizaje al calor de los maestros, y también a la sabia frecuentación de los poetas que amaba, desde Leopardi a Manuel Padorno, pero tal vez se ha olvidado el extraordinario oído de Ezequiel Pérez Plasencia a las voces de la calle, a las voces de su barrio, a los hallazgos de la literatura oral de una pequeña comunidad entre la barriada obrera y la marginalidad social. Ya saben  ustedes que el título de Los caminadelado es la sugerencia de El Farola, “un parado, un pibe ya no tan pibe de mi barrio”, como explicaba Ezequiel mismo. “Estos políticos caminan de lado, parecen que van enfilados a lo que prometen, pero siempre se tuercen para defender lo suyo, no lo nuestro”, dice Ezequiel que le dijo El Farola. Cuando en sus cuentos o artículos afloran las voces del barrio están perfectamente inscritas en el discurso y su naturalidad expresiva se incorpora con pasmosa eficacia al relato o al apunte reflexivo: esa sensibilidad lingüística, esa astucia retórica, que como siempre parece lo más fácil del mundo, es algo que he visto en poquísimos escritores canarios.  Demasiado a menudo los narradores canarios tienen una relación con la lengua parecida a la de un inquilino con su casero. Él no: el era el soberano dueño de su casa en el idioma. Una de las últimas veces que hablé con Ezequiel, antes de su marcha a Cartagena, quedamos en la plaza de El Príncipe y nos sentamos a tomar un café. Hablábamos de su último libro, y de los libros de todo el mundo, y sancochamos la pútrida realidad política y social isleña en sarcasmos interminables, y de repente Ezequiel me tomó del brazo y me dijo en voz baja: “Escucha lo que le dice la viejita de al lado al niño”. Y nos pusimos a escuchar los dos en silencio, atentamente, la conversación de la señora, que le explicaba a su nieto, debía ser su nieto, quien había sido su abuelo y por qué vivían en Los Gladiolos. Un relato perfecto, medido, esmaltado de expresiones habituales pero que parecían tan nuevas y tan recientes como la lluvia. Ahora, cuando pienso en Ezequiel, nos recuerdo a los dos esa mañana tibia de Santa Cruz, callados en la plaza de El Príncipe, escuchando a una anciana que, en ese momento, era el propio idioma en acción, con toda su belleza casual, indestructible, intacta.
Que uno de los mejores escritores canarios trabajase como corrector en los periódicos tinerfeños, despiojando los disparates y estupideces de un periodismo de baja intensidad y sospechosa ignorancia, es una de las paradojas más asombrosas de la vida de Ezequiel Pérez Plasencia, y un espectáculo que pocos olvidaremos. Si la vida tuviera algún sentido hubiera sido al revés, pero la vida no tiene sentido, y probablemente el periodismo tampoco. El orden del día fue el descarnado ajuste de cuentas de Ezequiel contra el periodismo,  y no le voy a quitar  razón por dos razones: porque es una novela espléndida, lo mejor que nos dejó a todos, y porque el periodismo se merece esta descarga ácida, para bien y para mal. Pero intuyo, con todo, que Ezequiel Pérez Plasencia, con El orden del día, había cerrado una etapa de su narrativa. La etapa en la que un héroe romántico (a pesar de todo) era la víctima propiciatoria de la avasalladora estupidez de un mundo intolerable y venenoso y poblado de personajes mezquinos, idiotas, encanallados, polichinescos.  Una explosiva y dolorida indignación fue el combustible moral de la literatura de Ezequiel pero, al mismo tiempo, esa indignación, ese afán vindicativo por resarcirse de la vida y sus injusticias en la imaginación de las palabras, suponía el peligro de un lastre para su evolución como escritor. En sus últimos años, felizmente instalado en Cartagena, había ganado la paz, la serenidad, el disfrute de los primores de lo vulgar, el comienzo de una auroral sabiduría que fusionaba todas sus dolorosas contradicciones: solitario y solidario, hosco y parlanchín, desconfiado y generoso, leal y resentido, melancólico y entusiasta, curioso y desdeñoso, soberbio y humilde, colérico e indulgente. Ezequiel Pérez Plasencia estaba entre lo mejor que le esperaba a la literatura canaria a principios de este siglo. Ahora nos corresponde también a nosotros, y ya no solo a él, multiplicar sus lectores para que sus libros sigan asombrándonos, conmoviéndonos, irritándonos. Para demostrar que es la vida, y no la muerte y sus incontables aliados, quien tiene la última palabra.

(*) Intervención en el acto de homenaje “Malditos y benditos. El tránsito existencial y literario de Ezequiel Pérez Plasencia”, organizado por la Fundación Pedro García Cabrera y el Ateneo de La Laguna el viernes 20 de mayo.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Me pagan por esto 1 comentario

La bendita maldición de escribir

Publicado el por Alfonso González Jerez en Intervenciones públicas ¿Qué opinas?