fascismo

Para siempre en los versos

Si quieren saberlo todavía me dura el frío. Aunque ya no siento ni padezco sí que conservo la memoria. Un muerto tiene memoria: la que deja en el alma de los vivos. El frío del agua al caer en el mar entre risas e insultos. El agua salada y fría entrando en los pulmones mientras pataleas. El frío de ahogarse, de que te maten y de saber que te van a matar, de que te están matando con miedo y con ganas, de que te han matado ya para siempre. Y la quietud luego. En el fondo esquelético de la rada la quietud llega siempre. A veces, entre las sombras oscuras y deshabitadas, cae lentamente algo, otra sombra, una leve vibración en el légamo oscuro, una perturbación fugaz, alguna fula que huye con un quiebro, y luego nada, nada durante años, durante lustros, y allá arriba los asesinos siguen su vida y los vencedores sus negocios, reciben sus ascensos y sus medallas, cierran acuerdos en el casino o en una mesa de Los Paragüitas, viajan a Madrid o a Londres, marchan los soldados en un orden perfecto bajo el inocente sol de todos los veranos, se tortura y se veja a cientos de personas y otros cientos son fusilados, toda la isla, en realidad, está bajo el agua, un agua rojiza de sangre y de pavor, hombres, mujeres y niños ahogados en el terror, en el hambre, en el espanto diario, en la humillación forzosa, en la desesperanza más cruel, porque sé perfectamente que no he estado solo durante todo este tiempo, un tiempo cuya duración ignoro pero en el que hemos naufragado como individuos y como pueblo, y ese instante en que todo pareció arrebatadoramente posible, una vida digna en un país libre, cabe ahora en una gota de agua sanguinolenta que salta en los paredones, serpentea por el suelo y se deshace aquí, en la rada, como se han deshecho mis huesos, aunque no mi memoria ni mis versos, lejos de la indiscreta mirada de los tontos, creciendo como la hierba en el camino pisoteado por el desfile de casi medio siglo de obispos, concejales, militares y curas, un espectáculo desconocido mi pudridera, salvo por el guerrero por supuesto, ese heroico genocida que es Él y no otro, en pie sobre las alas desplegadas de un ángel vigila la rada, custodia después de tantas noches miserables el fantasma de la prisión flotante y los aullidos de pavor que desgarraban la madrugada, el fondo donde quedé tendido con los ojos abiertos, allí está, vigilante y tranquilo, un símbolo de una dictadura ignominiosa, una vomitiva demostración de la estúpida insensibilidad y la arrogante ignorancia de los que mandan, exactamente lo que me ha llevado ceder mi voz en este torpe artificio verbal a un periodista del tres al cuarto, un  favor que le hago al pibe, porque lo noto inflamado de desprecio, el desprecio que siente por una ciudad, la ciudad de la que salió el golpista para arrasar todo un país, una ciudad que tolera cuarenta años después de la muerte de Franco, cuarenta años, cuarenta años, un puto adefesio de propaganda fascista, pues no han encontrado cinco minutos, cinco horas, cinco plenos para dedicarle una calle a Domingo López Torres, soy yo, al que mataron arrojando al mar con varios compañeros como masacraron a tantos otros en una planificada orgía de crímenes y abusos, con abyecta impunidad, aplaudiéndose a sí mismos y decretando un silencio indestructible, soy yo el poeta asesinado, para siempre en la rada, para siempre en la memoria, para siempre en los versos, Domingo López Torres.

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Dejar las viejas trincheras

Un amigo, extrañado, me llama para preguntarme como no escribí nada sobre el aniversario – unos redondos ochenta años – del golpe de Estado y el estallido de la Guerra Civil y le contesté que la culpa la tenía el buen tiempo. No, no es que el calor te devuelva a la feliz condición de ágrafo. Sucede que en las vísperas, durante unos segundos, recordé el aniversario inminente mientras veía a mis hijas jugar en la playa e inevitablemente lo pensé. Pensé que esa guerra, definitivamente, ya no era su guerra. Que todavía pudo serlo minúsculamente la mía, porque la sufrieron – en mi caso la perdieron – mis abuelos y bisabuelos pero, de ellas, bajo el feliz sol del verano y riendo mientras chapoteaban,  para siempre y jamás no. Que urge dejar viejas trincheras imaginarias y ocupar las nuevas. Seguir viviendo una guerra como propia ochenta años después – por mucho o poco que se haya perdido en ella – es una imbecilidad intelectual y moral.  Es apenas una maloliente nostalgia por el horror del exterminio o una excusa ideológica para practicar el resentimiento. No es nada más.

Y, sin embargo, desde hace algunos años, el golpe militar y la Guerra Civil son festejados todos los julios por algunas izquierdas que no se resignan a prescindir del antifranquismo como una de sus señas de identidad. Es extremadamente curioso. Han transcurrido cuarenta años desde la muerte de Franco – más tiempo que el duró su dictadura – y todavía algunos ciudadanos de izquierdas y organizaciones políticas siguen actuando como activistas antifranquistas, vale decir, como cazafantasmas fascistoides. Para justificar esta carnavalada estas buenas gentes hablan y no paran de franquismo sociológico, de metamorfosis de la dictadura en una democracia vigilada, de la pervivencia de una oligarquía financiera y empresarial y otros sintagmas que funcionan únicamente como eslóganes porque no resisten una comprobación empírica. Y al mismo tiempo, por supuesto, agitan la nostalgia por una II República y glosan fotos de milicianos comunistas o anarquistas, a los que describen como “luchadores por la democracia”. En absoluto luchaban por la democracia republicana. Luchaban por la revolución socialista o anarquista y el régimen republicano se les antojaba un medio, no un fin, hacia una rápida e implacable transformación social.  En la España de julio de 1936 los defensores de una república moderna y reformista basada en una democracia parlamentaria se reducían a una minoría casi insignificante. Optar ahora mismo por la república exigiría una revisión crítica de la república que presidieron  Niceto Alcalá Zamora y Manuel Azaña.

No estaría más que alguien estudiara este tan zoquete revival del guerracivilismo que perturba las entendederas de muchos miles de ciudadanos españoles.

Sacudí la cabeza. Las niñas me llamaron, riendo y saltando, y me lancé al mar, el hogar líquido de todos los recuerdos, de todos los olvidos.

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Correcciones

El pasado domingo publiqué aquí un artículo en el que citaba a un egregio anarcocapitalista carpetovetónico, Jorge Valín, socio del Instituto Juan de Mariana y colaborador de varios medios de comunicación de nuestro patrio seudoliberalismo ultraderechista, entre otros, Libertad Digital. Pues bien, el mismo domingo, a la hora de la merienda, el señor Valín ya había publicado una réplica en su blog: desenfundan rápido, estos anarcocapitalistas. Pero digo mal: no se trata de una réplica, sino, como el propio Valín puntualiza, de un conjunto de correcciones. Curiosos liberales estos, que no replican para argumentar sus diferencias, sino que te corrigen con menos misericordia informativa que desdén profiláctico.
Citaba al señor Valín por lo que se me antojaba una disparatada apología de las últimas decisiones de la directiva de Telefónica, insertada en un argumentarlo que, en realidad, prescindía de cualquier análisis económico realista para fundirse en estridentes obsesiones ideológicas, que es con lo que más disfruta. Valín insistía en justificar las prejubilaciones y despidos de Telefónica (al parecer no le preocupan los costes para el Estado, es decir, para el contribuyente) y defendía los nuevos privilegios económicos de los directivos, porque lo están haciendo bien y es solo asunto de los accionistas y nada más. Bueno, los accionistas de Telefónica son los únicos a los que no se informa del sueldo y prebendas del presidente de su Consejo de Administración entre las compañías españolas que cotizan en bolsa pero, lo que es más importante, desde un punto de vista estratégico los directivos no están haciendo bien su trabajo y se han limitado a clonar su vetusto modelo de negocio tradicional en Latinoamérica. Y precisamente porque lo están haciendo mal, y saben que la compañía lo pagará a medio plazo, especialmente en España, se llenan preventivamente las faltriqueras y, en un rato de creatividad empresarial, disminuyen costes, es decir, despiden empleados, con la red del Estado para soportar parte de la factura.
Nada de esto parece interesarle al señor Valín, que aprovecha la noticia para impartir su doctrina: hasta que no se arrase con los servicios públicos y se supriman todas las prestaciones y subvenciones este país no remontará el vuelo hacia la prosperidad y la libertad. Con un corolario final, definitivo y definitorio: “La democracia no funciona, es un mal innecesario y una falsedad”. Lo más asombroso de esta gente es que cuando alguien les llama fascistas, se indignan y todo.

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