Historia

John Elliot

A mucha gente – a muchos españoles – los hispanistas se les antojan raros especímenes amatorios. Enamorarse de la historia de otro país es como haber querido a otra santa madre. Descastados. ¿Cuántos grandes especialistas de la historiografía o las letras inglesas ha parido España?  Muy pocos. Se supone que esta desequilibrada circunstancia es efecto y prueba concluyente de la excepcionalidad española. Servidor tiende a creer lo contrario: son los hispanistas los que erigen la excepcionalidad. Los peores hispanistas son los que más insisten en el carácter excepcional del desarrollo histórico español y del mismo derivan necesariamente un fracaso monumental, irresistible como argumento narrativo, pura emotividad literaturizada.  En los últimos años han salido a la luz nuevos ejemplos de esta memez como, por ejemplo, ese libro testarudamente idiota de Josep Colomer, España: la historia de una frustración.  Por supuesto, en el fondo de esta frustración, para el puigdemotnista Colomer, está Cataluña, siempre maltratada, siempre mártir, no como Irlanda, desde la que Jonathan Swift propuso modestamente, como solución al hambre que arrasaba el país, la entrega de los niños católicos como alimento de los terratenientes ingleses: “Concedo que este alimento será un poco caro, así que convendrá muy bien a la clase de terratenientes, ya que, habiendo devorado a la mayor parte de los padres parecen tener ahora más derechos sobre los hijos”.

El mayor mito de la historiografía española y de los relatos políticos de voluntad hegemónica es, precisamente, ese excepcionalismo amado por reaccionarios y revolucionarios, por los hijos de la madre adorada o de la madrasta castradora, por apologetas de una sustancia española intemporal y por los que defienden que España es una fantasmagoría dotada de cierto aparato administrativo que apenas ha existido ni podrá ya existir. Sin la menor intención iconoclasta el profesor John Elliot, que acaba de morir a los 91 años como el hispanista más admirado  incluso entre sus compañeros, desarticuló la pantomima sostenida por unos y otros  y levantando velos mugrientos dejó expuesto a la luz el rostro del pasado. Lo que fue en su heroica y pútrida grandeza y cómo funcionó realmente eso que se ha llamado, con demasiadas prisas, el Imperio Español. El intento y el fracaso de escapar  del callejón sin salida por parte del conde-duque de Olivares. Las relaciones íntimas, complejas y conflictivas del proceso histórico español con el continente europeo: juego de espejos, gestión de oportunidades, ideologías contrapuestas y compartidas.

Elliot fue un historiador excepcional. Creó su propia metodología, abrió nuevos marcos interpretativos, formó a generaciones de espléndidos profesionales en universidades inglesas y estadounidenses,  se las arregló para buscar fondos financieros para la investigación sobre España, la América española y Cataluña. Sin duda era, como tantos hombres brillantes y prestigiosos, un fisco demasiado consciente de su valía. El admirable Henry Kamen lo decía con mucha gracia: “No me trato con Elliot.  Hay un problema. A Elliot le dicen muy a menudo que es el mejor historiador de todos los tiempos. Se lo dicen, de veras. Yo no se lo he dicho nunca y este accidente ha entorpecido de manera definitiva nuestra relación”. Amablemente estirado, distantemente cortés, sencillamente olímpico, esa superioridad de Elliot jugó finalmente a su favor en una cosa: jamás ejerció colaboracionismo ni servilismo alguno con los gobiernos españoles, como hicieron tantos hispanistas durante y después del franquismo. Elliot admitía toda lisonja profesional pero no lisonjeaba a nadie, y menos que nadie, a los políticos profesionales. Por eso, en un tono de helada educación, pudo permitirse descalificar ese simposio montado por el maestro Josep Fontana bajo el título España contra Cataluña. “Están equivocados”, dijo. Algunos mendrugos le pidieron que argumentase su rechazo. Les hubiera bastado con leer las obras completas del eximio historiador que acaba de morir.

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Aceleración

Muy a finales de los años sesenta un grupo de marxistas – latinoamericanos, aunque debidamente sobornizados – acuñó la expresión “aceleración histórica” para aludir a los cambios políticos que se sucedían velozmente en el continente: desde la revolución cubana hasta el inminente triunfo de la Unión Popular chilena en un continente el que hervían conflictos, esperanzas, luchas e indignaciones. Después pasó lo que pasó: la habitual lección de la historia burlándose de la retórica. Pero como metáfora la aceleración histórica quizás no sea un instrumento inútil. Hay años en los que la Historia permanece tumbada en el sofá devorando pipas como si no hubiera mañana y años en los que se pone los tenis y se lanza a correr por las calles para estupefacción, confusión o terror de los viandantes.
El establishment siempre tiende a creer que, en esos casos, lo mejor es volver al sofá y seguir por la televisión la mejoría ineluctable de las cosas. Por el contrario están los que piensan que los que han levantado a la Historia de su postración han sido ellos porque la Historia no es otra cosa que ellos mismos cuando se han decidido pasar a la acción y que el miedo cambie de bando: una de las expresiones de mayor hediondez moral que puedan elegirse, porque no se inspira en un sentido de justicia, sino que supura un resentimiento nauseabundo. Al lado del sofá están aquellos que, en en un plazo de tiempo relampagueante, están metamorfoseando un modelo social –y al cabo político – que solo obedece a la autorreproducción indefinida de las élites de poder aniquilando derechos, promoviendo activamente la desigualdad y la transferencia de rentas, eludiendo cualquier auténtica reforma de modernización del país, incluso desde un punto de vista genuinamente liberal. Los que se consideran la misma Historia en movimiento, en cambio, confunden y esparcen la confusión entre sus píos deseos y los limites de la realidad, lo que no quiere decir que sus deseos sean necesariamente compartibles y la realidad no reclame urgentes reformas en un país cuyo entramado institucional cruje y se gana a pulso diariamente una creciente deslegitimación social. Jamás se ha visto un bloque de poder tan estúpida y sórdidamente egoísta y unas izquierdas tan engatusadas en asaltar un cielo que no existe. En estas circunstancias – en este metafórico acelerón – los que expresan dudas, reservas, matizaciones o críticas son unos aguafiestas y habrá que resignarse –como siempre – a ser coceados con entusiasmo o desprecio  por unos y por otros. Hace tiempo ya dejó escrito Walter Benjamin que el ángel de la Historia avanzaba de espaldas y aterrorizado e impotente por lo que va dejando atrás.

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