izquierda

Nervios

Si hay una cosa que me pone realmente nervioso, lo admito, no es la evolución de la prima de riesgo, ni los oscuros precipicios de la bolsa, ni la penúltima idiotez o canallada del Gobierno, ni siquiera el desempleo galopante y las nuevas formas de explotación laboral. Todas esas situaciones generan cabreo, malestar, agitación, pero no la desazón que siente uno al contemplar la reacción de las izquierdas frente a todo este desastre demoledor, este cambio de paradigma político y social que avanza pisoteando triunfalmente principios democráticos y derechos ciudadanos. Para empezar, el centroizquierda que representa (¿representa aun?) el PSOE. El PSOE que gobernaba apenas hace medio año y que en la actualidad ya no es ni el eco de un eco de un partido, no digamos ya de una alternativa de poder. Deben haberse creído realmente que vivimos en una situación política normal y que les bastaba con esperar el desgaste de Rajoy para crecer y burbujear en las encuestas. Ni se olieron una crisis del bipartidismo cada vez más amplia y evidente, ni sospecharon que han perdido todo depósito de credibilidad, porque el votante socialista está convencido (y no le faltan razones) que Pérez Rubalcaba haría exactamente lo mismo que está haciendo Rajoy, aunque con una prosa más ordenada. A ver si se enteran: no son ustedes creíbles. Y colocando al frente del partido a un caballero que lleva treinta años incrustado en el coche oficial, acompañado por una turbamulta de mediocres y pelafustanes por alfabetizar, cuyo mejor exponente es una grotesca charlatana como Elena Valenciano, peor aun.

Los lajas, cuando hablan de un buen pibe del barrio, suelen decir que es un pibe verdadero. ¿Y la izquierda verdadera? Bueno, pues engolosinada en sus chucherías de siempre, desde el conspiracionismo universal hasta las automáticas soluciones redentoras, pasando por ese milenarismo progresista que lleva siempre implícito, como coartada sadomasoquista, que cuanto peor mejor: las contradicciones del capitalismo se agudizan y de su crisis saldrá una nueva sociedad de hombres y mujeres iguales, libres y etcétera. Son los que cotorrean incesantemente que, aflorando solo un 10% de la economía sumergida, se acabó la crisis fiscal del Estado, los que piden rodear el Congreso de los Diputados y proclamar la República y el impago de la deuda, los que construyen y expanden viralmente un miserable collage, expresión de una impotencia intelectual formidable, con los rostros y las firmas caóticamente entremezclados de Navarro Vicens, Noam Chomsky, Paul Krugman, Alberto Garzón, un exdirectivo del FMI,  el alcalde de Marinaleda y (agregado de la versión local) un miembro de la Plataforma contra el puerto de Granadilla.  No, no creo que la derecha en el poder, ni el Banco Central Europeo ni el capitalismo financiero globalizado tengan nada que temer.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Una carta para ayer y hoy

Un empresario inglés, en una carta remitida a un amigo en el invierno de 1870, le contaba malhumoradamente que temía, “porque todavía solo tengo indicios, y no pruebas” que dos de sus empleados eran socialistas y habían entrado en un sindicato. “Lo que me faltaba”, añadía, “era que entrara la locura criminal de los socialistas en mi propia casa”. Después de referirse a algunos problemas logísticos de abastecimiento en sus talleres, el empresario, cabreado, volvía al tema de los obreros socialistas. “No sé si has visto sus periodicuchos y sus panfletos (…) Estos chiflados quieren que se les multiplique sus salarios por cuatro o cinco, que solo trabajen nueve horas diarias, que tengan diez minutos para desayunar, que en el turno de noche no se admita a menores de catorce años (…) Ya sabes lo que pasaría si se salieran con la suya: que tendría que cerrar la empresa (…) Lo mismo te ocurriría a ti, y a todos (…) El socialismo será la ruina de Inglaterra…”

Bueno, Inglaterra no se hizo socialista, pero cuando, con cierto retraso frente a Alemania, comenzó a construir un Estado de Bienestar, tampoco se arruinó. Antes llegó el sufragio universal, la reducción de la jornada laboral, la institución de un salario mínimo y la prohibición del trabajo infantil. La economía británica siguió creciendo y prosperando. La epístola citada más arriba es solo un ejemplo entre miles que podrían mostrarse. En realidad desde mediados del siglo XIX se desarrolló toda una literatura panfletaria cuya principal objeto era demostrar que el socialismo era no solo una abominación moral, sino un disparate económico, un suicidio empresarial, una doctrina de lesa patria fruto de una conspiración internacional. La domesticación del capitalismo liberal (es una obviedad que produce vergüenza repetir) no fue el fruto de la feliz y libérrima evolución del sistema económico, sino de la presión y de la acción políticas de partidos de masas dotados de un programa socialista y de una alta organización. En Alemania y Escandinavia los partidos socialistas y socialdemócratas, a principios del siglo XX, glutinaban entre el 25 y el 40% de los votos: el SPD superó, en 1911, el millón de afiliados. En países pequeños, como Bélgica, el fenómeno no era menor (su partido obrero principal contaba con 276.000 miembros en vísperas de la I Guerra Mundial) y hasta en Estados Unidos el candidato presidencial socialista (sí, socialista) obtuvo 950.000 votos en las elecciones de 1914. En todos los países con democracias liberales y parlamentos elegidos (más o menos) democráticamente los partidos socialistas prosperaron con velocidad inusitada y los sindicatos obreros se extendieron con mayor rapidez y militancia aun. Incluso en países como Francia o Italia, donde  los partidos socialistas y comunistas eran por entonces organizaciones comparativamente modestas, sus resultados electorales solían ser crecientes (los socialistas franceses cosecharon 104 escaños en 1914), de manera que constituían un factor significativo en la política nacional.

Ese mundo – el mundo anterior a la I Guerra Mundial, pero también el de los años veinte, treinta o cuarenta del pasado siglo – era un mundo más pobre e ignorante, con menores índices de productividad y una capacidad científica y tecnológica muy inferior. Gracias primordial (aunque no exclusivamente) a las fuerzas socialistas y comunistas europeas murió menos gente de hambre, enfermedades y agotamiento y se ganó en democratización de la política y de la sociedad en la mayor parte  continente.  Y sin embargo, a principios del siglo XXI, lo que se está exigiendo al espacio político-social más avanzado del planeta, Europa, es austeridad, resignación a una prolongada convivencia con el desempleo, mutilación o aniquilación del Estado de Bienestar como una conquista política fiscalmente inviable y hasta contraproducente. Los socios europeos que se encuentran en mejor situación económica – Alemania, Holanda, Suecia, Finlandia – también tienen sus encuestas y sus números: un alemán de 2012 gana menos dinero y cuenta con peores servicios sociales y asistenciales que los que disfrutaba su padre en 1982. Algo funciona mal, crecientemente mal, en las democracias parlamentarias europeas, y no solo en las europeas, y quizás una de las raíces del malestar se encuentra, precisamente, en la evidente pérdida de autonomía del sistema político respecto a las fuerzas del capital, en esta coyuntura histórica, respecto a la organización singularmente competente un neocapitalismo financiero prodigiosamente globalizado. Los propios acuerdos que se fragüan en la Unión Europea sigue obedeciendo a una lógica intergubernamental. El federalismo queda (todavía al menos) muy lejos para la política institucional, pero ha sido superado por los mercados que actúan, en sus opciones estrategias, a tiempo real en todo el planeta. Los parlamentos actuales – por decirlo a lo Habermas – ya no son espacios para un consenso racional a través del diálogo entre diversas opciones. El equilibrio político se mantiene ahora mediante  una serie de compromisos entre intereses privados – cuyo origen no se encuentra en los ciudadanos, sino en las corporaciones y los organismos paraestatales – que de suyo son conflictivos. En los parlamentos los partidos mayoritarios – ya integrados en un subsistema estatal, ya reconocidos como agentes paraestatales, incluso desde un punto de vista constitucional– registran y sancionan decisiones tomadas previamente para mostrar y demostrar al público las opiniones forjadas de antemano. Esta realidad no ha conducido a una crisis de legitimación del sistema. Pero para la gran mayoría de los europeos entiende el Estado (y así ocurre hace muchas décadas) no como un conjunto de símbolos o un relato mitológico de cohesión, sino como el instrumento que ha sabido preservarlos de la crisis demasiado agudas o prolongadas, que ha introducido racionalidad y fiscalización sobre la actividad del capital, proporcionado redes de asistencia y solidaridad, dotado de estabilizadores automáticos al sistema social en forma de seguros de desempleo y jubilaciones, creado y salvaguardado cierto nivel de igualdad de oportunidades. Cuando el Estado democrático ya no sirve para lo que le ha servido en Europa en el último medio siglo, ¿para qué servirá? ¿Y cómo lo enterarán ciudadanos que apenas merecerán el apelativo de ciudadanos?

La izquierda es una de las víctimas político-ideológicas de esta situación. A veces pienso que merecidamente. Cómo nos hemos resignado. Ya no hay fetichización de la mercancía, ya no existe alienación por soportar trabajos miserables y esclavizantes,  ya el proyecto de democratización de la sociedad (y no el mero ejercicio del voto, la percepción por desempleo o el aumento de las becas) parece pura basura histórica. Y la vía de salida no está en esa izquierda (a veces vocinglera, otras parapeteada en divanes académicos) que, por ejemplo, considera la economía como un mero derivado de la voluntad política. La izquierda que considera la economía, en definitiva, como una palanca para hacer lo que nos plazca, no una ciencia social con sus leyes y su congruencia teórica. La izquierda que todavía es capaz de desarrollar entre brochazos un diagnóstico de la situación, pero que no vislumbra una praxis eficaz y eficiente para avanzar entre las mentiras y semiverdades y estupideces encanalladas del discurso oficial. El que nos dice y nos repite que son necesarios sacrificios y renuncias, una competitividad ininterrumpida, unos salarios hambrones y una vejez indigna para evitar que el sistema económico naufrague. Como hacía aquel empresario inglés, furioso y terminante, al escribir a su colega en el frío invierno de Londres de 1870.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Me pagan por esto ¿Qué opinas?

El derecho a la perplejidad

Un airado lector me señala, inteligente y educadamente, que desde hace un tiempo no dejo de zurrarle a las izquierdas: “No podemos asomar el hocico sin que usted se ocupe inmediatamente de apostrofarnos”, me viene a decir en su comentario, que he colgado en el blog de un servidor, donde lo pueden ustedes consultar. Y lo he hecho porque, al menos parcialmente, este lector tiene razón. Debo reconocerlo. Como pese a las más perfumadas leyendas que circulan por ahí no recibo instrucciones sarracenas que expliquen tal comportamiento, debo reflexionar unos minutos para encontrar una explicación. Y la explicación no es particularmente recóndita ni enigmática. Lo hago básicamente por irritación, por malestar, por angustia. Me ocurre – y así le he contado al lector – algo similar a lo que experimentaba el maestro Leonardo Sciascia en sus últimos y amargos años. Yo sé lo que es la derecha y dónde se encuentra, sé que abomino de la derecha y de sus pompas y sus obras, sus mistificaciones y sus cinismos, sus múltiples voces y sus recurrentes máscaras. Lo que no sé es donde está la izquierda. Porque el centro izquierda en el poder (para entendernos: la socialdemocracia) lleva treinta años haciéndose el harakiri y, con ocasión de la crisis que nos agobia material e ideológicamente, está dispuesto a harakirizarnos a todos bajo la promesa solemne de que se trata del mejor tratamiento para cualquier dolor de estómago. Y las izquierdas parlamentarias y extraparlamentarias representan una míriada de opciones pequeñas, diminutas y/o microscópicas sumergidas en la cacofonía, la pereza intelectual, el moralismo vocinglero y, demasiado a menudo, la cainismo más desaforado, satisfecho, cerril.
¡Indignaos!, nos dice Stéphane Hessel, veterano de la Resistencia francesa, y tiene toda la razón en pedirlo si los ciudadanos quieren seguir siéndolo. Indignarse es condición necesaria, una llama donde calentar el espíritu, pero no la condición suficiente. Porque incluso un programa mínimo de izquierdas que pudiera ser suscrito por socialdemócratas, comunistas, ecopacifistas– si tal milagro fuera posible – se encontraría desnudo de metodología política en el escenario político, social y económico vertiginosamente complejo del capitalismo globalizado. Rechazado el mito revolucionario y exangüe la democracia parlamentaria, ¿en qué ingeniería política podría basarse una estrategia progresista a favor de las mayorías, del Estado de Bienestar, del desarrollo sostenible, de una democracia no hipotecada y casi reducida a su caricatura? En estas circunstancias, sinceramente, ¿se le puede afear a alguien ejercer el derecho a la perplejidad?

Publicado el por Alfonso González Jerez en General ¿Qué opinas?

Hugo Chávez pide que le dejen trabajar

En medio de una situación económica y social desastrosa, Hugo Chávez Frías ha solicitado – y por supuesto obtenido – de un Parlamento que está a punto de terminar su mandato una nueva ley habilitante – y van tres – que le permitirá gobernar a decretazo limpio o sucio –según las necesidades de su revolución bolivariana – durante el próximo año y medio. No podía esperar. La próxima asamblea, la elegida este otoño, tendrá una amplia mayoría chavista, pero una muy activa minoría opositora. El presidente se la quitado encima durante hasta mediados de 2012 como mínimo. La Asamblea Nacional se reducirá de nuevo a un patio teatral desde donde ver a Hugo Chávez en acción. Hace algunos días varios cientos de estudiantes universitarios protestaron por la aprobación de la nueva Ley de Educación Superior. La respuesta de Chávez retrata perfectamente el alma de este sin par iguanodonte: “Los burgueses (sic) están otra vez en lo mismo. Yo les pido que me dejen trabajar en paz”. De modo que un jefe de Estado que dispone – gracias a la financiación estatal de sus propias campañas, de una propaganda incesante, de la compra del voto con neveras y harina para arepas, de reformas electorales ad hoc – de una acumulación de poder político y legislativo insólito en la historia de la República se irrita ante estos estudiantes pendejos, traidores a la causa del socialismo bolivariano, y suplica que le dejen trabajar pacíficamente hasta conseguir la ruina política y económica del país.
La nueva Ley de Educación Superior establece que la Universidad venezolana está supeditada al Estado revolucionario y su desarrollo estará sometido a una llamada “asamblea de transformación” con paridad de voto entre profesores, alumnos, personal administrativo y personal operario. Será el Estado, igualmente, el que decida el ingreso de los ciudadanos en los centros universitarios, con independencia de las pruebas de acceso que establezcan los mismos. ¿Y la autonomía universitaria? Bueno, el socialismo bolivariano no está para bromas. Como explica claramente la exposición de motivos del texto legal, “la autonomía universitaria supone un ejercicio responsable frente a los intereses y necesidades del pueblo y del Estado Revolucionario, en todos sus ámbitos, procesos, funciones y modalidades, en correspondencia con los planes nacionales de desarrollo para el fortalecimiento, consolidación y defensa de la soberanía e independencia de la Patria y la unión de nuestra América”. Los “procesos fundamentales” de la educación universitaria “deben contribuir a la construcción del modelo productivo socialista mediante la vinculación, articulación, inserción y participación de los estudiantes y trabajadores universitarios, en el desarrollo de actividades de producción de bienes materiales, transferencia tecnológica y prestación de servicios”. Qué cosa sea el modelo productivo socialista no lo explica la ley, pero basta con echar una ojeada a la situación económica de Venezuela para hacerse una idea aproximada. La Ley de Educación Superior es uno de los mojones – y nunca mejor dicho – que señala el tránsito de un Gobierno autoritario hacia un régimen totalitario.
En el año 2009 Venezuela arrojó un PIB negativo (un -2,5%) y una inflación acumulada del 25%. Es decir, Venezuela se instaló en la estanflación, esa terrible situación económica en la que el estancamiento o decaimiento de la producción económica se combina con una alta tasa de inflación. Las previsiones del Banco Central de Venezuela estiman que se cerrará el año aun con un PIB ligeramente negativo y una inflación cercana al 20%. La inflación es lo que más preocupa a los venezolanos y, sobre todo, a los venezolanos más pobres: una brutal escalada que comenzó a crecer en 2008 y que no ha parado apenas hasta hoy. Hace algunos meses un técnico estúpido, pero patrióticamente bolivariano, del Ministerio de Economía explicó que la inflación era estructural en Venezuela, un mal con el que país debería a resignarse a convivir, porque “la capacidad de compra está por encima del nivel de producción”. Hugo Chávez repitió esta alucinatoria cantinela en varias ocasiones. Un argumento que no es muy útil para explicar cómo la Venezuela de los años cincuenta y sesenta mantuvo una inflación media de entre el 1,6% y el 1,1%. Lo cierto es que con unos ingresos petroleros fabulosos en los últimos cinco años unas cifras como las que presenta la economía venezolana solo pueden diagnosticarse como el producto de una nefasta, oligofrénica, torpe y sectaria gestión económica en la que la voluntad política –y politiquera – cree que se basta y se sobra para alumbrar milagros. La creación de comunas y cooperativas empresariales no han aumentado ni la producción ni el ritmo de consumo. La compra de empresas a golpe de talonario – y a cuenta de los ingresos petroleros – no ha obedecido a razones económicas objetivables, sino a golpes de inspiración ideológicos o a intereses particularistas más o menos inconfesables. Venezuela importa del exterior – y Estados Unidos es un cliente privilegiado — un volumen de alimentos superior al de los tiempos presidenciales de Carlos Andrés Pérez. Los controles políticos – o más exactamente: partidistas – impuestos a la economía venezolana se han revelado como nefastos. El control de precios ha contribuido decisivamente a la fuerte inflación y el control de cambio ha generado una sobrevaluación cambiaria gravosa para el país. Como explica con precisión un economista venezolano, el flagelo de la inflación, principal síntoma del caos económico venezolano y producto de una política económica delirante, está engarzado en dos factores: “El primero de esos factores es el desbocado gasto público, a través del cual se inyectan a la economía los abultados ingresos petroleros, expandiendo la oferta monetaria y estimulando el consumo. Al crecer la demanda más intensamente que la oferta interna, se produce un fenómeno de alza de precios, a pesar del incremento notable de las importaciones con las que se pretende complementar la insuficiente oferta local. Esa dependencia creciente de lo importado se ha traducido en presiones inflacionarias adicionales, ya que la sobredemanda internacional de productos básicos, combinada con el desvío de productos agrícolas para la producción de biocombustibles, ha generado una escasez creciente de alimentos, con su consecuente encarecimiento en algunos casos desproporcionado”.
Este es el país en el que Hugo Chávez pide que lo dejen trabajar en paz. Un país carcomido por una corrupción inaudita y una feroz violencia callejera que el Gobierno parece cuidarse, incluso, de evitar con demasiada dedicación. Cuando escucho o leo a supuestos o reales izquierdistas en Europa, España o Canarias defender al régimen de Chávez como una alternativa para Latinoamérica, como un proyecto emancipador, como una nueva fórmula de socialismo para el siglo XXI, ya no me río. La verdad es que tampoco lloro. Solo constato el pésimo estado de salud político, teórico y cultural de la izquierda en todas partes. Su empeño en desacreditarse cada día un poco más, de derrota en derrota hasta la victoria final de la obsolescencia, el engaño y el cinismo.

Publicado el por Alfonso González Jerez en General ¿Qué opinas?
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