Manuel Fernández

Compatibilidades prostibularias

Me duelen los nudillos de puro aburrimiento al escribir que en cualquier país civilizado o incluso por civilizar del todo Federico Trillo hubiera abandonado la Embajada de Londres –dejando olvidada una edición de los Sonetos de Shakespeare flotando en el retrete – y Martínez Pujalte, ese gran jabalí parlamentario, estaría hozando letrinas por el camino sin retorno a su casa. Como suele ocurrir últimamente, lo más asombroso de esta situación no es la situación misma, sino las supuestas explicaciones de los afectados, según los cuales el dinero que les había ingresado las constructoras por informes verbales –pero qué puñetera desvergüenza la de estos sujetos – fue puntualmente declarado a Hacienda –vaya – y su actividad en sus despachos profesionales – el bufete de Trillo, la consultora económica de Pujalte – había sido autorizada en su día por el Congreso de los Diputados. Que el Congreso de los Diputados autorice estas compatibilidades no es una prueba – aunque  proporcione a sus señorías de una armadura de legalidad — del recto proceder de Trillo y Pujalte – los apellidos del PP en comandita siempre recuerdan los grandes éxitos del teatro de revista – sino que autoriza a la sospecha de enjuagues intolerables entre los partidos en las Cortes. ¿Cómo puede el Congreso autorizar la compatibilidad entre ser diputado y asesorar empresas vinculadas con las administraciones públicas? Los principales partidos parlamentarios llevan haciéndolo así décadas con perfecto conocimiento de lo que podría ocurrir y, según sabemos ahora, ha ocurrido.
Aquí en Canarias pasa algo muy parecido. Una enigmática comisión parlamentaria autoriza, al comienzo de cada legislatura, la compatibilidad de los diputados con variadas y polimórficas actividades profesionales. En los últimos años se conocieron dos casos – ambos de diputados del Partido Popular –que habían conseguido la compatibilidad y la utilizaban en labores de mediación entre administraciones públicas y empresas: Manuel Fernández y Jorge Rodríguez. Dos casos que resultan formalmente idénticos a los de Federico Trillo y Martínez Pujalte. Por supuesto, no ocurrió absolutamente nada. Fernández y Rodríguez  explicaron que disfrutaban de la gracia parlamentaria y, sin excepciones, sus compañeros miraron hacia otro lado, echaron una siesta o fueron a mandarse un bocadillo de tortilla en La Garriga. Si los candidatos que ahora se disputan nuestra fugaz atención quieren articular un gesto convincente, deberían, por ejemplo, pronunciarse sobre la desaparición de estas prostibularias compatibilidades entre la noche y el día, entre el sueldo público y el pastón privado. Que se pronuncien Clavijo, Navarro y Hernández. Que lo haga incluso Noemí Santana si se despreocupa un rato de las pamplinas de la soberanía alimentaria y dedica un par de minutos a la enferma y demacrada soberanía democrática.

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Idiotas

El diputado conservador Manuel Fernández – ceniciento dirigente al alba y ubicuo empresario al atardecer sin el cual la historia interna del PP canario del último cuarto de siglo resulta incomprensible  — ha llamado directa y explícitamente idiotas a todos aquellos que se oponen a las prospecciones de Repsol al este de Lanzarote y Fuerteventura. Idiotas. Es interesante. En general el señor Fernández es más interesante de lo que su apariencia promete, aunque por desgracia despierta menos interés de lo que merece. Recordemos que, en la pasada legislatura, se pudo saber –casi milagrosamente – que el señor Fernández cobraba como diputado con dedicación exclusiva, pero había solicitado y obtenido de la correspondiente comisión parlamentaria autorización para desarrollar otras actividades, entre las cuales figuraba labores de intermediación de una relevante empresa con las administraciones públicas. En un país con menos idiotas que este, ciertamente, el señor Fernández hubiera debido dimitir, con grave riesgo para la continuidad de su largísimo y neblinosa carrera política, pero aquí no pasó nada, es decir, sí pasó: el señor Fernández siguió amarrado a su escaño, y desde ahí ha llamado idiotas a bastantes miles de ciudadanos.
En la antigua Grecia se denominaba idiotikós a aquellos miembros de la polis que se desinteresaban de la política, que mostraban un desinterés supino por los problemas de la vida común, que se negaban a participar en los asuntos públicos. Los ciudadanos canarios que se han manifestado contra las prospecciones petrolíferas quizás estén equivocados, pero desde un punto de vista político no son idiotas precisamente. El señor Fernández tiene, en cambio, sus idiotas preferidos: son los que no se manifiestan, los que no participan ni se interesan en el debate, los que se ausentan de aquello que, para bien o para mal, influirá en sus vidas cotidianas. Los idiotas a los que ama el señor Fernández son aquellos que admiten su exclusión de la política, los que dejan hacer, los que creen o quieren creer que la democracia consiste en votar cada cuatro años – a figuras de la altura intelectual de Manuel Fernández, por ejemplo – y desentenderse de lo que ocurra, aceptarlo con resignación ejemplar, hasta la próxima vez que les toque acercarse a una urna. Son numerosos y son calladitos y por eso el partido del señor Fernández los ha llamado la mayoría silenciosa. Todo lo contrario a una ciudadanía que merezca ese nombre, informada y vigilante, porque si la mayoría estuviera constituida por ciudadanos informados y vigilantes el señor Fernández no tendría ni una puñetera posibilidad de insultarlos desde un escaño.

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