PSOE de Tenerife

El resignado

Pedro Martín no tendrá que esperar al congreso del PSOE de Tenerife – que se celebrará el próximo marzo – para revalidar su cargo de secretario general. Ya ha superado el máximo de avales y la probabilidad de un candidato alternativo es, más o menos, igual a cero. Pero su éxito no es precisamente épico. Martín será de nuevo secretario general por incomparecencia de alternativas, por resignación de los cargos públicos y los cuadros del partido, porque el PSOE tinerfeño – hace quince años la organización política más potente del archipiélago – es un logotipo enseñoreándose en un solar desértico. ¿Qué ha ocurrido en el PSOE de Tenerife para llegar a esta situación? ¿Cómo es que la recuperación de importantes cuotas de poder político e institucional –incluido nada menos que el Cabildo Insular — no ha servido para galvanizar y proyectar la organización?

La responsabilidad más inmediata recae, como es obvio, en el propio Pedro Martín. Fue un magnífico alcalde de Guía de Isora de donde –según algunas bocas socialistas – nunca debió haber salido. Pero ese era precisamente el problema. Después de veinte años de buena gestión y mayorías absolutas  Martín se aburría como una perla en la ostra. Primero intentó escapar solicitando (y obteniendo) un escaño en el Parlamento de Canarias. Renunció al cabo de dos años y pico y se empotró de nuevo en el Sur. Llegó en 2017 a la secretaria general  representando, supuestamente, al sector más crítico con Ángel Víctor Torres, el defensor de los intereses tinerfeños –que muchos entendían preteridos – frente a la dirección regional, y le ganó la partida a Gloria Gutiérrez. Pero asombrosamente Martín evidenció en muy poco tiempo una espeluznada alergia al liderazgo y sus compromisos. Incluso ante una crisis tan aguda y explosiva como la que se produjo en el ayuntamiento de Arona prefirió ausentarse y dejar que se encargarse la dirección regional, que por cierto hizo otro tanto a favor de la autoridad federal. Tampoco ha sabido construir un liderazgo a través de la presidencia del Cabildo. Como alcalde, Pedro Martín trabajaba un mínimo de doce horas; desde que preside el Cabildo  rara vez llega al despacho antes de las ocho y media de la mañana y a las seis de la tarde emprende el regreso –en coche oficial –a Guía de Isora. Ha desoído siempre la conveniencia de disponer de una vivienda, por muy provisional que sea, en la capital de la isla. No mantiene un contacto regular ni sistemático con las agrupaciones locales y con los alcaldes socialistas usa sobre todo el teléfono y el wasapp. Nadie conoce su proyecto político y social para Tenerife y su gobierno es un conjunto ineficiente de reinos de taifas y una sartenada de egos revueltos, con un vicepresidente, Enrique Arriaga, con aspecto de mayordomo sospechoso de todos los crímenes simbólicos imaginables en una película de serie B. 

El partido ofrece un encefalograma plano en los últimos cuatro años. La actividad partidista, en efecto, es minúscula y errática. El PSOE tinerfeño sufre una fragmentación paralizante y se entiende por los cargos públicos como una vía muerta de promoción política. Los alcaldes se concentran en sus municipios; los más listos, oportunos u oportunistas han corrido hacia el amplio y cómodo y sedoso Gobierno autonómico. Nadie quiere practicar ya el viejo cursus honorum por el que empezabas de concejal y terminas como consejero del Ejecutivo o gerifalte de un Cabildo. Es todo bastante menesteroso y raído y con muy poco interés para los jóvenes y sobre todo, para profesionales dispuestos a invertir tiempo y sacrificios en la vida pública. Un liderazgo débil y agorafóbico, un aparato partidista raquítico, agotado y sin ideas, una fragmentación de voluntades e intereses: es eso, y no una trayectoria exitosa, lo que le ha asegurado un segundo mandato a Pedro Martín. Nadie quiere esa estropajosa púrpura. Quizás el presidente del Cabildo de Tenerife tampoco. El primer resignado es él.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Juan Carlos Alemán, el secretario general

A los niños se les suele preguntar qué quieren ser de mayores. Suelen responder que futbolistas, o médicos, o cantantes, pero si se lo hubieran preguntado a Juan Carlos Alemán la respuesta hubiera sido ligeramente distinta.
–¿Qué quieres ser cuando seas mayor, pibe?
–¿Yo? Secretario general, yo quiero ser secretario general.
— Vaya. ¿Para ser presidente del Gobierno?
— No, para ser secretario general.
Y lo consiguió. Para Alemán sus secretarias generales eran medallas de reconocimiento al servicio mientras que las oportunidades de desempeñas cargos ejecutivos siempre se le antojaban una trampa. Durante nueve años ocupó la Secretaría General del PSOE de Tenerife y durante una década fue el secretario general del PSC-PSOE. Venía del PCE y de la cultura comunista de la clandestinidad y la predemocracia le quedaron varios rasgos de comportamiento, especialmente, el gusto inmoderado por las conspiraciones y el no fiarse demasiado de cualquiera, empezando por sí mismo. La conspiración era todo: un método para acabar con algo, un método para empezar con algo, un ejercicio de purificación, un punto de vista desinfectante, un examen cotidiano, una vibración de los intestinos casi poética, un cuestionario transformado en una metáfora, una canción de cuna, una selección de verdades, un hervor de mentiras, una manera de pasar la tarde. La Secretaría General siempre la entendió como una posición para alcanzar y mantener equilibrios internos – sin duda imprescindibles — y no como un instrumento de liderazgo para dinamizar al partido a partir de una estrategia política definida: a lo largo del alemanismo el debate interno fue decayendo, la dirección alcanzó una oligarquización preocupante y terminó desdibujándose el proyecto de una socialdemocracia para Canarias. Una vez salvaguardados los equilibrios de intereses y ambiciones de los gerifaltes locales,  Alemán dejaba que los alcaldes hicieran de su capa un sayo, sin excluir burradas, antojos y barrabasadas. Por desgracia ese espacio de socorro mutuo – yo los apoyo como alcaldes y ustedes me apoyan como secretario general – no sirvió de mucho cuando ATI primero y CC después comenzaron a aniquilar alcaldías socialistas empezando por el Norte de Tenerife, cuando Paulino Rivero sustituyó el kruger por la navaja en la boca.
Yo sospecho que Juan Carlos Alemán sufrió más que disfrutó de su largo reinado al frente del socialismo canario. Porque desde ese trono, precisamente, debía irradiar un liderazgo magnético, un hambre inapelable de victoria, un apetito presidencial que sabía perfectamente que no se acoplaban con su personalidad y su modelo burocrático, consensual y charlista de dirección. Su principal preocupación se basó en mantener al partido unido en tiempo de debilidades y desfallecimientos organizativos y cuando parecía casi imposible su regreso al Gobierno autonómico en lo que restaba de milenio. Una política interna profundamente conservadora y siempre obediente al dictado de Madrid. Por supuesto, en su momento apostó por Almunia, no por Borrell, igual que apoyó a José Bono, no a Rodríguez Zapatero. El momento más incómodo de su mandato  fue la apertura a la remota oportunidad de entrar en el Gobierno de Román Rodríguez, al que terminó poniéndole una moción de censura. Alemán contempló con terror la posibilidad de asumir la Consejería de Sanidad.
— ¿Están locos? ¿Yo llevando la Consejería de Sanidad?. Si solo me faltaba eso…
Pero más allá de sus errores, sus dudas y sus alergias, fue un hombre para el que partido lo era efectivamente todo. El partido era su casa, su lenguaje, su memoria, sus amigos, sus anhelos, sus tristezas y alegrías preferidas, su certificado de autenticidad vital. La lealtad al partido era simplemente la lealtad a uno mismo y viceversa. Mi recuerdo central de Alemán me remota a una tarde en un pleno parlamentario, hace muchos años, un pleno parlamentario, para variar, de un atroz aburrimiento. De repente Juan Carlos, desde su escaño, comenzó a dar palmas,  a reír, a hacer extraños signos a otros diputados y a la tribuna de prensa. Me vió y repitió sus gestos. Me encogí de hombros, no le entendía nada. Entonces se medio incorporó en el escaño y dijo muy alto una palabra que pudimos escuchar todos en el salón: Pinochet. Y entendimos: Augusto Pinochet acaba de ser detenido en Londres. Juan Carlos tenía los ojos llenos de lágrimas y se abrazaba porque ahí, en el escaño, no podía abrazar a nadie. Era feliz. Era buena gente. Era nada menos, y a la vez nada más, que el secretario general.


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