Ricardo Melchior

El caso de la Presidencia del Cabildo

No sé si lo han notado, pero cuando en Santa Cruz de Tenerife aprieta el calor, las chimeneas de la Refinería comienzan a expectorar grandes bocanadas de humo grisáceo y la antorcha que adorna sus instalaciones – un icono del olimpismo pulmonar de los chicharreros – chisporrotea con dramática y estólida alegría, como siguiendo el ritmo de una canción de Los Chinguitos. Afortunadamente enseguida nos lo explican todo:

–¿El humo? Ningún problema. ¿Por qué se presupone que el humo oscuro, acre y pestilente que sale de una Refinería de Petróleo es perjudicial para la salud? Eso es un prejuicio derivado del consumo excesivo de películas de ciencia ficción…Más comedia española, necesitamos más comedia española…
— ¿Y la antorcha?
— Es decorativa, simbólica en realidad. Ilumina nuestros sueños…
— Perdone pero, ¿por qué lleva esa mascarilla cubriéndole la nariz y la boca?
— Es que soy muy tímido. ¿Alguna pregunta más?

Después de comerme unos churros de pescado regados con unas garimbas en San Andrés, regresé a Santa Cruz a bordo de mi fotingo y víctima de oscuros presagios. Llevaba ya varias semanas pensando en cerrar mi agencia unipersonal de detectives privados. Esto – como ocurre con el resto de Canarias – ya no da más de sí. Comprobé que había tocado fondo cuando, a finales de abril, me visitó en mi destartalado despacho de Duggi un individuo mal afeitado, ojeroso y de mirada turbia que apenas me saludó.

–¿Usted es detective privado, no?
— Pues sí.
— Necesito un guardaespaldas.
–No es lo mismo.
–Me da igual. Tengo dos hijos, de siete y cinco años, y todos los días los voy a tener que llevar a los gorgoritos, en el Parque García Sanabria…
— ¿Y qué?
— Que no lo aguanto. Llevo años, lustros, soñando con matar al titiritero. Por supuesto, una muerte lenta y dolorosa. Incrustarle a Rosalinda en la tráquea, por ejemplo. Necesito que alguien me acompañe y me controle, porque no lo soporto un minuto más. Le puedo pagar la merienda después, y los pibes son muy tranquilos, se lo juro.
–¿Quiere usted contratarme como guardaespaldas del titiritero de Gorgorito a cambio de un bocadillo?
— No se pase. Compartimos pachanga y ya está.

En lontananza observé que la Refinería empezaba a vomitar humo negro, señal inequívoca de que se aproximaba una aplastante ola de calor. Suspiré, agotado por el pasado y el porvenir. Milagrosamente pude aparcar cerca de la plaza de San Fernando y tomé asiento en un banco. Entonces surgió, como de la nada, un sujeto moreno, de sienes plateadas y gafas caras, acompañado de una dama entre veraniega y otoñal adscrita a las tiendas de Punto Roma, pero con algún detalle atrevido, en su caso, un brazalete con la bandera española.
–Buenas tardes, buenas tardes. ¿Qué calor, no? Perdone que lo interrumpa. ¿Es usted el detective privado del despacho de la esquina o me equivoco?
— Por el momento no, no se equivoca.
— Permítame presentarme. Soy Antonio Alarcó.

La dama se le quedó mirando, aparentemente impresionada. El de las gafas se mantuvo en silencio, escrutándome. Juraría que esperaba un desvanecimiento por mi parte o que empezara a sonar una ópera de Wagner en medio de la plaza. Pero solo se escuchaba el monótono chirrido de los columpios infantiles.

–Antonio Alarcó. El doctor Alarcó. El senador Alarcó. El consejero del Cabildo Alarcó. Soy médico, pero también me he doctorado en Ciencias de la Información…
— No voto, estoy sano y no leo periódicos ni escucho la radio.
— Eso lo explica todo.
— ¿Qué explica?
— Que no me conozca. Pero no se preocupe, le enviaré una versión abreviada de mi currículo. Pregunte, pregunte…
–¿Cómo?
–¿Eh? Perdone, perdone sinceramente. Es la costumbre. Me acompaña una de nuestras consejeras, doña Belén Balfagón, que es matrona diplomada… Saluda, Belén, hija, no seas tímida…
–Holaaaaa, ¿qué tal?… Aquí hace calor, pero anda que en Samarkanda…
— Usted dirá…
–Gracias, guapa. Yo es que soy un hombre de equipo. Mire, necesitamos los servicios de un profesional. Un profesional eficaz y discreto como usted…
— ¿Para qué?
Alarcó miró a izquierda y derecha. Balfagón lo contemplaba arrobada. Bajó la voz y se acercó a mí.
–Queremos saber si Carlos Alonso está planeando romper el pacto que tiene suscrito CC con el PSOE en el Cabildo de Tenerife. No hay manera de averiguarlo. Alonso es impenetrable.
–Impenetrable — recalcó Balfagón.
–¿Y eso le preocupa?
–Es que ya yo tengo un pacto con los socialistas en el Cabildo prácticamente hecho…En cuanto se retire Ricardo Melchior…
— ¿Cuándo? – preguntó la consejera.

Eso es lo primero que intenté averiguar, después de aceptar el caso en nombre de mi cuenta corriente. Hablé con Melchior haciéndome pasar por un ingeniero nacido en la Selva Negra y aficionado a la lucha canaria y a los parques tecnológicos manifiestamente inútiles.

–Sí, desde luego, es mi último mandato. Me retiraré en septiembre. Bueno, quizás no. Creo que esperaré hasta finales de año. Aunque me apenaría no compartir el Año Nuevo con todos los empleados de Mercatenerife, como hago desde el siglo pasado…Huum…Quizás hasta la próxima primavera…Claro que, según el refranero bávaro, Die Feder ändert Blut…Quizás no sea el momento de tomar una decisión tan trascendental para Tenerife, Canarias y Europa…

Aurelio Abreu, senador y vicepresidente semisecreto del Cabildo Insular, no fue más clarificador:
–Estamos luchando por mantener el Estado de Bienestar en esta isla…
— Ya. ¿Pero usted se ve fuera del equipo de gobierno insular?
–Hombre, me refería al Estado de Bienestar de todos. El mío también.

Con Carlos Alonso no pude ni hablar. Me acerqué a estrecharle la mano y me envió un tweet. Lo leí en mi móvil:
— “Encantado de conocerle. Tenerife se mueve”.
— ¿Cuándo será usted presidente del Cabildo?
Alonso torció el gesto. Pulsó las teclas rápidamente.
–¿Unfollower?  — le dije, atónito.

Pasaron varias semanas. Alarcó me llamaba una docena de veces cada mañana y otras tantas por la tarde. Cuando estaba operando lo hacía (a veces) su secretaria. Finalmente le entregué mi informe.
— ¿Y bien? – preguntó con el corazón palpitante.
— La mejor de sus opciones es pactar con Balfagón.

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La Historia momificada

En las últimas convocatorias electorales los coalicioneros siempren reinciden en tres énfasis muy sentidos: el control de la población (frase turbiamente maltusiana que encierra un brillante apotegma: si no hubieran venido a trabajar los no canarios cuando los canarios no querían trabajar los canarios tendríamos todos empleo ahora mismo), la necesidad de abrirse al mar, a ser posible, con una discoteca cerca, y la recuperación de momias guanches que no descansarán en paz hasta que no lo hagan en su tierra, las pobrecicas. Esta última demanda u oferta ha desvelado en los últimos tiempos al presidente del Cabildo de Tenerife, Ricardo Melchior, cuya momiofilia, por otra parte, es más bien reciente, y suele expresarse en términos más emocionales que científicos. Según la interpretación melchioresca, estos amojamados hijos de la patria deben regresar cuanto antes porque son de aquí y de ningún otro lado. A mí, sinceramente, no me parece mal, pero si asumimos como un deber moral repatriar todos los restos óseos de los canarios enterrados por los cinco continentes nos va a salir por un pico y no vamos a dar abasto. Como las necesidades y sentimientos de los muertos son, por decirlo suavemente, un asunto muy hipotético, solo cabe deducir que somos nosotros es decir, son ciudadanos como Ricardo Melchior, los que sufren cierta tendencia a no descansar en paz hasta que todas las momias guanches se encuentren a buen recaudo y con el logotipo del Cabildo atado a un muñón.. Es una curiosa manifestación de intranquilidad y una intranquilidad que, misteriosamente, se expresa como una suerte de virtud moral.
De la misma manera que las invocaciones al control de la población
esconden una artera manipulación de las verdaderas relaciones entre inmigración y empleo y exhalan un agrio tufillo xenófobo, de la misma forma que la apertura de nuestras ciudades al mar solo se entiende como una prolongación de los tentáculos tabernícolas y discotequeros, esta insistencia en las momias es la otra cara de una realidad perfectamente contrastable: el nulo conocimiento de nuestra historia por parte de la inmensa mayoría de los jóvenes y adolescentes del Archipiélago. Una historia que, desde el discurso del poder político dominante, se sigue considerando dividida en dos partes básicas: la primera, la protagonizada por los guanches; la segunda, por Ricardo Melchior y compañía. En medio, apenas cinco siglos trufados de acontecimientos, estructuras, dinámicas y personalidades obviamente insignificantes.

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3.000 millones

Tres mil millones de euros es una cantidad lo suficientemente abultada como para que su inversión en un proyecto de infraestructura de transporte esté precedido por un amplio debate político, financiero, técnico y social. Pero al parecer no ha lugar. Aquí el Cabildo de Tenerife pretende (y quizás consiga) desayunárselo, almorzárselo y cenárselo él solito, con chucrut de guarnición en las tres comidas, sin molestas intervenciones ajenas, en aplicación de un modelo de despotismo ilustrado que, como el propio transrapid, levita sobre las cabezas de los mortales tinerfeños, sean ingenieros o no sepan cambiar una bombilla eléctrica (no son cualidades incompatibles: conozco casos espeluznantes). Más de medio billón de las antiguas pesetas, la inversión pública más descomunal realizada jamás en el Archipiélago, y aquí la gente (la universidad, los colegios profesionales, las organizaciones empresariales y sindicales) sestean (los más) o chillan (algunos menos y varios memos) desde el tendido de la perplejidad, el asombro, la satisfacción o la ira.
¿De dónde saldrán los 3.000 millones? Misterio insondable. El consejero Carlos Alonso (una persona habitualmente seria) no es capaz de contárnoslo, pero indica que el presidente Ricardo Melchior “ha mantenido conservaciones con el Estado alemán” para ver si abaratan la cosa. A mí me impresiona mucho esto del Estado Alemán. Suena como si Ricardo Melchior hubiera hablado de tú a tú (y como sabemos todos, sin necesidad de intérprete) con el canciller Otto von Bismark y le hubiera recitado a Rilke con ojitos prusianos:
Wie soll ich meine Seele halten, dab
Sie nicht an deine rührt? Wie soll ich sie
Hinheben über dich zu andern Dingen?
Bismark o Merkel – es más o menos lo mismo: llevan la misma ropa interior y tienen una sensibilidad social similar– se quedarán tan impresionados que seguro que sacarán la chequera.
Todo este debate – es decir, la inexistencia de este debate – es tan sintomático como apasionante, no lo niego, pero mientras tanto se resuelve, es decir, se omite entre píos deseos, causaría una impresión indescriptible que la autopista del Sur, por ejemplo, estuviera libre de socavones, esos socavones que harían las delicias de un espeleólogo, o que la conexión entre la autopista del Norte y el Sur, en ese punto tan cercano al cementerio de Santa Lastenia, estuviera en condiciones decentes y no supusiera a diario una ocasión para agradecerle a Nuestro Señor (y no me refiero a Melchior) haber sobrevivido.

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