Estado de Bienestar

El modelo Curbelo

Conozco a muchos ciudadanos  — nada tontos, nada insensibles, nada políticamente casposos – que muestran tolerancia y aun cierta indisimulable admiración por Casimiro Curbelo, un cuarto de siglo al frente del Cabildo Insular de La Gomera y mucho más que eso: la única identidad en la que se reconoce el poder político por tres generaciones de gomeros. Ahora, cuando el llamado caso Telaraña ha sido archivado por la autoridad judicial, estos silentes admiradores respiran aliviados y repiten lo de la dedicación plena de Curbelo al bien común, su esfuerzo cotidiano por solucionar los problemas inmediatos de su gente, incluso su sacrificio personal en el duro yunque donde fragua y renueva (con mayorías absolutas) el compromiso con los ciudadanos… No pretendo amargarles la mañana. Solo apuntar lo peligrosa que termina resultando esta simpatía, así como el fenónemo Curbelo, para la praxis política y la salud democrática de una comunidad.
Imaginemos, en efecto, que no existe ninguna razón para mantener una acusación política o judicial contra el comportamiento de Curbelo. Imaginemos (¿por qué no?) que en su quehacer político no existe nada que pueda relacionarse con la más liviana conculcación de la legalidad. Don Casimiro sería apenas algo menos inquietante. Porque el punto central del modelo político que ha articulado en La Gomera durante un triunfal cuarto de siglo no es el pueblo –como ocurre en una democracia – sino el propio Curbelo. En conjunto la estructura de poder de La Gomera que se diseña y crece desde principios de los noventa se corresponde a un neocaciquismo que ha transformado los mecanismos y programas del Estado de Bienestar en instrumentos de cooptación política y compromiso electoral. No son las leyes y/o las instituciones públicas las que garantizan un conjunto de políticas sociales y asistenciales – desde  financiar los entierros o encontrar un empleo temporal hasta la gratuidad de los libros de texto, pasando por generosas subvenciones y ayudas a los enfermos y familiares que deben tratarse médicamente en Tenerife – sino un hombre de carne y hueso, siempre diligente y atento, que se llama Casimiro Curbelo. Cada semana – o cada quince días –el presidente del Cabildo recibe en su despacho, desde el amanecer a la caída de la tarde, a todos aquellos gomeros que necesiten verle. Toma nota urgente en un cuaderno y muy rara vez decepciona a alguno. En esos días, quizás a menudo, Curbelo ni siquiera almuerza. No tiene tiempo. Pueden ser 200 personas las que aguardan en los vestíbulos y en los bares próximos a que les toque su turno. ¿Qué tienen que hacer a cambio? Solo dos cosas. Una votarle. Porque si no continúa siendo presidente del Cabildo, ¿cómo te va a ayudar, mijo? Y la otra no ignorar jamás que el adversario electoral de Curbelo es tu enemigo. Tuyo y de La Gomera. Tuyo y del progreso. Tuyo y de la relación privilegiada que tienes, ¡un gomero más!, con El Que Manda.  Hace muchos años que quien ganaba los comicios en La Gomera no era el PSOE, sino Casimiro Curbelo, y así lo demostró encaramado en esa entelequia, la Agrupación Socialista Gomera, en las elecciones locales del año pasado, con una victoria apoteósica.
El modelo personalista y tribal de Curbelo, que se asemeja a una suerte de culto cargo local, es un método como otro cualquiera para soslayar (y en su caso reprimir) las exigencias de participación, crítica y pluralismo que caracterizan a una democracia. En el fondo no solo paga tu entierro, sino también el de tu condición de ciudadano, y esto último, generosamente, incluso antes de palmarla.

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Las reformas como único camino

Hay gente horrorizada por el fin de los tiempos. Creo que debemos desterrar semejante neurosis. Mejor descreer de cualquier épica embriagadora. “Le tocó, como a todos los hombres, malos tiempos en los que vivir”, comentaba Borges de un poeta bisabuelo suyo, y los más viejos y mejor instruidos del lugar saben que, no hace tanto, se vivieron tiempos aquí más oscuros, ásperos y menesterosos. Habría que huir de los que creen que todo se derrumbará en un ciclón de catástrofes o los que esperan que el asalto al cielo se consume por K.O democrático. Modestamente no creo en las revoluciones. Tampoco en las que se pretende realizar a través de las urnas. De lo que se trata en de desinfectar el debate político, precisamente, de cualquier fideísmo. La sentimentalización de la política es algo nauseabundo y representa la otra cara de la moneda de curso actual: el indescriptible cinismo de los ganadores de siempre y de los que se engalanan con representar a los que siempre han perdido. No crean a los que prometen acabar con la corrupción política cuando cada día uno de los suyos es imputado o ingresa en prisión; no crean a los que sostienen que finiquitar la corrupción política (o los desahucios, la deuda pública, el desempleo o la exclusión social) puede hacerse de un plumazo, firmando un decreto o frangollando unos presupuestos públicos tramposos. Simplemente es la hora de las reformas políticas y administrativas que garanticen el funcionamiento más o menos decente y eficiente de un Estado democrático como el definido en la Constitución de 1978, la apertura a una participación política más amplia y transparente y la adaptación de un Estado de Bienestar para el siglo XXI: educación, sanidad y servicios sociales. Nada más y nada menos que eso.

Y existen análisis, propuestas y experiencia política acumulada en Europa y en América. Uno de los ejes prioritarios de un plan de reformas pasa, por supuesto, por amputar la feroz politización – partidización — de organismos y administraciones públicas, que toda la literatura politológica asocia al crecimiento de la corrupción política. Algunos opinan, en fin, que esto se resuelve con presupuestos participativos y otras zarandajas democratoides, pero en los países con menos corrupción política (Suecia o Nueva Zelanda) tienen otras fórmulas. Por ejemplo, en las administraciones municipales, contratando a un equipo de gestión con objetivos concretos y presupuestos inamovibles que fiscalizan los concejales, a los que se reserva una función normativa y reglamentaria. En una ciudad sueca de la población como Santa Cruz o Las Palmas, el alcalde solo pude nombrar a tres o cuatro cargos públicos. Es francamente difícil corromperse así.

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Recuperación después del quirófano

Es perfectamente comprensible que el Gobierno de Mariano Rajoy lance toda la trompetería a su alcance (y es mucha) para ensalzar el crecimiento del empleo en el último trimestre que indica la EPA.  Son globalmente buenos: por primera vez se crea empleo, en términos interanuales, desde el año 2008, mientras la caída de la población activa – debido a personas que habían abandonado la búsqueda de empleo, que habían llegado desempleados a la edad de jubilación o había emigrado – se ha frenado. Por supuesto, el Gobierno se adjudica estos datos tan intensamente como ha rechazado su responsabilidad en los cientos de miles de puestos de trabajo que se han destruido en los últimos dos años y medio. Ha llegado la recuperación –insisten los señores ministros – y lo ha hecho para quedarse. Y nos recuperamos, en efecto, pero como se recupera un paciente después de extirparle un pulmón y medio metro de intestino. Nunca más respirarás igual y las buenas digestiones son ya cosa del pasado.
Porque una cosa es reconocer la evolución positiva en materia de empleo y población activa que registra la EPA y otra distinta admitir el rosáceo discurso gubernamental y compartir los argumentarios que manan de la calle Génova hasta el móvil del más barbilampiño seguidor de Nuevas Generaciones. Aplaudir el mercado de trabajo que se está configurando en España gracias al imperio de la crisis, los  ajustes fiscales y a la reforma laboral del PP es ignorar sencillamente que abocan a una sociedad preñada de precariedad, desigualdad y desprotección normativa e institucional, con una productividad prefordiana que se basa, en exclusiva, en el factor salarial. Se recordará que en los años iniciales del Gobierno de Felipe González se flexibilizaron las condiciones laborales y se crearon incentivos para el trabajo temporal y parcial, particularmente entre los jóvenes. No sirvió para nada, por supuesto: fueron los jóvenes los que, en la crisis de finales de los ochenta y principios de los noventa, resultaron los primeros expulsados del mercado laboral. Estúpidamente para el interés general, aunque no tan inapropiadamente para ciertos intereses particulares, se incurre en el mismo error de nuevo, aunque con un matiz preocupante: el precariado se extiende por otros segmentos de edad y paralelamente el Estado de Bienestar ha sido sometido a una poda feroz que aun no ha terminado. Se está  abocetando así un futuro caracterizado por la brasileñización del mercado de trabajo, la reducción de un Estado asistencial apenas sostenible y una democracia de baja intensidad que prioriza su propia estabilidad institucional sobre la participación ciudadana.
España arrastra desde hace décadas un desempleo estructural escandaloso y las actuales diferencias con otras economías europeas (el paro es de un 12,6% en Italia, un 6,5% en Reino Unido, un 5,1% en Alemania, un 11,6% de media en la zona euro) no dependen de la gestión de gobiernos a medias socialdemócratas y a medias liberales, sino de un sistema productivo y una cultura política y empresarial a menudo deleznablemente cómplices. Del caso de Canarias, después de las cifras de la EPA, más vale hablar otro día después de tomar medio kilo de bicarbonato.

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El debate sobre el sistema público de pensiones

Ante el dictamen del llamado comité de sabios y su informe sobre la reforma del sistema público de pensiones pueden encontrar ustedes dos bandos en liza. Más o menos los de siempre. Los que quieren liquidar el sistema público – el otro día en Expansión uno de esos talentos genealoides explicaba que el Estado de Bienestar era un invento de los políticos para mantener esclavizada a la población – y los que insisten, con una testarudez digna de la mejor causa, que no hay que tocar nada, en todo caso, aumentar el gasto público en pensiones, pero sin afectar al mecanismo del sistema. Sobre los primeros poco hay que decir. Lo pretendan o no contribuyen intelectualmente a introducir, como un caballo de Troya ideológico en una plaza asfixiada, una agenda involucionista que incluye, entre otras lindezas, la privatización del sistema de pensiones a medio plazo. Los segundos son inasequibles al desaliento. ¿Qué no hay dinero? ¿Sostenibilidad del sistema, dice usted? Y sacan a relucir que la mayoría de las empresas del IBEX 35 no pagan los impuestos que les corresponderían, y de esta bizarra manera, zanjan pachorrudamente la discusión.
La reforma del sistema público de pensionas, el establecimiento de mecanismos que garanticen su viabilidad, ha devenido imprescindible. En España –frente a lo que ocurre en otros países de la UE – se basa exclusivamente en un sistema de reparto intergeneracional. Los ingresos por las cotizaciones que recibe el Estado de trabajadores y empresas se dividen entre los pensionistas; a cambio, los trabajadores cuentan con la promesa explícita de que, al llegar a la edad de jubilación, recibirán el mismo trato por las generaciones posteriores. Como cabe imaginar que se produzcan años de vacas flacas – crisis económica, alto nivel de desempleo – el Estado dispone de un fondo de reserva para afrontar coyunturas recaudatorias adversas: así se financian los déficit de los años malos. Sin embargo, la intensidad y duración de la recesión económica (cinco años y 61 meses seguidos de caída de la afiliación), la incorporación de un contingente de varios millones de personas entre 2020 y 2030 (la generación del baby boom)  y la extensión de la esperanza de vida pondrá en jaque la sostenibilidad financiera del sistema público en la tercera década del siglo. Es absurdo cerrar los ojos a una realidad económica –y sobre todo demográfica – brutalmente evidente. La destrucción del mercado de trabajo ha realizado la tarea que el crecimiento demográfico iba a hacer a mediados del siglo XXI. El llamado factor de sostenibilidad propuesto por el comité de sabios (que ya se reclamaba en la reforma de las pensiones de 2011) es un mecanismo  de equilibrio financiero que ajusta los parámetros fundamentales del sistema según la evolución de un conjunto de variables exógenas y endógenas al régimen de pensiones. Sus reglas deben ser públicas y explícitas. La información al ciudadano, a su vez, estaría obligatoriamente sujeta a la máxima transparencia. En Suecia, por ejemplo, cada ciudadano recibe anualmente un informe de la Seguridad Social que detalla con precisión sus opciones e incentivos como futuro pensionista bajo escenarios diversos. La fórmula matemática que expresa el factor de sostenibilidad es compleja, lo que ha llevado a algunos bernegales a indignadas quejas, como si las matemáticas fueran un perverso arsenal del enemigo de clase. Pero muy resumidamente, el factor propuesto resulta de partir de la tasa de crecimiento previsible de las cotizaciones para restarle la tasa de crecimiento del número de pensiones y el incremento de la pensión media por las diferencias entre las altas y las bajas del sistema. Por último, a esto se le suma la existencia del superávit o déficit derivados de los ingresos. Como corolario, si existe superávit – la actividad económica va bien – las pensiones se revalorizan, si se produce déficit, las pensiones disminuyen (el déficit previsto de la Seguridad Social se situará en unos 16.000 millones de euros en el año 2013 según estimaciones del Gobierno).
Necesariamente esto no debe trasladarse con precisión milimétrica a lo que recibe cada pensionista. Admitir la perentoria necesidad de un factor de sostenibilidad riguroso no significa tolerar recortes de pensiones indefinidos. Como señalan muchos economistas, las pensiones de jubilación no tienen por qué ser la única partida del gasto público que se financie íntegramente mediante el “copago” de los trabajadores en activo. Dentro de la reforma de las pensiones – y condicionado, por ejemplo, a un crecimiento del PIB superior al 2% anual – podría introducirse un esquema mixto basado en un 80% de los ingresos contributivos y otro 20% procedente de una contribución social generalizada vinculada a la riqueza del conjunto de la sociedad, como ha propuesto, por ejemplo, Jordi Sevilla. Esta medida tiene el atractivo para las empresas de contribuir a un descenso significativo de los costes laborales no salariales. El 20% aportado por este impuesto – que se acumularía en uno o varios fondos de capitalización públicos — serviría de complemento relevante para el mantenimiento de unas pensiones públicas dignas y al mismo tiempo se convertiría en un estímulo para la competitividad empresarial. Esta medida, por último, puede ser aplicada parcialmente de inmediato para mantener la cuantía de las pensiones en los próximos años.
En todo caso, el debate sobre el futuro de las pensiones públicas se abre realmente ahora, cuando, por primera vez, son admitidos racionalmente los problemas de la sostenibilidad del sistema a medio plazo. Es un debate que debe contar con sensibilidad política, pero, también, con respeto a las evidencias y sin despreciar garrulamente la complejidad técnica de cualquier proyecto reformista en esta materia. O las ingenuidades pueriles, como las que pudieron observarse cuando se hizo público que Canarias, junto a Madrid y Baleares, fue la única comunidad autónoma que pagó las pensiones de los ciudadanos con sus propios recursos en el año 2011. Ciertamente: de hecho se registró un superávit modesto que contribuyó a la caja única de la Seguridad Social. Los que entonces bramaron de emoción patriótica no repararon, sin embargo, en que si la Comunidad autonómica podía pagar los emolumentos a sus pensionistas es porque en Canarias las pensiones son singularmente miserables: un consecuencia de las patologías de su mercado laboral (un 10% de desempleados como mejor marca histórica en 2006), de las irregularidades en la contratación y en el brutal predominio de los contratos temporales tanto en la construcción como en el turismo.

 

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Regresar al reformismo

Cuando en el futuro se construya un relato histórico de la crisis de principios del siglo XXI, desde un punto de vista político, económico y presupuestario, el año 2013 constituirá un punto de inflexión decisivo. A partir de entonces podrá comprobarse que la crisis – en toda su compleja dimensión fiscal y crediticia, nacional y continental – no se limitó a producir dolorosos costes sociales. La crisis está transformando socialmente el país – entienda usted aquí España o Canarias – y Europa parece decida a pisotear y enterrar el proyecto social y cultural que concedía la más sólida base de legitimidad de las instituciones y políticas comunitarias desde Berlín hasta Lisboa. Entre otros hitos esa transformación social pasa por el desmantelamiento del Estado de Bienestar – no por reformas que racionalicen su operatividad y garanticen su supervivencia – la tolerancia de una alta tasa de desempleo estructural, la fragmentación de las clases medias, la privatización y/o monetarización de servicios públicos, sin excluir la administración de justicia, la salvaguardia de los intereses financieros, la satanización o criminalización de la disidencia y, al menos en España, una regresión cultural hacia valores conservadores en lo religioso y lo moral con el apoyo manifiesto o implícito del Estado en el ámbito de lo público. Las izquierdas parecen incapaces de reaccionar o, mejor dicho, se limitan a reaccionar, sin poder ofrecer un diagnóstico propio y un conjunto de propuestas priorizadas, coherentes y viables: un programa político. Un programa político que consiga transformar la realidad y evitar un capitalismo indomesticable, para lo que es condición indispensable conocerla, registrarla, metabolizarla. Es decir, un programa político radicalmente reformista. El programa político propio de una socialdemocracia que – en expresión de Ludolfo Paramio – es actualmente una socialdemocracia maniatada.

Existen otras izquierdas. Las izquierdas celestiales. Izquierdas e izquierdistas que piden al mismo tiempo salir del euro y establecer una renta básica universal, no pagar la deuda pública e iniciar un programa de inversiones en obra civil, ganar las elecciones y ciscarse en el sistema político-electoral, ocupar un escaño en el Congreso de los Diputados y salir a la calle para unirse a manifestantes que gritan no nos representan. Las izquierdas que agitan un papelito –sin una gramo de análisis económico – en el que se afirma que se podrían recaudar fiscalmente 60.000 millones de euros más pero que olvida que la deuda pública y privada suman más de un billón de euros en este país y que se encuentran, en buena parte, interrelacionadas, las izquierdas que prometen el pleno empleo pero para lo que lo mejor sería regresar a la legislación laboral de 1982. Una combinación letárgica entre populismo, radicalismo y viejas fórmulas de la socialdemocracia de entreguerras. “Que la realidad”, dice el viejo adagio periodístico, “no me estropee un buen titular”. “Que la realidad”, podrían remedar las izquierdas celestiales, “no me estropee una buena revolucioncita, pero sin hacer pupa a nadie”.  Ahora lo mas florido –y se hace mucho desde el cielo de la izquierda redentora — es equiparar el PP y el PSOE. José Luís Rodríguez Zapatero llegó al poder con un proyecto incompleto, bastante oportunista y no suficientemente meditado, pero bastaría con recordar la ley de Dependencia, el matrimonio homosexual, los avances políticos y legislativos a favor de la mujer, el incremento de las becas o el aumento de los presupuestos  públicos de I+D+I para comprender que incluso un socialdemócrata tan moderado, mercadotécnico y errático como Rodríguez Zapatero presenta diferencias apreciables con la derecha española.

Una parte fundamental del nuevo reformismo socialdemócrata está relacionado necesariamente con el presente y el futuro del proyecto de la Unión Europea. En un libro reciente y muy interesante, La crisis de la socialdemocracia, Ignacio Urquizu plantea que la cesión de soberanía nacional a la UE se ha traducido en una desdemocratización  de la vida política española, francesa, italiana, etcétera. Las restricciones a la capacidad de los gobiernos democráticos nacionales – su cada vez más limitado margen de maniobra – no han tenido como contrapartida en la capacidad de los ciudadanos europeos de influir en las instituciones supranacionales. Solo desde Europa se pueden implementar un ambicioso programa de reformas socialdemócratas – desde una fiscalidad común hasta planes de inversiones que actúen como estímulo económico– que ahora están vetadas a los gobiernos nacionales. Desde este punto de vista la Unión Europea es el principal teatro para la revitalización de la izquierda reformista, subsanando los errores de concepción de la arquitectura político-institucional europea y rompiendo la hegemonía ideológica cultural del neoconservadurismo: el Banco Central Europeo no puede seguir teniendo como único objetivo, por ejemplo, el control obsesivo por la inflación. En el ámbito de un capitalismo globalizado solo cabe responder con eficacia democrática y verdadera capacidad de reforma desde una unidad política supranacional.

Esto no quiere decir – desde luego, el profesor Urquizu no lo dice – que fuera de Bruselas y Estrasburgo no se pueda hacer nada. En realidad está todo por hacer. Desde la reforma de los partidos socialdemócratas –rompiendo la oligarquización enquistada y renovando los sistemas de selección de élites dirigentes y candidatos – hasta propuestas concretas en materia económica, laboral y fiscal. ¿Por qué el Estado de Bienestar solo puede financiarse a través de  aportaciones de los trabajadores y no complementariamente con impuestos específicos? En la alta tasa de desempleo que soporta España (no se diga Canarias) incluso en ciclos de crecimiento sostenido, ¿no ha incidido en absoluto una legislación laboral que dualiza terriblemente el mercado de trabajo? ¿El contrato único es realmente una pesadilla de derechas o una oportunidad? ¿La denominada mochila austriaca no podría ser un complemento de una pensión de jubilación pública? ¿Por qué la izquierda se ha dejado secuestrar por la derecha las virtudes del mérito y del esfuerzo, cuando la izquierda siempre amó en el pasado –quizás un poco exageradamente, es cierto – la meritocracia? En su libro, el profesor Urquizu establece tres fases en la evolución de la socialdemocracia: reformismo, remedialismo y resignación. Se trata, precisamente de, adaptándose a los imperativos de una  realidad mucho más compleja y dinámica, que la que vivió el viejo Bernstein, de romper esa resignación de gestores de buena voluntad y resultados indiscernibles de la derecha y volver a la senda reformista.

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