reformas políticas

Ciudades-islas

Gran Canaria y Tenerife son ciudades- islas. Lo son ya hace unos veinte años. Tal y como lo describía Federico García Barba hace ya tiempo, Tenerife “ha venido evolucionando en el último medio siglo hasta llegar a transformar su plataforma costera, relativamente llana, en un sistema metropolitano altamente urbanizado (…) Podría asimilarse a una especie de ciudad anular en la que conviven espacios urbanos con zonas de cultivos, todo ello pautado por una estructura viaria potente y una extensa red de barrancos que definen el desagüe territorial”. Esta definición podría aplicarse perfectamente a Gran Canaria. Y a Fuerteventura y Lanzarote, con algunas características estructurales diferenciales, por supuesto. El propio García Barba ha enfatizado –como otros urbanistas y arquitectos canarios, a los que no se ha prestado precisamente una atención exhaustiva desde el poder – que hay que superar un concepto casi mítico de isla – continentes diminutos donde todavía existen aficionados al desprecio de Corte y la alabanza de aldea – para poder ejercer un control real sobre su territorio, sus potencialidades económicas y su salud ecológica y medioambiental. Es difícil asumir que ya no vivimos en islas, sino en ciudades insulares, pero esa realidad debería permear las estrategias de desarrollo y de cohesión social del país de parte de los legisladores y de las administraciones públicas, si las hubiera o hubiese.

La realidad isla ciudad, con una densidad de población superior a 300 personas por kilómetro cuadrado (y creciendo) implica necesariamente cambiar praxis políticas, normativas y  modelos de organización administrativa. No podemos seguir creciendo turísticamente. Hemos llegado al límite y la actividad turística está empezando a vampirizar el crecimiento a largo plazo, no a impulsarlo, a exigir que, como sus empleados, seamos más pobres, no a posibilitar que podamos ser más ricos. No basta con poner un proyecto que ya cuenta con todos los permisos y bendiciones técnico-administrativas en información pública, penúltimo trámite procedimental para su definitiva aprobación, como anteayer les gritaba vergonzosamente el presidente del Cabildo de Fuerteventura, un tal Sergio Lloret, a los que en el último pleno de la corporación protestaban por la instalación de una “ciudad del cine” de la empresa Dreamland Studios en las proximidades de las dunas de Corralejo. “¡Presenten ustedes alegaciones!”, chillaba. Gracias al voto de calidad del tal Lloret el  Cabildo majorero aprobaba el expediente para declarar Bien de Interés Insular este proyecto privadísimo. Lo mismo ocurre con la muy selectiva Cuna del Alma en Tenerife o con el mesiánico Salto de Chira  en Gran Canaria. Es imprescindible la reforma de la ley 39/2015 del Procedimiento Administrativo Común para que la información sobre proyectos o inversiones sea accesible antes de la última pase de su tramitación administrativa, en especial, cuando tales inversiones y proyectos evidencien, por su financiación, su extensión superficial, su volumetría o su actividad un impacto material relevante sobre el territorio y un impacto potencial sobre el medio ambiente.

Otra  reforma administrativa imprescindible – e inconcebible para los partidos políticos – consiste la simplificación del mapa municipal en Canarias. Es grotesco mantener 31 municipios para 2.000  kilómetros cuadrados en Tenerife, o 21 para 1.560 kilómetros cuadrados en Gran Canaria o 3 para 268 kilómetros en El Hierro. Menos burocracia municipal y más participación democrática y un Cabildo que sea el que finalmente apruebe o desapruebe –con el informe favorable o desfavorable de la Cotmac — proyectos como los citados anteriormente, ampliamente informados y con una mayoría reforzada para su autorización definitiva.  La isla ciudad debe tener una nueva gobernanza basada en la transparencia, la desburocratización y la prioridad de una protección inteligente del territorio.  

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Las reformas como único camino

Hay gente horrorizada por el fin de los tiempos. Creo que debemos desterrar semejante neurosis. Mejor descreer de cualquier épica embriagadora. “Le tocó, como a todos los hombres, malos tiempos en los que vivir”, comentaba Borges de un poeta bisabuelo suyo, y los más viejos y mejor instruidos del lugar saben que, no hace tanto, se vivieron tiempos aquí más oscuros, ásperos y menesterosos. Habría que huir de los que creen que todo se derrumbará en un ciclón de catástrofes o los que esperan que el asalto al cielo se consume por K.O democrático. Modestamente no creo en las revoluciones. Tampoco en las que se pretende realizar a través de las urnas. De lo que se trata en de desinfectar el debate político, precisamente, de cualquier fideísmo. La sentimentalización de la política es algo nauseabundo y representa la otra cara de la moneda de curso actual: el indescriptible cinismo de los ganadores de siempre y de los que se engalanan con representar a los que siempre han perdido. No crean a los que prometen acabar con la corrupción política cuando cada día uno de los suyos es imputado o ingresa en prisión; no crean a los que sostienen que finiquitar la corrupción política (o los desahucios, la deuda pública, el desempleo o la exclusión social) puede hacerse de un plumazo, firmando un decreto o frangollando unos presupuestos públicos tramposos. Simplemente es la hora de las reformas políticas y administrativas que garanticen el funcionamiento más o menos decente y eficiente de un Estado democrático como el definido en la Constitución de 1978, la apertura a una participación política más amplia y transparente y la adaptación de un Estado de Bienestar para el siglo XXI: educación, sanidad y servicios sociales. Nada más y nada menos que eso.

Y existen análisis, propuestas y experiencia política acumulada en Europa y en América. Uno de los ejes prioritarios de un plan de reformas pasa, por supuesto, por amputar la feroz politización – partidización — de organismos y administraciones públicas, que toda la literatura politológica asocia al crecimiento de la corrupción política. Algunos opinan, en fin, que esto se resuelve con presupuestos participativos y otras zarandajas democratoides, pero en los países con menos corrupción política (Suecia o Nueva Zelanda) tienen otras fórmulas. Por ejemplo, en las administraciones municipales, contratando a un equipo de gestión con objetivos concretos y presupuestos inamovibles que fiscalizan los concejales, a los que se reserva una función normativa y reglamentaria. En una ciudad sueca de la población como Santa Cruz o Las Palmas, el alcalde solo pude nombrar a tres o cuatro cargos públicos. Es francamente difícil corromperse así.

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