Retiro lo escrito

Llamaradas

Los incendios forestales causan pavor, desolación y pesadumbre en cualquier sitio, pero estos sentimientos son particularmente intensos en estas ínsulas. Quizás porque esta todavía era una sociedad mayoritariamente rural hace apenas medio siglo y persisten aun fuertes lazos simbólicos con el campo y la naturaleza; tal vez porque, intuitivamente, los isleños temen por los pocos ecosistemas relativamente incontaminados que nos quedan. El hecho es que los incendios forestales, en Canarias, siempre se evalúan y viven como catástrofes indescriptibles, un furioso armageddon de fuego en el que se entremezclan lágrimas de impotencia y una rabiosa pulsión irrefrenable por buscar ya no responsables, sino culpables. Alrededor de las llamas los canarios  practican una catarsis tribal de dientes apretados y ojos aguachentos que suele durar todo lo que se extienden las transmisiones en directo de la tele autonómica.
El último incendio importante, el que ha afectado a las cumbres de Gran Canaria, ha supuesto de nuevo la repetición de todo el ritual. Por supuesto que un incendio – sobre todo si es extenso en superficie, alcanza barrancos poco accesibles y se prolonga varios días – produce daños económicos perfectamente evaluables para la comunidad, afecta a economías familiares y, menos habitualmente, puede costar vidas. Pero no se trata únicamente de eso, sino del histerismo que se genera, del patriotismo tuitero que reproduce, de la histérica atención mediática a la que sirve de pretexto, de las acusaciones multidireccionales que incendian el espacio público. Alguien tendría que decir que la inmensa mayoría de los incendios forestales que se producen en Canarias suponen, sin duda, un perjuicio material incontestable, pérdidas económicas, angustia vecinal, pero que los montes se recuperan en un proceso natural que dura varios años y al que conviene, sin duda, prestar todo el cuidado científico, técnico y normativo disponible.
En cambio, el incendio social que consume a Canarias, esa tasa de desempleo superior al 35% de la población activa, que alcanza el 55% entre los menores de 26 años, no es recuperable, como muy probablemente no lo son los servicios y programas sociales y asistenciales que se han sido estrangulados o extinguidos a golpe del Boletín Oficial del Estado. Para nuestra vida cotidiana y la de nuestros hijos y nietos, para el proyecto de una sociedad democrática, en fin, el desempleo estructural, la destrucción del Estado de Bienestar y el aumento de la pobreza y la exclusión social son una amenaza mucho más aterradora y fulminante que cualquier incendio. Pero los ciudadanos no reaccionan. Siguen embelesados por la belleza hipnótica de las llamas que no le alcanzarán mientras le carbonizan el presente y sepultan las cenizas de su futuro.

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A punto

Primero, toda la infecta trompetería propagandísticca alrededor de las cifras de la Encuesta de Población Activa: esos 72.000 puestos de trabajo creados en el anterior trimestre del año en curso. Pues bien, si se desestacionalizan los datos, el paro no baja, sino que se incrementa, muy moderadamente, pero se incrementa todavía en un par de décimas porcentuales.  La caída de la población activa no se interrumpe y baja un 1,6% respecto al mismo trimestre del año anterior: gente que ya no busca empleo porque se las arregla con las chapuzas, vive gracias a la pensión de los padres o abuelos o ha emigrado echando leches. La inmensa mayoría de los empleos creados en julio, agosto y septiembre son temporales y su duración media es de apenas dos meses. Basurientos y fugaces empleos, como demostrará la EPA a principios del próximo año. ¿Se ha superado la recesión? Desde un punto de vista técnico, puede que sí. Pero el crecimiento del PIB será a corto y medio plazo apenas un eructo, el empleo que se generará será corto, de pésima calidad y ligado a factores estacionales y al rumbo de las exportaciones, y así no hay manera de garantizar el pago puntual de la deuda pública ni es viable el casi desarbolado Estado de Bienestar que todavía resiste en este país. La crisis ya no es una coyuntura económica, sino un estilo de gobierno, un programa político dirigido a transformar un modelo social, una catástrofe institucionalizada.
Canarias ha sumado 22.000 desempleados más y ya ha superado el 35% de la población activa en paro. Que ocurra durante los meses de verano –cuando las contrataciones aumentan empujadas por el turismo, que ha presentado buenas cifras de ocupación –exige un diagnóstico inmediato, descarnado, brutal incluso, y no una carta al Rey más mago. Porque esto está a punto de estallar. Ni la economía sumergida, ni la solidaridad familiar, ni los paliativos de unos servicios sociales escuchimizados pueden desactivar una bomba de relojería cada día más cebada por la miseria, el miedo, la humillación. Están absolutamente equivocados los que creen lo contrario. Están absolutamente errados los que suponen que la somnolienta (y suicida) paz social  se mantendrá se haga lo que se haga a los ciudadanos, a los que se está tratando como basura biodegradable. En el Archipiélago la combinación entre la medicina diabólica de los recortes públicos y el aumento de la fiscalidad y la supresión de programas y ayudas que compensaban la insularidad y la lejanía está destruyendo cualquier futuro democrática y socialmente tolerable para los canarios. Está a punto de ocurrir algo. Por una vez quisiera equivocarme, pero no creo que sea nada bueno.

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La hora de la censura

El profesor Santiago Pérez ha publicado, en el diario canariasahora, un muy interesante artículo sobre la denominada ley antitránsfugas, que es la que se intentó poner en marcha en Tacoronte, por parte de las direcciones federal y regional del PSOE, para evitar la moción de censura que ha desplazado al hasta hoy alcalde, Álvaro Dávila. El planteamiento inicial de Santiago Pérez es (creo) irreprochable. La ley antitránsfugas corre el riesgo de convertirse en un instrumento más al servicio de las élites de las organizaciones políticas, y unos militantes que no han intentado abandonar el partido no se transforman automáticamente en tránsfugas por la decisión de echarlos. En todo caso los militantes deben tener garantizados sus derechos como tales: no se les debe, al menos en una organización que presuma de democrática, tratar como agua sucia que no tiene ni la primera ni la última palabra.
Sin embargo, en sus consideraciones posteriores, opino que el profesor Pérez se equivoca y lleva (o arrastra) el debate conceptual de la normativa jurídica al terreno de sus convicciones políticas y éticas en el caso de Tacoronte. Primero, el pacto entre CC y PSC-PSOE firmado en 2011 nunca pretendió ser un acuerdo en cascada, porque la praxis política regional de los últimos treinta años ha demostrado que tal ambición estratégica es insostenible, y ahí está el ejemplo de Granadilla, donde gobiernan socialistas y conservadores desde el comienzo del mandato, para demostrarlo. En segundo lugar, las mociones de censura son, por supuesto, y tal y como sostiene Santiago Pérez, un mecanismo legítimo, aparte de legal, para remover mayorías de gobierno. Pero las mociones de censura – ni siquiera las que se presentan contra alcaldes coalicioneros – no resultan meramente expresión de la excelsa libertad de concejales que quieren volar por su cuenta. A veces los que se echan a volar – el mismo Pérez lo sufrió varias veces como dirigente socialista — son verdaderos pájaros, y al respecto de Tacoronte, será muy interesante conocer los contratos y adjudicaciones que se ejecuten a partir de ahora por la Concejalía de Asuntos Sociales, particularmente, los referidos a la asistencia domiciliaria. Por último es difícil compartir ese punto de vista, tam rotundamente expresado por don Santiago, según el cual la ideología del adversario político — entiéndase siempre CC — se reduce a la obsesión por el poder. Es una acusación particularmente curiosa en la escena tacorontera cuando el adversario, que ganó las elecciones, es apeado por los que las perdieron. Buscar el poder no es una ideología: es el incentivo básico de los partidos en los sistemas de representación democrática.

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Pornografía

Anda el Gobierno de don Mariano Rajoy felicitándose whitmanianamente (yo me celebro y yo me canto) por lo bien que ha hecho las cosas y la inminente salida de la crisis económica. Es lo nunca visto, Y esta es la gentualla que criticaba entre vómitos o risas los brotes verdes de Elena Salgado. La misma gentualla, efectivamente, cuenta ahora que todo lo peor está quedando atrás a los seis millones de desempleados del país y a las decenas de miles de empresarios que han tenido que echar el cierre para siempre jamás y a los enfermos crónicos sin medicación y a los que deben abandonar los estudios universitarios y a los que emigran a toda leche. Es pura pornografía política por parte de sujetos que han perdido el último ápice de vergüenza y que están convencidos que la propaganda no debe influir en la realidad, sino sustituirla, y quien no actúe conforma al guión propagandístico, es un depravado, un amargado, un estúpido o quizás un etarra. El último spot consiste en cacarear sin tomar resuello sobre las multimillonarias inversiones que en los dos últimos meses han caido, como un maná de leche y miel, sobre las heroicas tierras de España. Como figurante de lujo – y al mismo tiempo productor en las sombras – Emilio Botín ha declarado, exultante, que está llegando dinero de todas partes a España. Una orgía de pasta desenfrenada. Solo falta que Cristóbal Montoro contrate a la orquesta Wamanpy para que actúen en directo en la Bolsa de Madrid.
Hasta el mes de septiembre pasado –son cifras del Ministerio de Economía – se registraron más de 17.500 millones de euros de entradas totales netas en España por fondos de inversión extranjeros. Es una cifra ciertamente apreciable, sobre todo teniendo en cuenta la retirada de capitales que se pudo observar en los tres años anteriores, pero como ocurre con la gran mayoría de los países de la zona euro, esos 17.500 millones no se dirigen a inversiones productivas, sino a la participación en activos financieros: ampliaciones de capital o compra de empresas ya existentes (es lo que ha hecho Bill Gates, o más exactamente, uno o varios fondos de sus fondos de inversiones, con el 6% de FCC). El 87,7% de las inversiones no se interesan por la creación de nueva actividad económica: son operaciones financieras que se dedican a reciclar capital. Y, por supuesto, esta rotación de activos financieros no tendrá, por lo tanto, maldita incidencia en el aumento de la producción o en la multiplicación de los puestos de trabajo. Nada que justifique la impostada, ridícula y canallesca euforia gubernamental mientras se presenta un proyecto presupuestario para 2014 que garantiza una vida peor para (casi) todos.

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Idiotas

El diputado conservador Manuel Fernández – ceniciento dirigente al alba y ubicuo empresario al atardecer sin el cual la historia interna del PP canario del último cuarto de siglo resulta incomprensible  — ha llamado directa y explícitamente idiotas a todos aquellos que se oponen a las prospecciones de Repsol al este de Lanzarote y Fuerteventura. Idiotas. Es interesante. En general el señor Fernández es más interesante de lo que su apariencia promete, aunque por desgracia despierta menos interés de lo que merece. Recordemos que, en la pasada legislatura, se pudo saber –casi milagrosamente – que el señor Fernández cobraba como diputado con dedicación exclusiva, pero había solicitado y obtenido de la correspondiente comisión parlamentaria autorización para desarrollar otras actividades, entre las cuales figuraba labores de intermediación de una relevante empresa con las administraciones públicas. En un país con menos idiotas que este, ciertamente, el señor Fernández hubiera debido dimitir, con grave riesgo para la continuidad de su largísimo y neblinosa carrera política, pero aquí no pasó nada, es decir, sí pasó: el señor Fernández siguió amarrado a su escaño, y desde ahí ha llamado idiotas a bastantes miles de ciudadanos.
En la antigua Grecia se denominaba idiotikós a aquellos miembros de la polis que se desinteresaban de la política, que mostraban un desinterés supino por los problemas de la vida común, que se negaban a participar en los asuntos públicos. Los ciudadanos canarios que se han manifestado contra las prospecciones petrolíferas quizás estén equivocados, pero desde un punto de vista político no son idiotas precisamente. El señor Fernández tiene, en cambio, sus idiotas preferidos: son los que no se manifiestan, los que no participan ni se interesan en el debate, los que se ausentan de aquello que, para bien o para mal, influirá en sus vidas cotidianas. Los idiotas a los que ama el señor Fernández son aquellos que admiten su exclusión de la política, los que dejan hacer, los que creen o quieren creer que la democracia consiste en votar cada cuatro años – a figuras de la altura intelectual de Manuel Fernández, por ejemplo – y desentenderse de lo que ocurra, aceptarlo con resignación ejemplar, hasta la próxima vez que les toque acercarse a una urna. Son numerosos y son calladitos y por eso el partido del señor Fernández los ha llamado la mayoría silenciosa. Todo lo contrario a una ciudadanía que merezca ese nombre, informada y vigilante, porque si la mayoría estuviera constituida por ciudadanos informados y vigilantes el señor Fernández no tendría ni una puñetera posibilidad de insultarlos desde un escaño.

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