Gran Canaria

El proyecto soy yo

Me dirán ustedes que estas liturgias partidistas han sido siempre más o menos así, una autocelebración en la que todos los protagonistas exudan la alegría de ser ellos mismos y de reconocerse como miembros de la misma y feliz y maravillosa tribu, pero convendrán conmigo en que en los últimos años estas babosadas están llegando a un nivel insoportable. Un magnífico ejemplo lo proporciona la proclamación como candidata a la alcaldía del ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria de Carolina Darias, todavía ministra de Sanidad, que se plantó en el acto con la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, a un lado, y Ángel Víctor Torres, el presidente de las desgracias victoriosas, al otro. Montero participó en la guasa en su calidad de vicesecretaria general del PSOE, un suponer, y respecto  a Torres, es el presidente de las catástrofes siempre superadas con una sonrisa, una suerte de héroe de Marvel cenizo, un Thor que en vez de un martillo lleva una espumadera con la que convierte cada crisis en buñuelos para su pueblo.

“Aquí empezó todo”, dijo la señora Darias, y creánme que puse atención porque yo ignoraba que el PSOE o el municipalismo hubieran comenzado en Las Palmas. Pero no, la ministra se refería, humildemente, a sí misma. Que la candidata a alcaldesa de una gran ciudad se refiere a sí misma en el arranque su primer discurso como aspirante habla estupendamente de las prioridades de la oradora. No de la visión que tiene de la capital, sino de sí misma. Sintéticamente: es una triunfadora que después de ser coronada por múltiples laurales vuelve a su domus para rendirle el servicio de una sacrificada pero dichosa vestal. Darias va contando su cuento y lo salpica con alusiones a los dirigentes presentes, Fulanito lo sabe, Menganito me conoce bien, Perenganita me dio el mejor consejo. Era como para castañetear los dientes. ¿Y cómo no va a ser una buena alcaldesa si es de Las Palmas y quiere a su ciudad y está enamorada de todos sus vecinos? Ni una sola idea programática, ni una propuesta concreta, ni la más ligera pista del contenido de su agenda. La ministra se ha aprendido el entusiasmo mitinero (los saltitos, los gritos emocionados, los aspavientos entusiastas) como se estudia una oposición, lo que sin duda tiene su mérito, porque detesta íntimamente esas poses. Por supuesto a su lado todo fue peor. Ángel Víctor Torres se puso a hablar de las subidas del salario mínimo interprofesional, que como tema municipal parece algo exótico, mientras que Augusto Hildalgo recitó un fábula sobre sus éxitos como alcalde y soltó, sin duda, la máxima guanajada de la noche: “Carolina Darias ha puesto a Canarias en el mapa internacional”. En ningún momento aclaró Hidalgo las razones de este excepcional logro cartográfico. También dijo que la ministra “ha demostrado cómo se gestiona una pandemia”. Habrá querido decir que Darias ha mostrado cómo se gestiona una pandemia. Es difícil decirlo porque Hidalgo no sabe hablar. Ni siquiera conoce el significado de los tiempos verbales y por eso es capaz de expectorar perlas como ésta: “Estábamos convencidos de que estábamos haciendo una apuesta para transformar la ciudad”. Ya no lo están, por lo visto. Ni ellos ni los vecinos. En eso sí han logrado coincidir, después de tres años y medio, con la mayoría social.

Lo cierto es que Darias es la candidata por dos razones. La primera porque su designación evita enfrentamientos entre Augusto Hidalgo y Sebastián Franquis y sus respectivas mesnadas por la púrpura municipal. Y segundo porque así lo decidió no la agrupación local de Las Palmas, ni la dirección insular del PSOE ni ningún órgano de la organización canaria, sino Pedro Sánchez, y Pedro Sánchez nunca se equivoca y cree o finge en el infinito atractivo electoral de sus ministros. En esto los socialistas canarios no han tenido nada que decir. Para variar.

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La renovación franquista

A Sebastián Franquis – en fin, a su propuesta de comité ejecutivo — le han votado el 85% de los delegados de un XIV Congreso del PSOE de Gran Canaria que pareció más una digestión común que una reflexión colectiva. Para conseguir ese resultado, ciertamente inhabitual en la organización grancanaria en los últimos lustros, han bastado dos circunstancias: celebrar la reunión de los socialistas grancanarios después del congreso regional y que el PSOE disponga en el presente de un amplio poder político e institucional: el mayor que ha acumulado nunca en el Archipiélago. El poder, obviamente, es el inmejorable cemento para preservar ya no la unidad, sino la práctica unanimidad del partido. Aun así Franquis no cedió en algo lo que entendía como innegociable. Servidor está convencido de que Augusto Hidalgo jamás hubiera podido derrotar a Franquis, y sospecho que Franquis así lo creyó hasta el último momento. El PSOE grancanario sigue gobernado firmemente por el consejero de Obras Públicas y Gustavo Santana – un hidalguista incrustrado en el Gobierno y la UGT – está ahí como vicesecretario general más para mirar que para mandar.

¿Discurso político, programático, ideológico? Prácticamente ninguno. En ese sentido Franquis siempre fue un posmoderno avant la lettre  para quien el poder era un proyecto en sí mismo porque de él derivaban todos los demás. Tiene grabada a fuego la lógica del superviviente y por eso tal vez deteste a Hidalgo, que es capaz de sonreír ante un apocalipsis zombi porque sería una gran oportunidad para abrir más zanjas y hacer más agujeros en Las Palmas de Gran Canaria. Lo relevante – eso sí lo dijo Franquis en su discurso – era fortalecer la unidad para ganar las próximas elecciones. Y las siguientes. Y las siguientes de las siguientes. Cuando se elaboraba la Ley Orgánica del Estado de 1966 Franco le cuchicheó a uno de sus amanuenses, que le preguntó por la filosofía del Movimiento: “Déjelo estar. Usted ponga en la ley el Movimiento aquí y allá, como un paisaje o una melodía de fondo y ya está”. Más o menos ese es el papel de la ideología progresista en la concepción del psocialismo de Franquis y sus adláteres. Por eso mismo choca de vez en cuando con la fraseología del PSOE más actual relativa al feminismo o a la sostenibilidad ambiental. Por ejemplo, en el núcleo del poder de la nueva comisión ejecutiva insular no hay ninguna mujer. Por supuesto, ninguna compañera se quejó al respecto, faltaría más.

Respecto a las ambiciones personales del secretario general reelegido, los más discretos apuntan a que Franquis, simplemente, quiere seguir en el Gobierno autonómico, es decir, en el Gobierno, en el escaño parlamentario y en la secretaría general, y nada más. Otros han insistido en estos días en que tiene un ojo puesto en las encuestas, como siempre, y que no ha abandonado su querencia por el ayuntamiento de Las Palmas, donde fue concejal en el poder y en la oposición durante muchos años. Pero ese ensueño probablemente lo frustró Hidalgo para los restos.  Y Franquis, endurecido en 35 años de ejercicio político, astuto, hábil y fajador, no reúne, en cambio, las mejores condiciones para compartir el poder, fabricar consensos y repartirse áreas e influencias.

El PSOE canario habrá culminado su renovación congresual en el cónclave de los tinerfeños en este mismo mes. Es una renovación ciertamente curiosa, porque queda finiquitada con una ampliación de los equipos de dirección para acomodar a todos y a todas y con la continuidad de la insoportable levedad de dirigentes que acumulan décadas de cargos públicos. Una cartelización del partido, que ya es un mero instrumento del Gobierno y de sus propias élites. Todo atado y bien atado. 

 

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Qué querrán

Es una anécdota que he escuchado en muchos sitios, yo la oí por primera vez en boca de Gilberto Alemán, que me definió una vez el insularismo como “un delito de lesa patria canaria” o algo así. A principios de los años cincuenta dos chicharreros bajaban en el viejo tranvía a Santa Cruz y en el horizonte se dibujó, nítida, la silueta de la isla de Gran Canaria, y uno de los amigos le dijo al otro: “Carmelo, que clarita se ve hoy Gran Canaria”, y el otro, frunciendo el ceño, declaró: “Sí. Qué querrán”. Si confío en que el insularismo ya no forma parte de la dinámica real de la vida pública de Canarias, y ha quedado reducido a un (peligroso) recurso propagandístico de partidos y líderes, es porque hoy no escucho en el tranvía conversaciones tan ocurrentes como esa, y porque para miles de adolescentes y jóvenes Gran Canaria (o Tenerife) es una prolongación de su propia isla, de sus experiencias y sus expectativas vitales.
El insularismo tienen su explicación histórica, como el cáncer tiene su explicación médica, pero es una patología política sumamente dañina y sus restos incandescentes contribuyen aun a dificultar la construcción de una comunidad unitaria con capacidad para dedicarse enteramente a sus problemas estructurales: su modelo de desarrollo y conexión en un mundo globalizado, ferozmente competitivo y en mutación continua; su declinante productividad y escasa cualificación profesional; su altísimo desempleo, la rampante desigualdad social, su insuficiente (y deficiente) sistema de servicios públicos y la baja calidad de su democracia. “La ideología dominante”, escribió Marx, “es la ideología de la clase dominante”, y este aserto se cumple escrupulosamente con el insularismo, ideología de combate entre las oligarquías tinerfeñas y grancanarias durante más de siglo y medio que terminó contaminando con sus ridículas miasmas hasta a las clases más humildes, especialmente en la isla occidental. El insularismo no deja de ser una manifestación doctrinal (y una estrategia política en su momento) de la tesis del enemigo exterior. Si algo marcha mal – advertía el bloque de poder isleño en uno u otro territorio — la culpa es de los de fuera. Que los de fuera sean zarrapastrosos como yo que viven a cien kilómetros de la costa no tenía apenas importancia. Tenerife impedía el crecimiento de Gran Canaria. Gran Canaria amenazaba el futuro de Tenerife. En un espacio físico y mental tan diminuto – el parterre de nuestra estupidez idiosincrásica – incluso tuvimos ocasión de construir estereotipos. El grancanario era un negociante capaz de vender a su madre al mejor postor y el tinerfeño un gandul presuntuoso con ínfulas de grandeza insoportables que hablaba del Teide como si fuera producto de su esfuerzo personal.
Las élites de las islas centrales no actuaban irracionalmente desde la óptica de sus intereses a corto y medio plazo. Tal y como señala el historiador Antonio Macías “la vía de acceso al capitalismo decimonónico fue la isla, no el Archipiélago; de ahí que las élites insulares rivalizaran por el control de los recursos externos que podían maximizar sus estrategias productivas, y de ahí que no fraguara un movimiento nacionalista potente en este periodo histórico”.  Para la captación de recursos externos devenía imprescindible la capitalidad, y más tarde, la provincia propia, es decir, el control de la administración local, la vía para un diálogo autónomo con Madrid,  una palanca política y burocrática para la presión, la influencia y la innovación, y en eso se volcó el bloque de poder de Gran Canaria, mucho más lúcido, proactivo y ambicioso que el tinerfeño durante la Restauración canovista, y que tuvo además un inteligente paladín en la figura de  Fernando León y Castillo. Después de un breve periodo de distensión  signado por la Ley de Cabildos de 1912 se recrudeció la batalla política y periodística hasta que un decreto de Primo de Rivera vino a crear la provincia de Las Palmas en 1927. Después de la guerra civil, el insularismo quedó congelado durante los casi cuarenta años de dictadura franquista, pero las fiebres pleitistas arreciaron de nuevo en la creación de la Comunidad autonómica. El insularismo redivivo fue el caldo de cultivo de las Agrupaciones Independientes de Canarias y sin duda influyó notablemente en que se eligiera como circunscripción electoral la isla y no la provincia.  El último episodio embadurnado de insularismo fue la reclamación de un nuevo colegio universitario residenciado en Las Palmas de Gran Canaria en 1989.
El insularismo como praxis política no puede prosperar en la Comunidad autonómica: el partido que lo practique tenderá a suicidarse en el plazo de pocas legislaturas.  Pero el insularismo sigue funcionando como mecanismo propagandístico y como método de descalificación política. Cuando Carlos Alonso o Antonio Morales adoptan posturas insularistas están dedicándole carantoñas a su parroquia, sin prejuicio de que lleven encriptadas mensajes a sus socios de coalición, sus superiores jerárquicos o sus propias ambiciones. Alonso lo emplea sobre todo para coagular su liderazgo todavía demasiado líquido y Morales busca a la vez ser el supremo defensor de Gran Canaria y el guardián de las esencias de la izquierda frente a un Gobierno autonómico que, pese a la presencia socialdemócrata, considera básicamente conservador.  Por ese camino, por supuesto, se corren riesgos innecesarios. Alonso puede juguetear con la estabilidad del Ejecutivo regional. Morales y sus compañeros de partida hablar del Cabildo de Gran Canaria como un “contrapoder” frente a las instituciones controladas por “la vieja política reaccionaria y enemiga del cambio”. Pero los cabildos no son instrumentos de contrapoder, sino instituciones de la Comunidad autonómica, y pervertir su naturaleza política y administrativa a favor de un proyecto político concreto supone todo un aldabonazo antidemocrático.
El pleitismo es, en definitiva, un viejo y reconocible fantasma que todavía nos visita cuando arrecia una crisis, fracasa la voluntad de diálogo o se busca fidelizar electoralmente a los tuyos o conseguir titulares martirológicos. El mismo Fernando Clavijo es acusado de insularista porque “enfrenta a las islas menores con las mayores”. Es difícil entender en qué puede beneficiar a Clavijo y a Coalición tan maquiavélico designo dentro o fuera de las urnas.  Todo el que llega al glorioso matadero de la Presidencia del Gobierno sabe que su supervivencia política pasa por la multiplicación infinita y agotadora de equilibrios y los dirigentes de CC son agudamente conscientes de que su debilidad político-electoral en Gran Canaria es el principal problema para la continuidad en el poder del proyecto nacionalista y que esa debilidad no puede ser sustituida por nada. En todo   caso, cada vez que veo a responsables políticos mostrarse como desaforadas víctima del recalcitrante insularismo ajeno siempre pienso lo mismo: “¿Qué querrán?”.

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A vueltas con el pleitismo (y 3)

Sí, temo la coagulación de ese imaginario pleitista y victimista en Gran Canaria que caricaturiza el pasado, pero sobre todo emborrona y confunde el futuro. De nuevo el mantra de las sedes de las consejerías, verbigracia, robadas todas a tierras tinerfeñas, aunque jamás (jamás) se argumente con cifras, porcentajes y normativas semejante tremebunda acusación. Leo con estupor que el maestro Alemán incluso subraya la paciencia de Gran Canaria ante la circunstancia que en esta legislatura no solo el presidente, sino la mismísima vicepresidenta del Gobierno de Canarias sea tinerfeña. Realmente asombroso. Fue el PSC-PSOE quien designó a Patricia Hernández, a través de un proceso de primarias, candidata presidencial para las elecciones del pasado mayo. El PSOE, no Coalición Canaria, ni el PP, ni Podemos. ¿Por qué esto debe significar un baldón político para Gran Canaria? Los socialistas o los conservadores, ¿están obligados a proponer candidatos grancanarios si el de CC es tinerfeño?  ¿Y ese entrañable leyenda según en Gran Canaria no cuaja – se supone que por la indescriptible nobleza ideológica y/o genética de sus naturales – un partido insularista y así no han podido defenderse de los malvados insularistas de las restantes islas? Una leyenda, en efecto, porque en Gran Canaria también han surgido partidos insularistas, el penúltimo de los cuales se llama Nueva Canarias y está liderado por Román Rodríguez, exicánico y excoalicionero,  aunque el expresidente del Gobierno haya intentado con escaso éxito alcanzar acuerdos electorales fuera de su isla para enmascarar la naturaleza básicamente isloteñista – y desde hace mucho tiempo vergonzantemente pleitista — de su proyecto.
José Alemán apunta algo perturbador en Gran Canaria y que define como un “creciente pasotismo” que registra entre los grancanarios hacia la comunidad autonómica. Como si Gran Canaria – permítanme la expresión – se estuviera catalanizando en el contexto de la región: el regreso al insularismo como afán de hegemonía o entelequia de desconexión. Y eso es un disparate. Si Canarias debe cambiar la fuerza y la creatividad política, empresarial y cultural de Gran Canaria es indispensable. Y Gran Canaria, por supuesto, no puede cambiar y progresar – política y económicamente: mejor democracia, más prosperidad y más cohesión social  – encerrada en la retorta de la incredulidad o la indiferencia. Los problemas básicos de la sociedad grancanaria son idénticos a los de la sociedad tinerfeña: desde el mortífero desempleo estructural hasta el muy bajo gasto social per cápíta, desde nuestro fracaso escolar hasta la inaudita concentración de la renta y la ruinosa desigualdad social,  desde nuestra inserción en la economía globalizada hasta la degradación de nuestras ciudades, desde la corrupción hasta las excesivas insuficiencias de nuestro periodismo. Si distraídos por viejas banderas y verborreas no se unen fuerzas para exigir los cambios imprescindibles en las instituciones públicas y rechazar el cortoplacismo rentista y antirreformista de las élites del poder este país (y no solo el régimen autonómico) está perdido por los siglos de los siglos, por los pleitos de los pleitos.

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Llamaradas

Los incendios forestales causan pavor, desolación y pesadumbre en cualquier sitio, pero estos sentimientos son particularmente intensos en estas ínsulas. Quizás porque esta todavía era una sociedad mayoritariamente rural hace apenas medio siglo y persisten aun fuertes lazos simbólicos con el campo y la naturaleza; tal vez porque, intuitivamente, los isleños temen por los pocos ecosistemas relativamente incontaminados que nos quedan. El hecho es que los incendios forestales, en Canarias, siempre se evalúan y viven como catástrofes indescriptibles, un furioso armageddon de fuego en el que se entremezclan lágrimas de impotencia y una rabiosa pulsión irrefrenable por buscar ya no responsables, sino culpables. Alrededor de las llamas los canarios  practican una catarsis tribal de dientes apretados y ojos aguachentos que suele durar todo lo que se extienden las transmisiones en directo de la tele autonómica.
El último incendio importante, el que ha afectado a las cumbres de Gran Canaria, ha supuesto de nuevo la repetición de todo el ritual. Por supuesto que un incendio – sobre todo si es extenso en superficie, alcanza barrancos poco accesibles y se prolonga varios días – produce daños económicos perfectamente evaluables para la comunidad, afecta a economías familiares y, menos habitualmente, puede costar vidas. Pero no se trata únicamente de eso, sino del histerismo que se genera, del patriotismo tuitero que reproduce, de la histérica atención mediática a la que sirve de pretexto, de las acusaciones multidireccionales que incendian el espacio público. Alguien tendría que decir que la inmensa mayoría de los incendios forestales que se producen en Canarias suponen, sin duda, un perjuicio material incontestable, pérdidas económicas, angustia vecinal, pero que los montes se recuperan en un proceso natural que dura varios años y al que conviene, sin duda, prestar todo el cuidado científico, técnico y normativo disponible.
En cambio, el incendio social que consume a Canarias, esa tasa de desempleo superior al 35% de la población activa, que alcanza el 55% entre los menores de 26 años, no es recuperable, como muy probablemente no lo son los servicios y programas sociales y asistenciales que se han sido estrangulados o extinguidos a golpe del Boletín Oficial del Estado. Para nuestra vida cotidiana y la de nuestros hijos y nietos, para el proyecto de una sociedad democrática, en fin, el desempleo estructural, la destrucción del Estado de Bienestar y el aumento de la pobreza y la exclusión social son una amenaza mucho más aterradora y fulminante que cualquier incendio. Pero los ciudadanos no reaccionan. Siguen embelesados por la belleza hipnótica de las llamas que no le alcanzarán mientras le carbonizan el presente y sepultan las cenizas de su futuro.

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