Retiro lo escrito

En el Palace

La reunión del presidente Paulino Rivero en Madrid con representantes de los grandes bancos españoles y del empresariado turístico del Archipiélago brindó una imagen un tanto bizarra. Lo más sorprendente de la misma estribó, precisamente, en el contraste entre la pompa escenografía organizada – un gran salón en el Hotel Palace  tapizado de rojo con una mesa capaz de acoger medio regimiento de lanceros bengalíes – y las relativas vaguedades en las declaraciones finales. Casi todos los banqueros o bancarios fueron parcos en palabras mientras que Rivero y otros altos cargos del Ejecutivo pusieron el entusiasmo, los parabienes y algunas cifras francamente estupendas. Los bancos habrían expresado su voluntad de abrir “líneas de crédito ventajosas” a proyectos de rehabilitación y reforma de la planta alojativa turística en Canarias. Rivero apuntó al final de la reunión que los créditos podrían alcanzar nada menos los 3.000 millones de euros hasta el año 2020 para convertir en una realidad el plan renove de los hoteles isleños que el presidente defiende – muy razonablemente — como “única alternativa” para el sector de la construcción en Canarias.
El curioso mecanismo para alcanzar el maná crediticio consiste en articular convenios entre el Gobierno autónomo y los empresarios turísticos que serán bendecidos por las entidades bancarias. Pero, al parecer, los directivos de la banca no han leído ni uno solo de dichos documentos y menos aun conocen el “convenio marco” que regula la naturaleza jurídica y el funcionamiento de los mismos. ¿Qué aporta el Gobierno regional en este asunto? ¿Ha recorrido simplemente los despachos financieros para ablandar el corazón de piedra de sus egregios ocupantes hablándoles del sol y las playas de Canarias? ¿Ignoran los departamentos de riesgo y los servicios de estudio de los bancos españoles las cifras y perspectivas de la afluencia turística en Canarias o la situación crediticia de las cadenas hoteleras y las autoridades autonómicas han acudido raudas a explicárselo con patriótico detalle? ¿O es que el mismo Gobierno se arriesga en los convenios todavía invisibles a jugar cierto papel de avalista? Sería extremadamente conveniente que el Ejecutivo y su presidente aclararan estos extremos. Porque la grandiosa y promisoria foto del Palace, con su revuelo de corbatas se seda y su delicado hedor a dinero fresco, no se desintegrará en los próximos años y podría ser testigo de un nuevo y extenuante triunfo de la nadería.

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Cumpleaños

La niña que cumplía años llevaba semanas pidiéndolo: quería un mago en su fiesta. Un mago alto y ceremonioso de sombrero de copa donde extraer conejos rosados y una varita mágica capaz de materializar todas sus fantasías. Quería un mago, simplemente un mago, que hiciera todos los trucos y encantamientos que le pidieran ella y sus amigos. Que desapareciera una silla. Que una nube blanca surgiera del suelo. Que los colores del arcoiris se deslizaran sobre la azotea de su casa. Que repartiera chocolatinas surgidas prodigiosamente de sus manos. A ver qué amigos podrían presumir de contar con un mago, un mago inequívoco, con su capa, sus guantes, su sombrero de copa y su varita mágica en su fiesta de cumpleaños. Ja. Los padres se afanaron para cumplir el deseo de su hija. Pero todos los magos estaban ocupados. “Están todos dedicados a la política ahora mismo”, les explicó burlonamente un amigo. Un payaso. Tendría que ser un payaso. El amigo conocía un payaso muy bueno que hacía reír por igual a los niños y a los padres y que invariablemente era despedido con grandes aplausos.
Ya comenzado el cumpleaños la niña recibió la mala noticia. No podría venir el mago, con su sombrero, su capa y su varita de encantamientos, pero en menos de una hora llegaría un payaso muy divertido. Lo pasarían todos muy bien. La niña refunfuñó críticamente. Exigía su puñetero mago. El amigo de la familia la tranquilizó: era un payaso, ciertamente, pero también sabía practicar trucos de magia que asombrarían a todos los invitados. La pibita lo miró con desconfianza, pero pareció aceptar una tregua. Unos minutos después, efectivamente, llegó el payaso. Un payaso canónico: gran nariz sobre el rostro pintarrajeado, enormes zapatones y una flor monstruosa en el ojal. Después de varios chistes y juegos, el payaso anunció que haría un truco de magia. “Es tan bonita la magia en la inocencia de los niños”, dijo. Tomó un saco y proclamó que extraería de su interior “algo asombroso, lo más difícil de encontrar del mundo, lo que todos sueñan y nadie consigue”. “¿Alguien sabe qué puede ser?”.
–¡Un castillo! –gritó un niño.
— ¡Un unicornio! – aulló otro.
— ¡Ya lo sé, ya lo sé! ¡Un trabajo! –grito un tercero.
— ¡Un trabajo! –corearon todos.
Los adultos se quedaron desencajados. El payaso no movió un músculo. Se hizo un silencio interminable en el que se podía escuchar cómo se le marchitaba la flor en el ojal. El payaso arrojó el saco y dijo lo que nunca se oye en los parlamentos:
— Tenías razón pequeña. No soy un mago. Solo soy un payaso.

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La silla

Ana Oramas ha comentado, irónicamente, que en Coalición Canaria nadie tiene la silla segura. Pero quizás lo más preocupante sea la silla. El suponer, en fin, que la silla esté ahí, esperando a quien salga vivo entre los que solo quieren servir a la patria para que tome asiento. Existen buenas razones para suponer que la silla se está desdibujando. Uno de las características que han hecho de CC un gran invento político-electoral es que su mera existencia la convertía en el centro del sistema político regional. Esa posición de centralidad es la que ha permitido a los coalicioneros seguir al frente de la Comunidad autonómica tras ganar o no ganar las elecciones. En el segundo caso Paulino Rivero, cuando ganó ampliamente el PSOE, optó por aliarse con el PP; cuando el PP obtuvo mayor respaldo en votos e igualó en escaños a Coalición,  se inclinó de inmediato por aliarse con los socialistas. Por supuesto, la reforma electoral de 1999 perseguía blindar este tripartidismo (imperfecto) en el Archipiélago, y en su interior, como una valiosa perla en la ostra, la muy rentable situación de CC entre dos partidos enfrentados en el ámbito estatal y que muy difícilmente conseguirían llegar a un pacto de gobierno.
Ocurre, sin embargo, que incluso sin modificar los escandalosos topes electorales, parece racionalmente previsible que el mapa político regional sufra convulsiones notables dentro de dos años. Por no hablar del desgaste coalicionero, cabe aguardar una altísima abstención, pero sobre todo es perfectamente imaginable un desmoronamiento brutal del PSC-PSOE que, entre otras variables, prácticamente está desintegrado en Gran Canaria y apenas renquea penosamente en Tenerife. Sus votos pueden quedarse en casa o traspasarse a una amplia coalición de izquierdas, si las izquierdas isleñas ahora extraparlamentarias practican un ejercicio mínimamente inteligente de pragmatismo y oportunidad. Curiosamente CC necesita, para mantener su privilegiada condición, que ninguno de sus dos socios alternativos padezcan una derrota estruendosa que los reduzca, por ejemplo, a una docena de escaños. Porque el pacto con el perdedor se hace aritméticamente imposible y la Presidencia del Gobierno – y el peso en áreas decisivas del Ejecutivo – se esfuma en el aire turbulento del cataclismo. No se trata de quien vaya a sentarse en la silla: eso es casi un asunto interno que apenas interesa a los electores. Es que la silla está a punto de dejar de existir para trasformarse en un taburete y ni quiera es seguro si podrá utilizarse para sentarse o será más útil para ahorcarse de una soga.

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Metafísica al alcance de todos

Las pensiones de jubilación serán pronto una antigüalla del pasado socialista, masón y manirroto, pero la metafísica está ahora al alcance de todos. A lo largo de este mes se están desarrollando unas conferencias en Santa Cruz de Tenerife que, bajo el modesto epígrafe Charlas de metafísica,  abordan asuntos como La ley del mentalismo: todo es mente, La gran Invocación, Las Siete Leyes Universales y su aplicación práctica o la que parece más prometedora, Te regalo lo que se te antoje.  Contra lo que podía deducirse del contenido del ciclo, las conferencias no se impartirán en un frenopático, en naves industriales abandonadas o debajo de los puentes de la capital tinerfeña. Para nada. A fin de facilitar el acceso a esta luminosa sabiduría instituciones como el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz o la Casa de la Cultura, sede de la biblioteca pública provincial, han cedido gustosamente sus instalaciones, así como varias librerías privadas y centros vecinales.
Lo que venden estos afables charlatanes nada tiene que ver, por supuesto, con la reflexión metafísica que forma parte sustancial de la filosofía occidental. Si por el camino atropellan a Aristóteles o a Kant ellos se lo han buscado. No, lo suyo es la llamada Metafísica Cristiana, un engrudo de estupideces y guanajadas que tiene como principal referente a Cony Méndez, la madre fundadora y maestra ascendida. Juana María Concepción Méndez fue una actriz venezolana, nacida en el seno de la alta burguesía caraqueña, que fundó a finales de los años treinta un supuesto movimiento espiritual, transformado y organizado, después de la II Guerra Mundial, como una secta de creciente éxito por todo el país. Sus libritos se vendieron por docenas de miles de ejemplares y la propia Méndez dirigió con mano firme el negocio hasta su muerte en Miami en 1979. Como todas las sectas esotéricas contemporáneas, la chusca metafísica de la señora Méndez y compañía pretende sintetizar un batiburrillo de creencias y supersticiones recogido de la teosofía, el rosacruzismo y seudotradiciones vagamente orientalistas, con unas gotas verbales de cientifismo disparatado, como su invocación a átomos y electrones. Es una oferta de trascendencia licuefacta y milagrera para tiempos amargos y gentes desesperadas y resulta repugnante que instituciones públicas les sirvan de cobijo y coartada. En cuanto a la interminable decadencia del Círculo de Bellas Artes se comenta con su propia programación: de Bretón, Peret y Gaceta de Arte hasta doña Cony Méndez y sus mariachis metafísicos se arrastra un alma arruinada que ya no resucita ni el conde de Saint-Germain.

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Despedida

John Adams fue el segundo presidente de Estados Unidos y gobernó la flamante república entre 1797 y 1801. Antes había sido vicepresidente durante los dos mandatos de George Washington. Fue uno de los grandes fundadores del país. Sin su inteligente y persuasiva testarudez es improbable que el Congreso Continental se decidiera a proclamar la independencia de las trece colonias; colaboró con Thomas Jefferson, amigo del alma y enemigo íntimo, a redactar la Declaración de Independencia. El durísimo trabajo de Adams como embajador en Gran Bretaña y en los Países Bajos – seis años sin interrupción negociando tratados y préstamos — fue fundamental, política y financieramente, para la viabilidad del nuevo Estado. Adams, sin embargo, no consiguió ser reelegido como presidente. Le derrotó una coalición letal entre el muy popular Jefferson, el candidato alternativo, y un amplio sector de su propio partido, comandado por brillantes canallas como Hamilton y Burn. Este fracaso constituyó un terrible mazazo para un hombre aguda y hasta excesivamente consciente de su extraordinaria valía política e intelectual.
Adams no asistió a la toma de posesión de Jefferson. Antes se hubiera tirado por una ventana. El día del juramento del nuevo presidente amaneció frío y lluvioso. La Casa Blanca todavía estaba en construcción y sus jardines eran un  encharcado infierno de andamios, carretillas, palas, bolsas de cal, bloques de mármol, planchas metálicas y trabajadores empapados que zascandileaban de un lado a otro. Adams tomó una pequeña maleta – su esposa, la extraordinaria Abigail,  se había ocupado de todo lo demás unos días antes– y salió al exterior. Mientras clareaba la mañana esperó unos minutos hasta que escampó. Sorteando el agua y el fango recorrió un par de kilómetros, sin musitar una palabra ni recibir un saludo, hasta el puesto de la diligencia que debía llevarle a casa, a Quincy, en Massachussets, donde su familia tenía su granja y él viviría cuidando de sus campos y sus vacas hasta los noventa años. De nuevo empezó a llover, pero afortunadamente la diligencia asomó pronto por el recodo del camino. Adams, bajito y rechoncho,  subió presto y tomó asiento y resopló aliviado. El cochero chistó y los caballos comenzaron a trotar. Un tipo medio adormilado y con aspecto de comerciante observó fijamente al ya expresidente y le dijo:
–Caballero, ¿usted no…?
— No.
Eso fue todo.
Y así, empapado y silencioso, solitario y sin un solo aplauso, rodeado por ciudadanos anónimos en una diligencia que parecía destartalarse en cualquier momento bajo un chaparrón interminable, entró John Adams en la Historia.

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