Alberto Ruiz-Gallardón

Un visionario

Es una tarde abrumadoramente plomiza de otoño subtropical y al periodista lo han mandado a cubrir algo espantoso que se llama asamblea interparlamentaria del Partido Popular, y docenas de caballeros alicatados en sus chaquetas y de damas arduamente estilizadas en sus trajes sastre van y vienen por un salón interminable del Hotel Mencey, y se saludan, se besan, se intercalan pueriles confidencias, exactamente igual que a la salida de la iglesia en un domingo cualquiera, y todos los rumores confluyen en un susurro que denota felices digestiones y buena crianza. Al periodista gafudo lo han mandado a la interparlamentaria, sea eso lo que sea, para que cuente algo, sin mayores indicaciones, como se pide a alguien un cigarrillo sin esperar que sea tabaco rubio o negro, y por supuesto, como ocurre con todos, el periodista presta especial atención a Alberto Ruiz-Gallardón, presidente de la Comunidad de Madrid, que es quien pronuncia el discurso inaugural. Ruiz- Gallardón es un orador avezado, fluido, cómodo, que como siempre aprovecha la ocasión para piropear a Manuel Fraga Iribarne – lo suyo con Fraga es una debilidad mutua surcada por la sombra de su padre – y que despierta los aplausos recelosos que cualquier manada –incluso la más educada – ofrenda a la brillantez. Luego el periodista atraviesa corbatas, perfumes, after shave, relojes, abrazos tentaculares, risas comedidas y bandejas de canapés y consigue acercarse a Ruiz-Gallardón, que en ese instante es víctima de su risa espasmódica, como un niño grande que se ha tragado un sonajero, y le pregunta si puede hacerle algunas preguntas, y ante su ligero asombro, el presidente de la Comunidad de Madrid le dice que sí, le toma gentilmente del brazo, le lleva hasta un rincón desde el cual sigue saludando y arqueando sus cejas ante los saludos ajenos.  Ruiz Gallardón es un falso cegato al que no se le escapa cualquier cosa que se mueva — contra lo que no se mueve, quizás, está indefenso — y que ha llegado a una maestría singular en el arte de recorrer escotes y traseros femeninos al mismo tiempo que parece mirar a cualquier otro sitio.
–¿El PP está preparado para gobernar el país? ¿Con qué programa?
–Por supuesto, con el programa que nace de su identidad como proyecto político de centro reformista. La sociedad española no es la misma que la de hace veinte años.
–¿No representan ustedes a la derecha tradicional española? Y si no lo hacen, ¿dónde está metida?
–La derecha española ha sabido evolucionar hacia convicciones democráticas, liberales y de centro reformista. Le aseguro que los cavernícolas reaccionarios no se sentirían cómodos en este partido.  Este es el partido de la mayoría social española.
— ¿Y si una vez en el poder se olvidan estratégica o tácticamente de ese centrismo reformista que postulan?

— Pues tendríamos un grave problema y quizás acabaríamos en la calle.
No hay hombre ambicioso y lúcido al que no le llegue su San Martín. Cómo le gustan a Mariano Rajoy las morcillas. Frías, espesas, con tiempo para degustarlas en el momento preciso.

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Un Gobierno maltusiano

Siempre sospeché que el Gobierno de Mariano Rajoy no era liberal – a esta pandilla de  funcionarios apesebrados, primos de sus primos y rentistas el liberalismo les debe parecer una herejía modernoide – y ahora está claro que su inspiración filosófica no proviene de Milton Friedman, sino de Thomas Malthus. Este es un gobierno malhtusiano que entiende que debe preservarse al Estado de los ciudadanos y en ningún caso a los ciudadanos del Estado, no se diga de las injusticias, el pauperismo, el desempleo o las desigualdades de renta. El Estado se debe preservar para que pueda pagarse la deuda pública y José Ignacio Wert disponga de policías suficientes para abrir cursos académicos o inaugurar catedrales.
El verdadero corazón maltusiano del programa del Gobierno conservador ha quedado patente por una distracción cometida en el informe redactado a propósito de la nueva ley del aborto diseñada por Alberto Ruiz Gallardón entre lectura y lectura del Malleus Maleficarum, el gran tratado sobre la cacería de brujas publicado en el siglo XV. El informe apunta que las restricciones al aborto supondrán un positivo impacto para la salud económica del país porque, entre otros bienhechores efectos, ayudará a un aumento de los índices de natalidad. De acuerdo, solo un oligofrénico incurable puede imaginar que si prohíbes abortar, las mujeres no abortarán, porque la experiencia histórica, social y clínica acumulada demuestra que, simplemente, abortarán en peores condiciones, salvo las ricas, que podrán hacerlo en otros países de la impía Europa. Pero lo que cuenta es la inspiración, el horizonte, el sello intelectual de semejante reflexión. ¿Para cuándo la reforma –sesuda, equilibrada, prudente, gallardoniana en fin  — de la ley del divorcio? ¿No es evidente su impacto en el mercado de alquiler de vivienda, en el consumo en el ocio nocturno, en la prolongación voluntaria de la jornada de trabajo para no llegar al piso vacío y destartalado? ¿Cuándo se producirá la introducción de una normativa que permita –con las consecuentes desgravaciones fiscales – pagar por trabajar como una vía óptima para el reflotamiento de las empresas y el aumento de la recaudación tributaria? Abandonado como un traje ya sin remiendo la socialdemocracia, arrinconada la izquierda comunista, sepultadas las fantasías liberales como máscara ajada del capitalismo de cortijo, ese que mantiene a un diputado sentado y encausado en el Tribunal Superior de Justicia de Canarias sin que nadie le pida la dimisión, ha llegado el turno de Malthus, que además era sacerdote, aunque escribía peor que Santa Teresa.

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