derecha

Un regalo caro y superfluo

Si el penúltimo acto electoral de Mariano Rajoy consistirá en visitar a María Teresa Campos (por cuyo programa ya han pasado, por supuesto, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias: el Coletas hasta le cantó algo a la guitarra) uno se pregunta por qué no puede ahora mismo, en sus mítines por toda la España una, grande y libre, sacarse de la barba promesas electorales. Promesas electorales que no forman parte del programa electoral del Partido Popular, pero que Rajoy se ha reservado (así lo dicen, como formidable pachorra, sus adláteres en campaña) para estos días de fiesta de la democracia. Aquí dos, dos que se las quitan de las manos: ni los que quieran prolongar su vida laboral después de los 65 años pagarán el IRPF ni lo harán durante un año los que consigan felizmente un puesto de trabajo. Un guiño amoroso al sector electoral que sabe fiel (los ancianos de clases medias y media bajas) y un saludo al que se le resiste (los jóvenes y en particular los titulados universitarios). Las promesas verbales que se perpetran en los mítines y no figuran en los programas, los deliciosos caramelos que se esparcen cabalgando sobre un mitin a teta brisa, tienen además una ventaja: no es necesario adjuntarles un cuadro económico para precisar los costes de la medida. Los costes: algo relativamente sencillo de calcular. Pero el truco consiste, por supuesto, en obviar tan enojoso asunto. Rajoy lo propone y si el presidente lo propone es que nos lo podemos permitir. Claro que el presidente acaba de meter la mano de nuevo en el Fondo de Reserva de la Seguridad Social. Lo lleva haciendo periódicamente desde que comenzó su mandato. Ha sustraído un total de 37.701 millones desde finales de 2012 para abonar las pagas extraordinarias de los jubilados. A este ritmo el fondo se agotará a mediados de 2018.
Sin duda es una ocurrencia genial dejar exentos del IRPF a los que consigan empleo. Lo malo que ocurre con las rebajas tributarias que promete (de nuevo) el PP es que son incompatibles con el mantenimiento del modesto pero no barato Estado de Bienestar español. Como recuerda Ignacio Conde Ruiz existen países con bajos impuestos y reducido Estado de Bienestar y países con alta tributación y Estados de Bienestar amplios. Pero las dos cosas simultáneamente no. La creatividad contable de los escribas de Cristóbal Montoro estableció para los presupuestos generales del Estado de 2015 una subida del 8% en los ingresos por cotizaciones a la Seguridad Social y hasta octubre solo se había incrementado un 0,5%.  Unos 10.000 millones de euros previstos y que no han aparecido por ningún lado. Lo más gracioso, sin embargo, es que más de un 85% de los contratos firmados en los últimos seis meses en España no obligan a los nuevos empleados a presentar la declaración de la renta. Son contratos temporales (por meses, semanas, días) que a menudo no cubren el salario mínimo interprofesional. Rajoy promete regalar algo que muchos cientos de miles de españoles ya tienen: la pobreza suficiente para no abonar el IRPF.

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Un visionario

Es una tarde abrumadoramente plomiza de otoño subtropical y al periodista lo han mandado a cubrir algo espantoso que se llama asamblea interparlamentaria del Partido Popular, y docenas de caballeros alicatados en sus chaquetas y de damas arduamente estilizadas en sus trajes sastre van y vienen por un salón interminable del Hotel Mencey, y se saludan, se besan, se intercalan pueriles confidencias, exactamente igual que a la salida de la iglesia en un domingo cualquiera, y todos los rumores confluyen en un susurro que denota felices digestiones y buena crianza. Al periodista gafudo lo han mandado a la interparlamentaria, sea eso lo que sea, para que cuente algo, sin mayores indicaciones, como se pide a alguien un cigarrillo sin esperar que sea tabaco rubio o negro, y por supuesto, como ocurre con todos, el periodista presta especial atención a Alberto Ruiz-Gallardón, presidente de la Comunidad de Madrid, que es quien pronuncia el discurso inaugural. Ruiz- Gallardón es un orador avezado, fluido, cómodo, que como siempre aprovecha la ocasión para piropear a Manuel Fraga Iribarne – lo suyo con Fraga es una debilidad mutua surcada por la sombra de su padre – y que despierta los aplausos recelosos que cualquier manada –incluso la más educada – ofrenda a la brillantez. Luego el periodista atraviesa corbatas, perfumes, after shave, relojes, abrazos tentaculares, risas comedidas y bandejas de canapés y consigue acercarse a Ruiz-Gallardón, que en ese instante es víctima de su risa espasmódica, como un niño grande que se ha tragado un sonajero, y le pregunta si puede hacerle algunas preguntas, y ante su ligero asombro, el presidente de la Comunidad de Madrid le dice que sí, le toma gentilmente del brazo, le lleva hasta un rincón desde el cual sigue saludando y arqueando sus cejas ante los saludos ajenos.  Ruiz Gallardón es un falso cegato al que no se le escapa cualquier cosa que se mueva — contra lo que no se mueve, quizás, está indefenso — y que ha llegado a una maestría singular en el arte de recorrer escotes y traseros femeninos al mismo tiempo que parece mirar a cualquier otro sitio.
–¿El PP está preparado para gobernar el país? ¿Con qué programa?
–Por supuesto, con el programa que nace de su identidad como proyecto político de centro reformista. La sociedad española no es la misma que la de hace veinte años.
–¿No representan ustedes a la derecha tradicional española? Y si no lo hacen, ¿dónde está metida?
–La derecha española ha sabido evolucionar hacia convicciones democráticas, liberales y de centro reformista. Le aseguro que los cavernícolas reaccionarios no se sentirían cómodos en este partido.  Este es el partido de la mayoría social española.
— ¿Y si una vez en el poder se olvidan estratégica o tácticamente de ese centrismo reformista que postulan?

— Pues tendríamos un grave problema y quizás acabaríamos en la calle.
No hay hombre ambicioso y lúcido al que no le llegue su San Martín. Cómo le gustan a Mariano Rajoy las morcillas. Frías, espesas, con tiempo para degustarlas en el momento preciso.

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Mandeleando

Todavía durará varios días el festival de apropiación simbólica de Nelson Mandela, fallecido la semana pasada, aunque extraviado en los dédalos de la senilidad hace ya años. Súbitamente todos somos mandelistas porque nadie quiere renunciar al prestigio de lo que es una marca política exitosa y debidamente biodegradada por la sentimentalidad política, el cine, la música. Mandela ya no era siquiera un legado político, sino un icono multiusos, la bondad del poder con rostro humano. Así que las fuerzas derechistas – incluyendo al Gobierno español y el partido que lo sostiene – segrega conmemorativas babas sobre la figura de Mandela e insiste machaconamente sobre su cualidad extraordinaria de luchador por la libertad aunque se dedique con denuedo a desarbolar jurídicamente la disidencia política, la contestación ciudadana y la manifestación de sus desacuerdos, por no mencionar su repugnante política contra la inmigración: ya el año pasado, aunque casi nadie lo recuerda, le sustrajo a los inmigrantes cualquier derecho a la asistencia sanitaria en este país. La sombra del sonriente icono es prodigiosa y en ella pueden aposentarse, mientras dura este espectáculo mundial, los mismos que instalan o mantienen en Ceuta y Melilla cuchillas que coronan las fronteras y que cortan la carne como un cuchillo al rojo vivo deshace la mantequilla.
La izquierda, por supuesto, hace gala de su cada vez más miserable confusión, porque consumen el mismo Mandela historiado por el sentimentalismo propagandístico, el cine y la música, y de esta manera olvidan que Mandela empezó siendo un revolucionario partidario de la lucha armada (los socialdemócratas) o prefieren obviar que terminó siendo un reformista guiado por un pragmatismo feroz (la Berdadera Hizquierda) que cerró los ojos incluso ante la corrupción galopante en su propio partido (durante y después de su mandato presidencial). Los mismos que proponen acabar con el régimenrodear el Congreso  o forzar un proceso constituyente declaran que, de verdad de la buena, Nelson Mandela era de los suyos, pero Mandela negoció con los señores del apartheid – a veces hurtando información a sus propios compañeros – y sentó a Frederik de Klerk – un cabronazo difícilmente mensurable – como vicepresidente en su primer Gobierno. Es difícil entender a un hombre y su obra si la sustituyes por una ortopedia ideológica. Mandela realizó un prodigio: construir una democracia política desde un régimen legal e institucionalmente racista evitando una guerra civil que parecía tan inevitable como el sol. Por eso merece un respeto incuestionable que sobrevivirá a las generaciones, a la mercadotecnia y a los cretinos intelectuales y morales que parasitan su memoria.

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