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El instante

Cuando en el seno del Consejo Político Nacional de CC acabó el recuento (45 votos para Fernando Clavijo y 40 para Paulino Rivero) lo dos candidatos palidecieron intensamente. Descubrían al unísono que ambos habían sido engañados. Ah, los palmeros. Ah, los herreños. La AHI, para variar, hizo lo de siempre: abstenerse en la votación para luego cumplir las instrucciones de  Tomás Padrón –quien, igual que en La Palma Antonio Castro, sigue moviendo los hilos como un titiritero encallecido – y sumarse a quien alcanzara más votos. En el receso, Rivero, que había demostrado un nerviosismo muy infrecuente en él, se levantó de su asiento y se marchó al baño. Muy pocos minutos después salió, pero su aspecto no era mucho mejor. Continuaba ligeramente desencajado y con los ojos enrojecidos. A escasos metros de la puerta del salón se detuvo y cerró con fuerza los párpados.
Fueron  cuatro o cinco segundos interminables. En esos cuatro o cinco segundos se precipitaron los recuerdos, las palabras, las entrevistas, los rostros crispados o sonrientes, los proyectos, los anhelos y las remembranzas, los primeros pasos y las últimas oportunidades y todo se condensaba en una nube oscura y acre que descendía sobre él y le llenaba los pulmones sin que pudiera evitarlo. Apretó los dientes. Treinta y cinco años. Treinta y cinco años desde que alguien llegó al bar de El Sauzal en el que, después de clases, jugaba con unos amigos al envite, y le propuso presentarse como alcalde a las inminentes elecciones municipales y musitó apenas: “¿Por qué yo?”. Fue su primera y última duda metódica. A partir de ahí ya no dudo jamás y por eso quizás se detenía esos cuatro, cinco segundos, con los ojos cerrados, no para evitar las miradas de nadie, sino para verse mejor a sí mismo, solo por primera vez en el centro de su soledad, desprovisto de sus dos báculos, la seguridad en sí mismo y el miedo de los demás, la transparencia de su ambición y las confusas y alicortas ambiciones ajenas, y estaba ahí, desalado y exhausto,  al borde del precipicio, a cinco votos que eran un desierto intransitable ya para siempre, la última partida perdida y el calor de una tarde maldita impresa en la memoria  cruel de lo que había aparecido de pronto en el horizonte, la vejez y la insignificancia. Hizo un gesto para extraer el móvil del bolsillo y leer nuevas mentiras pero no llegó a fijarse en la pantalla. Se había acabado el tiempo. «Hijos de la gran puta» escucharon las paredes menos como un insulto que como una plegaria. Paulino Rivero tomó aire, abrió los ojos y entró en el Consejo Político Nacional para anunciar que renunciaba a su candidatura como presidente del Gobierno de Canarias.

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La tentación del tapado

Se rumorea que la reunión del Consejo Político Nacional de CC del próximo viernes, en la que se debe designar al candidato presidencial para las elecciones de 2015, se prolongará más allá del amanecer. Es posible. Los reglamentos coalicioneros son una paparruchada que derivan de los viejos tiempos de desconfianza y escasa articulación de los años noventa. Por entonces fue cuando se estipuló esa sandez de los tres quintas partes de los votos del CPN como porcentaje indispensable para alcanzar la candidatura y se instituyó la grotesca norma de la minoría de bloqueo. Porque, efectivamente, un candidato puede conseguir el 60% de los apoyos en el máximo órgano de dirección de CC – que en la práctica solo se convoca para esto – y sin embargo no prosperar porque el restante 40% no lo quiere. Se supone que se trata de uno de los mecanismos fijados en su día para salvaguardar sensibilidades insulares o evitar alianzas entre las islas mayores en prejuicios de las pequeñas o viceversa. Que todavía esté en vigor tal mandanga demuestra los límites (insuperables) de la unificación de CC y la pervivencia en su cultura política de la intriga buhonera. Pero si desde el punto de vista de la propia CC esta normativa interna en uno de los signos de parálisis y engarrotamiento políticos, para la actual sensibilidad democrática ofrece un espectáculo lamentable. Cuando muy mayoritariamente la ciudadanía exige democracia interna y transparencia – que en estos asuntos se traduce en primarias libres y abiertas – Coalición ofrece por enésima vez la imagen de luchas, escaramuzas, vetos, conspiraciones, presiones, fulanismos, ofertas y exigencias. No parecen enterarse de lo que corre por ahí fuera.
La situación se ha agravado, por supuesto, por el voraz empecinamiento de Paulino Rivero por optar a un tercer mandato consecutivo. En ningún momento Rivero ha ofrecido argumentos políticos consistentes para sustentar su anhelo. Aún más, ni siquiera ha admitido explícitamente su condición de candidato. Se ha limitado, sorprendentemente, a referencias estrictamente personales, bien de carácter médico o forense (“me siento con fuerzas”) bien aludiendo a una merecida recompensa (“me han tocado años muy duros y los próximos serán los de la recuperación económica de Canarias”). Desde hace semanas no lucha por ganar la votación, sino por aglutinar una minoría de bloqueo que detenga la candidatura de Fernando Clavijo. Aunque resulta improbable, quizás lo consiga para introducir por la puerta del retrete a un tapado. Sin embargo, una operación palaciega y chuchurría, de la que salga un caballero como tercera opción de consenso ortopédico, no sería más que la penúltima alcaldada presidencial. Una burla a los militantes y al propio proyecto coalicionero. Y un pasaporte matasellado para una hostia electoral histórica.

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Vocación de eternidad

Durante años (o legislaturas) cumplí un ritual en las noches electorales entre profesional y novelero: recorrer las sedes de los principales partidos políticos. Me gustaba escrutar las caras, escuchar los gritos, ver crecer los sofocos, pretextos y argumentarios a la luz de la luna. Recuerdo que lo hice por última vez en 2007 y terminé en el horrible sótano donde estaba instalado el local de campaña de CC. Cuando llegué los resultados todavía eran provisionales, pero inequívocos. Coalición, con Paulino Rivero al frente, había perdido las elecciones autonómicas, mientras el PSC-PSOE se encaramaba en 26 diputados. El pacto entre los coalicioneros y el PP, antes de medianoche, ya se calentaba como un plato precongelado y biodegradable. Entonces salió Paulino Rivero a recibir los aplausos de su hinchada y mientras atronaban las palmas y el futuro presidente esbozaba una sonrisa cambada pude escuchar a mi lado la voz de alguien muy próximo al Ungido: “Esta noche se abre una etapa como la de Jordi Pujol en Cataluña”. Presté atención, pero no mucha. Alguien más me dijo que la afirmación encerraba la profecía de un nacionalismo que por fin se atrevería a decir su nombre. Pero no tardé – pocos tardaron, aunque unos más que otros – en adivinar el significado de una frase tan lapidaria. No se refería a la ideología, ni a la política, ni a la doctrina del paulismo emergente, sino a su vocación de eternidad. Una voluntad de época en virtud de la cual en los guachinches del próximo siglo se enseñará a los visitantes sillas  o porrones estilo Paulino I.
Durante veintitrés años gobernó Jordi Pujol en Cataluña y desde el primer momento se esmeró en criar delfines que otros se encargaban de arponear en su nombre. Paulino Rivero, más desconfiado o cazurro todavía, no ha alimentado toninas y ni siquiera tolera pejeverdes a su alrededor. Aspira – sin decir aún una palabra – a otra candidatura presidencial y a otros cuatro años en el poder que no tienen que ser los últimos. Es asombroso que le responda a Fernando Clavijo que quizás no tenga mayoría en el consejo político nacional de CC, pero que sí dispondrá de una minoría de bloqueo y la pondrá en marcha a su placer, y más asombroso todavía, que está amenaza se filtre a los periódicos desde la misma Presidencia del Gobierno. Y es un síntoma, desde luego. Un síntoma de analfabetismo democrático y de un porfiado y ensoberbecido desprecio por la opinión mayoritaria de los representantes de su propia fuerza política. A pesar de que las únicas elecciones que ha ganado en su vida se hayan celebrado en El Sauzal este presidente ha terminado por creer que la sociedad civil,  las instituciones públicas,  el partido e incluso su Gobierno son adjetivos circunstanciales, y solo su prodigioso talento político es lo sustantivo en un país que ha retrocedido en todos los marcadores económicos, sociales y asistenciales durante los últimos siete años. Rivero está dispuesto, si le acompañan las fuerzas y los fámulos, a hacer saltar CC por los aires en caso de no ser el candidato presidencial de su partido. Es la última razón que faltaba, precisamente, para que el partido lo haga saltar a él lo más lejos posible a partir del próximo mes de mayo.

(Me he permitido usar una viñeta del gran Padylla, uno de los mejores psiquiatras en el estudio del paulismo como trastorno de la personalidad. Gracias, joven  maestro)

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Cunero

La degradación del PSC-PSOE – en especial el desgaste de su cohesión interna y el vertiginoso declive de su autonomía política y organizativa frente a la dirección federal — no comenzó anteayer. Es el fruto de un proceso de empobrecimiento político, estratégico e ideológico que tiene como responsables máximos al Jerónimo Saavedra ministerial y al Juan Carlos Alemán que, a cambio de que se le votara y apoyara como secretario general, estaba dispuesto a no entrometerse en los reinos taifescos de los alcaldes socialistas y en las cortes ergonómicas de los líderes insulares. El síntoma definitivo llegó en 2007, cuando Ferraz impuso draconianamente a Juan Fernando López Aguilar como candidato presidencial del PSC. Creo que costaría mucho encontrar otra federación del PSOE al que se le empaquetara desde Madrid al candidato a la Presidencia de un Gobierno autonómico. La organización socialista canaria era tan esclerótica, el partido se encontraba tan débil y disgregado, que la candidatura de López Aguilar no encontró ninguna oposición apreciable. Luego se consiguieron 27 diputados y ese triunfo – una victoria amarga a la que sucedió una derrota que no se supo gestionar – terminó opacándolo todo. Pero ni López Aguilar ni su sucesor, José Miguel Pérez, se enfrentaron a la inexcusable reconstrucción del PSC, a la articulación de una cultura política socialdemócrata, a una mínima reflexión sobre las relaciones entre el PSC-PSOE y una sociedad civil que ha cambiado sustancialmente en los últimos treinta años.
Los movimientos para situar a Pedro Zerolo al frente de la lista socialista al Congreso de los Diputados por Santa Cruz de Tenerife, después de lo que ha llovido, no deberían sorprender a nadie. Un diputado descaradamente cunero, que lo sería por necesidades de la dirección federal y apetencias del propio Zerolo: las previsiones más optimistas solo conceden 13 o 14 diputados al PSOE en la circunscripción de Madrid. Las lenguas más viperinas (las del partido, por supuesto) señalan que entre los muñidores de la operación estaría la todavía senadora Patricia Hernández, que optaría por ocupar el número dos de la plancha. Esta burla a los electores – y a los militantes socialistas – se presentaría como una valiente innovación dotada de un discurso verdaderamente progresista. Pedro Zerolo es un político inteligente y valioso, pero vive y trabaja en Madrid hace casi un cuarto de siglo. Jamás ha militado en ninguna agrupación local del PSC y lo ignora todo de la política o la economía canaria. Su candidatura digital terminaría perjudicando aun más a un partido hundido en dos décadas de torpezas, negligencias, pachorras y errores.

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