cohesión social

Cambio de cultura

Este frío ligero, un frío casi confortable, casi pret a porter, es el envoltorio real para cierto ejercicio de realismo brutalista, que es en rigor lo que necesita Canarias. Da grima escuchar a algunos que la única esperanza de cambio es un sujeto cínico, oportunista y victimista – mi niiiiñoooooo — que destruirá las pocas oportunidades de una izquierda electoralmente derrengada. En el espacio público no se habla casi nunca de los problemas estructurales de la sociedad canaria. Ayer, en las barras de cafeterías y baretos, el asunto central de debate era los 200 euros que el Gobierno central ha prometido dar a las familias que perciban menos de 27.000 euros anuales para ayudarles a comprar comida. Yo escuchaba todos los comentarios y curiosidades con una profunda sensación de vergüenza y un poco de asco. Asco de padecer un Gobierno con vocación de tratar a los ciudadanos como pordioseros. No está mal para el país triunfal, resilente y próspero que está construyendo Pedro Sánchez.

A veces siento que no estoy viviendo en Canarias, sino en la Argentina. Los argentinos – como los venezolanos – han mantenido durante generaciones una fe inconmovible en la riqueza del país y de esa convicción han derivado su propia riqueza colectiva e individual. Ah, si esto estuviera mejor distribuido, yo tendría que esforzarme aún menos de lo que hago: el corolario de peronistas y chavistas, tarados criminales y miserables que han destrozado ambos países. En Canarias en los últimos años nos deslizamos por una pendiente ideológica similar, y ni siquiera tenemos petróleo, ni gas, ni hierro ni infinitas praderas para el cultivo cerealero y el pastoreo de millones de vacas. En el caso de Canarias ni siquiera el país es rico. Nunca lo ha sido, aunque cueste metérselo en la cabeza a una izquierda mayoritariamente grillada y que no está dispuesta a que la realidad le estropee su bella empatía.

El PIB de Canarias en 2021 fue de unos 42.650 millones de euros. Este año finalizaremos con un Producto Interior Bruto sobre los 44.500 millones de euros aproximadamente. Unos 3.000 millones de euros menos que lo conseguido en el año 2019: todavía no nos hemos recuperado hasta los niveles precovid. Esos 47.183 millones de 2019 es nuestro record histórico. En 2008 –antes de la crisis financiera que quebrantó la convergencia con la media española y la de la UE en términos que aun ni se comprenden ni se asumen – el PIB era de 42.300 millones de euros. En seis de los últimos quince años el PIB arrojó cifras negativas: sumamos menos productos y servicios. El PIB per cápita es horroroso: terminaremos este 2022 con unos 20.300 euros, frente  a los 21.252 de 2019.  Y esa cifra de 2019 es muy similar a la de 2007, cuando se alcanzaron los 21.000 per cápita. En la práctica, e incluso suprimiendo el impacto de la pandemia, el PIB per cápita de Canarias está congelado hace más de quince años. La productividad se encuentra en un lugar peor: lleva estancada desde principios de los noventa  con lo que significa semejante barbaridad en términos de eficacia, eficiencia y competitividad. Estos y no otros son los rasgos estructurales de la economía canaria ausentes del discurso político dominante. Corregirlos no es condición suficiente, pero sí condición necesaria para crear empleo estable y mejorar la empleabilidad, para reducir la pobreza severa y la marginalidad, para garantizar la cohesión social y la sostenibilidad de los servicios públicos, para diversificar la actividad económica. Ya basta de servidumbre, resignación, ignorancia y limosneo. Con datos como los comentados ningún país, ninguna comunidad,  puede esperar un futuro soportable.  Con esos datos caminamos hacia un fracaso histórico. A Canarias le urge un cambio en su cultura política, empresarial, ciudadana. Debe aprender a verse a sí misma como es, no como se sueña, se representa o se fantasea y reconocer sus fracasos, sus taras, sus inercias letales, su necesidad de exigirse a sí misma no menos de lo debe exigirle al Estado.  

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Sudapollismo

Los datos de empleo son muy mediocres en España, pero francamente buenos en Canarias. El paro bajó en las islas en 3.381 personas el pasado mes de marzo. Se sigue así con una tendencia de recuperación de la actividad laboral que ya cumple un año. Más de 78.000 canarios han conseguido un puesto de trabajo en los últimos doce meses, aunque todavía 200.000 no han logrado salir de la lista del desempleo. Por supuesto, la reciente reforma laboral ha tenido un impacto menor en la mejoría del indicador. La feliz causa ha estado, como suele ocurrir, en el turismo, y más concretamente, en el turismo extranjero. El pasado febrero visitaron el archipiélago 968.000 turistas más que el mismo mes del año 2021, lo que supone  un aumento de nada menos que un 1.203%.  La industria turística ya ha recuperado el 83% del turismo extranjero  que tenían en febrero de 2020, inmediatamente antes de la pandemia, cuando se alcanzaron 1.170.238 visitantes. No se trata de despreciar como irrelevante la acción del Gobierno de Canarias, pero este fuerte incremento turístico, y su efecto directo en el comercio local, es el responsable principal del descenso del desempleo.

Es muy razonable que el presidente Ángel Víctor Torres se congratule por las buenas noticias en materia laboral. A lo largo de su duro y complejo mandato no ha podido dar muchas. Pero confieso que me preocupa que no se contextualice no solo lo muy malo, sino también lo relativamente bueno que está ocurriendo. Uno de los trucos retóricos más desafortunados pero más practicados desde el poder en los últimos tiempos es esa pregunta sobre si estamos mejor ahora o no que hace dos años. Es bastante tramposo. La pandemia es, al parecer, una excusa para argumentar frustraciones, torpezas y límites, pero se la puede utilizar para comparativas exaltantes. Por favor, no me compare la recuperación del empleo respecto al año pasado,  todavía en la coyuntura más crítica de una pandemia universal. Canarias ha mejorado muy ligeramente sus niveles de desempleo respecto a 2019 y no ha aumentado perceptiblemente su cohesión social. Las ayudas públicas – tanto las dependientes del Gobierno central como la del Gobierno autonómico – no han conseguido potenciar la cohesión, pero es que su objetivo no es ese. La cohesión social es fruto de una enseñanza pública de calidad en un marco de igualdad de oportunidades, de una sanidad que funcione razonablemente, de un conjunto de servicios sociales competente, de unas administraciones públicas ágiles, flexibles y muy profesionalizadas,  de una inversión sistemática en investigación y desarrollo y hasta de un sistema de transporte público eficiente y eficaz. En resumen, el prerrequisito de la cohesión social es una sociedad civil fuerte, articulada, con instrumentos de protección social pero también con una sólida autonomía respecto al poder político. La cohesión social no se juega, en ningún caso, sobre una figura como el ingreso mínimo vital o una renta ciudadana que amenaza con convertirse en otra trampa burocrática.

Canarias no ha ganado un fisco de cohesión social en los últimos tres años, aunque sería injusto (y hasta disparatado) acusar al Gobierno de ser el único responsable, cuando ha debido lidiar (con desigual fortuna) con sucesivas crisis. Pero siempre ha sido un equipo gubernamental ajeno a cualquier estrategia de política económica, retraído en política fiscal y retóricamente obsesionado con políticas sociales y medioambientales. Torres y su entourage han renunciado a veces a gobernar – por ejemplo, frente a Madrid—pero nunca a mandar sobre esa sociedad civil débil y empobrecida. Ahora exaltan los nuevos empleos pero no advierten a los ciudadanos sobre los efectos de la espiral inflacionista y los precios de los combustibles, que pueden frenar en seco la recuperación turística (y económica) de Canarias. Como si no ocurriera nada cuando la economía mundial está al borde del abismo de una recesión. Algún columnista carpetovetónico ha resumido brutalmente en una palabra la actitud del Gobierno español pero se ajusta perfectamente al Gobierno canario: sudapollismo.

 

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Desigualdad, hambre, democracia

El estremecedor retrato de la pauperización de la sociedad canaria que refleja el estudio de Foessa, una fundación de Cáritas, corresponde a un país inmerso en una crisis estructural a la que no se vislumbra ninguna salida. Un país que juega tramposamente a que su futuro solo puede ser la recuperación del pasado inmediato convertido en espejismo. Pero el informe de Foessa nos recuerda, sobre todo, que siempre se puede estar peor. Se escuchan martingalas y ocurrencias de políticos, empresarios o periodistas y se podría colegir de las mismas que hace diez años surfeábamos sobre olas de leche y miel. Nunca ha sido así y ya se harta uno de recordar que en estos peñascos jamás se ha descendido del 10% de desempleo y que las diferencias salariales, así como la distribución de la renta en el Archipiélago en el año 2004 ya diferían sustancialmente de la media española: salarios más bajos y mayor concentración de la riqueza. Simplemente partíamos de una situación peor cuando se abrió el abismo de la actual recesión en 2008. Todas las debilidades de la economía canaria (la dependencia de la construcción y el negocio inmobiliario y al mismo tiempo de las rentas que suponían los fondos, inversiones y subvenciones procedentes del Estado y la UE, la baja cualificación en materia de formación profesional y la mediocridad generalizada de nuestras universidades, el peso asfixiante de la administración autonómica como asignadora de recursos, la modestia de un Estado de Bienestar cuyo diseño redistribuye poco y mal, la productividad mengüante, el raquítico mercado regional, la selvática producción legislativa y reglamentaria que no impide, acaso pasa lo contrario, la actividad de una reducidísima élite empresarial extractiva) han quedado brutalmente al descubierto.

Y como consecuencia de ello – de nuestra ubicación en un sistema económico cuyo crecimiento se basaba en la construcción, la excepciones fiscales y las rentas de fondos públicos  bajo el  paraguas europeo, ahora casi reducido a un palo con el que impone la austeridad presupuestaria–  no solo el desempleo alcanza un nivel inusitado y ahí, en la cumbre más alta de la miseria, se congela. Es que el ascensor social en Canarias ya solo circula hacia abajo. Las clases medias se empobrece y la miseria salarial consigue que en una familia de seis miembros los inestables curros del padre y la madre no rompan el amargo cascarón de la pobreza. La pobreza ya no resulta una situación coyuntural más o menos prolongada, sino una condena perpetua para toda la familia. Una alta desigualdad – leáse a Joseph Stiglitz – no consiste únicamente en cientos de millares de vidas desgraciadas que supuran sufrimiento cotidiano. La desigualdad creciente y crónica fomenta una economía menos eficiente y menos productiva, desgarra la cohesión social y amenaza el propio sistema democrático. En Canarias miles de personas se acercan paso a paso a la frontera de la inanición, pero también las democracias se mueren de hambre. Se mueren cuando hay hambre.

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