covid

Jugar con palabras y muertos

El presidente Ángel Víctor Torres siempre está pidiendo algo. Es lo que toca en estos tiempos de zozobra e incertidumbre. Me imagino que todavía puede hablarse de tiempos de zozobra e incertidumbre a pesar de las maravillosas noticias con las que el Gobierno canario – mimetizando al Gobierno central – se celebra y se canta. Fíjese que abren hoteles, restaurantes, bares y comercios y baja el desempleo: qué excepcional labor hace el Gobierno.  También se excitan mucho cuando entregan dinero   –pasta fácil que se inyecta desde Madrid —  y evitan así que la estructura social se desmorone; una cosa complejísima soltar pasta a empresas y pymes, un dolor muy grande, corre el rumor de que había días en los que Elena Máñez no salía de la cama de puro agotamiento, y a media noche flotaba sobre las sábanas, los ojos desorbitados, temblando ligeramente y con el bolso Gucci entre las manos.  

Ocurre, sin embargo, que últimamente cierto asunto salpica con impertinentes manchitas negras el espacio público. Como quizás no ignoren, desde hace dos años nos afecta una pademia vírica que se ha cobrado unos 100.000 muertos en España, y a pesar de estar derrotada una y otra vez, según nuestros responsables políticos, pues está matando a más gente que nunca en Canarias. La pasada semana, 78 fallecidos. Exactamente 273 hasta el día de ayer. Es ligeramente incómodo que ahora, cuando falta ya año y medio para las elecciones, se siga muriendo gente. Esto tiene que acabar de una vez, porque de repente la gente no se fija más en la cara de frutero honrado sin hojas de afeitar que gasta el presidente y se empieza a fijarse más en lo que hace, y el PSOE puede tener un disgusto.

Ya el pasado año los socialistas ensayaron un cambio verbal. En realidad toda la estrategia anticovid del Gobierno socialista ha sido, predominantemente, una estrategia de comunicación (política y no médica).  La muerte y el sufrimiento demandan, para ser gestionadas sin peligro, una retórica propia, ajustada, muy fina. Quédese usted con la economía o la medicina y déjeme a mí el control de las palabras. La cuquería consistía en distinguir entre los pacientes que morían con covid de los que morían a causa del covid. Es de una astucia admirable. Hace unos días la recordó una responsable hospitalaria, como antes lo hizo Blas Trujillo, cuya imagen de chico listo ha evolucionado hacia el perfil de Luca Brasi, guardaespaldas presidencial grandote y brutal si se tercia, pero siempre fiel y discreto. Así que Ángel Víctor Torres ha pedido (como no) homogeneizar entre todas las comunidades los criterios para decidir si un enfermo ha sido víctima del letal virus o de cualquier otra cosa. Igual en Canarias somos demasiado quisquillosos. Igual por pura novelería estamos contando muertos en vez de contar fallecidos por covid. No es popular decirlo, pero a los canarios les gusta más un velatorio que comer con los dedos y son, esencialmente, un pueblo sentimental. El canario – ha pensado tal vez Torres, que es de la generación de Natura y cultura de las Islas Canarias – le gusta mucho emocionarse con las desgracias ajenas para así solidarizarse sin problemas de conciencia con las únicas que le interesan, que son las propias. Puede que sea de esa manera, vete a saber, pero, ¿por qué tiene que pagarlo el primer gobierno progresista que disfruta el país desde hace más de un cuarto de siglo? ¿Por qué tiene que afectar a su presidente?

Es muy difícil en la mayor parte de los casos decidir si a un infectado lo mató el covid o una enfermedad previa, aunque el juicio más corriente es que el covid aceleró el fallecimiento del enfermó. Para un enfermo oncológico el covid no es una minucia porque lo esté matando un cáncer de pulmón, sino una infección que puede restarle varias semanas o meses de vida. Las miserables acrobacias verbales, el juego mezquino entre preposiciones, es otra expresión del rechazo de rendir cuentas o sufrir desgaste político por la pandemia.

 

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Majadería carnavalera

Muchos carnavaleros están cabreados. Cuando hablo de carnavaleros me refiero sobre todo a los agentes más activos de la fiestas, cuyos colectivos vertebran las carnestolendas, pero también a aquellos para los que son una patria y una memoria colectiva de apretones, vomitonas, purpurina y ligues. Suspenderles el carnaval es como faltarles el respeto. Es  cuestionar su estilo de vida, sus gustos y sus fobias, su formato preferido para cultivar la amistad y los rencuentros. Repiten una y otra vez que el Gobierno autónomo fue “flexible” durante las Navidades y reclaman la misma comprensión y tolerancia para sus anhelos de empedusarse entre tibios charcos de orina y kioscos con cerveza para multimillonarios. Enamoradito estoy de tí, de tí, de tí. Luego están esos pozos de lucidez que te descubren que el carnaval es una industria – en fin – de la que vive muchísima gente. No, eso es inexacto, y forma parte de la pequeña mitología del jolgorio que necesita imperiosamente de dinero público para subsistir. El carnarval es una actividad de la que viven unas cuantos cientos de personas en esta ciudad, que en muchos casos tienen en las fiestas un ingreso económico complementario relevante, pero no el central. ¿Cómo va a vivir una modesto espacio económico de una actividad que solo se prolonga un mes y medio cada año? Menos tonterías.

Ayer fallecieron 14 personas a causa del covid en Canarias. La ocupación de UCI por contagiados no desciende  y los ingresados en plantas hospitalarias son cerca de 550. Y se pretende en esas circunstancias propiciar un debate sobre la oportunidad de celebrar los carnavales. En un país mediamente razonable, con una élite política, y en particular un Gobierno autónomo, más responsable y menos acomodaticio, desde hace tres o cuatro semanas se sabría que los carnavales quedarían suspendidos sine día. La Consejería de Sanidad ha jugado a apurar los límites y lo sigue haciendo, fiándose de que estamos a punto de llegar el pico de la sexta ola y que las infecciones  comenzarán a descender rápidamente. No es una apuesta sanitaria, sino política y económica. A esta actitud los carnavaleros deberían oponer otra y no esperar que los ayuntamientos digan o callen esto o aquello, y mucho menos admitir propuestas como celebrar los concursos (murgas, rondallas, comparsas) a puerta cerrada o con un aforo mínimo y con los jurados reunidos electrónicamente para emitir su tradicional error.  La de los concursos desiertos es una ocurrencia grotesca que no salva nada de las fiestas, sino que, por el contrario, las desvirtúa sin remedio.

Ya se intentó el año pasado algún formato para un carnaval callejero limitado,  pero es imposible esa cuadratura del círculo, porque el carnaval se basa, como el judo, en un continuo contacto personal. Incluso extremadamente personal. No son posibles los remedos del carnaval precisamente por eso. Para calmar los ánimos lo mejor es consensuar una fecha concreta que transforme –excepcionalmente — las fiestas de invierno en las fiestas de verano, siempre y cuando no llegue una nueva cepa que nos transforme a todos en caníbales, salamandras o casimirocurbelos. De todas formas, ¿no es asombrosa la capacidad martirológica del personal y la insistencia en las mismas majaderías que probablemente no serían superadas en un siglo de pandemia ininterrumpida? ¿En serio, navidades y carnavales otra vez? ¿Y los miles  de ancianos y de ciudadanos con psicopatologías que están sufriendo esta situación desde hace ya cerca de dos años? ¿Dónde pueden acudir en ayuda especializada? Viejos, inmunodepresivos, esquizoides o paranoicos que viven solos o acompañados y que han visto sus salud mental desgastada durante semanas y meses y están cada vez más perdidos mientras crece la aterradora oscuridad a su alrededor. Nadie parece indignarse. A nadie le inquieta especialmente. Enamoradito estoy de tí, de tí, de tí. 

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Cuatro, cinco, seis millones…

Yaiza Castilla H. (@Yaiza_Castilla) | Twitter

Reconozco cierta fascinación por la consejera de Turismo del Gobierno de Canarias, Yaiza Castilla, que lo es a propuesta de la Agrupación Socialista Gomera (ASG).  Como Castilla se empeñó desde el primer momento en mantener una mínima autonomía frente a Casimiro Curbelo, al mismo tiempo divinidad y sumo sacerdote de la ASG, el supremo líder ordenó el ingreso como viceconsejera de Teresa Berástegui, cuya sonrisa prerrafaelista no es gomera, pero sí intensamente curbelista, curbeliana o curbelínea, para enterarse de más cosas. Pero mi admiración no se limita a la capacidad de Castilla para no cogerle el teléfono a Curbelo cada cinco minutos, sino en la seguridad onírica en sí misma que demuestra. La consejera ha vivido dos años y pico en una burbuja que a veces ha parecido de cristal de Bohemia y otras de jabón Lagarto, lanzando metas inalcanzables, proyectos inútiles y profecías empeñadas en no cumplirse jamás. Y lo sigue haciendo.

Ahora el augurio de la señora Castilla, lo ha dicho desde la World Travel Market de Londres, es que llegaremos a los seis millones de turistas extranjeros antes del 31 de diciembre. Ese anuncio vino acompañado de una esperanza: las visitas turísticas recuperarán las cifras precovid entre finales de 2022 y principios de 2023. Un añito más y estaremos ahí. En realidad para alcanzar los seis millones este año deberíamos recibir casi dos en estos últimos dos meses, lo que se antoja harto improbable. Sobre todo lo que produce estupefacción es aquello que criticó la izquierda hasta el cansancio en los años anteriores: contar turistas como principal evidencia de la salud del sector, es decir, de la prosperidad misma de Canarias. Hay que reconocer que lo hace todo el mundo. Incluso Ángel Víctor Torres lo repite cada vez que puede y en alguna ocasión, bajo el influjo de la poesía modernista o de los tratados de autoayuda, ha hablado de una luz al final del túnel. Pero lo que antes era una suerte de chute estadístico que los sucesivos gobiernos se pinchaban a sí mismos ahora es un ejemplo de hiperrealidad, es decir, de una realidad retóricamente perfeccionada para encajar en una expectativa creada artificialmente.

Cabe preguntarse hasta dónde alargarán las esperanza de un
retorno al pasado – un pasado que tampoco era precisamente
edénico — los responsables políticos de Canarias, y no solo de
Canarias. Lo cierto es que el mundo ha cambiado y el discurso
político se niega a reconocerlo, porque la acción política y la
incertidumbre son excluyentes. El mundo comenzó a cambiar con la crisis de 2008, que en puridad no se superó: simplemente nos aclimatamos a ella. El covid produjo una aceleración histórica impresionante. Mientras tanto, por supuesto, no se emprendieron reformas imprescindibles y la globalización encalló. Para hablar en plata: nunca más acogerá Canarias 14 millones de turistas anuales. La crisis del Reino Unido, el crecimiento de la inflación, la recuperación de otros destinos, el encarecimiento de la energía y las materias primas, que se mantendrá en los próximos años conspiran contra el modelo de concentración turística del país. Canarias está singularmente más equipada y articulada para funcionar en un mundo en crisis y amenazado por varias inestabilidades, y eso es lo que ya tenemos encima del cogote. ¿Ustedes han escuchado, amables lectores, esos proyectos estructurantes que arrastrarían a la economía canaria hacia una nueva modernidad ecológica, digital, ecorenovable? Yo tampoco. Está muy bien, de veras, destinar decenas de millones de euros en procedimientos y tecnologías para ser menos contaminantes, pero lo imperativo, si no queremos convertirnos en una combinación  entre manicomio y geriátrico muerto de hambre, es encontrar un lugar en el nuevo mundo y orientarse estratégicamente hacia un modelo de crecimiento económico sostenible y al tiempo capaz de generar empleo y cohesión social. Contar turistas, como hace Castilla, es como contar ovejas. Contar para seguir dormidos.

 

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