independentismo

Remedio y enfermedad

Nadie se sorprenderá por los resultados de una reciente encuesta que indica que solo un 15% de los votantes habituales de CC son nacionalistas. A ver por qué creen ustedes que la organización política se llama Coalición Canaria y no Partido Nacionalista del Pueblo Canario Libre, un suponer. Los dirigentes coalicioneros siempre han sabido que el nacionalismo era un sortilegio ideológico que no atraía especialmente a los canarios. Es extremadamente curioso porque los líderes y cargos públicos de CC han conseguido enhebrar con sus electores – aunque cada vez más dificultosamente – un metalenguaje propio. Nosotros nos llamamos nacionalistas – susurran o gritan – pero tú, querido elector, sabes que eso es una forma de hablar, porque tenemos y sobre todo tienes donde elegir: alcaldes que en las fiestas patronales del pueblo lo llenan todo de banderitas españolas, regionalistas cuya alma de vino azufrado cabe en un soneto de José Tabares, nacionalistas convencidos y/o conversos  que son, sobre todo, patriotas estatutarios — una reproducción a escala local del patriotismo constitucional que defendió Habermas — y hasta cuquerías vintages como las figurillas del PNC, sin olvidar a los soberanistas de toniques amenazantes que confunden a Secundino Delgado con José Martí, especialmente si media una botella de vino de parra y una escolaridad fracasada.
Si el nacionalismo canario continúa siendo débil, una minoría francamente reducida, es porque no se ha producido ninguna fisura en el sentido de pertenencia de los isleños al Estado español. No está mal después de más de veinte años de una fuerza que se denomina nacionalista al frente del gobierno autonómico. Uno de los más cansinos mantras del nacionalismo insiste en que  construir una conciencia nacional resulta extraordinariamente difícil, algo así como reproducir Notre Dame con cerillas, pero que cuando la autoconciencia de un pueblo alcanza su plenitud la lucha por la libertad nacional irrumpe inconteniblemente y todas esas zarandajas. Para el nacionalista mostrenco la nación y el Estado están hechos el uno para el otro. Lamentablemente para sus pruritos ideológicos, en absoluto tiene que ser así. Los canarios han ganado mucho (en lo político, en lo económico, en lo social) con la Constitución de 1978, con el Estatuto de Autonomía (reformado) y con la incorporación al Mercado Común, posteriormente Unión Europea. Sin duda han existido pérdidas, torpezas, egoísmos y estupideces, pero el balance global es positivo, y en nuestra pequeña historia pocas veces lo había sido. Ni siquiera una crisis tan brutal y prolongada como la que padecemos – y que obviamente ha desnudado todas las debilidades, contradicciones, desvergüenzas y fragilidades del sistema autonómico y del modelo de crecimiento económico del Archipiélago – ha dañado gravemente el convencimiento de la inmensa mayoría de la población de que el nacionalismo, como apuesta por el independentismo y por el encapsulamiento identitario, sería un remedio mucho peor que la enfermedad.

 

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Epístolas paulinas

Otro asunto candente que me aburre hasta el paroxismo son las cartas que el presidente del Gobierno autonómico, Paulino Rivero, ha dirigido a Mariano Rajoy y al Rey Juan Carlos I. Las admonitorias epístolas de Rivero son únicamente uno de sus penúltimos artefactos propagandísticos en la búsqueda perpetua y cada vez más descangallada de un titular. Por supuesto, se trata de cartas cuyo objetivo es ser publicadas, y los melífluos comentarios sobre su ambigüo carácter, entre público, privado y mediopensionista solo añaden más estupidez al asunto. He aquí al presidente de un Gobierno que se denomina nacionalista alertando al Rey y a Rajoy de una creciente desafección de los ciudadanos canarios hacia el Estado español. Curioso nacionalista: eeeh, pssst, señores, cuidado, mucho cuidado, porque cada vez hay más nacionalistas en Canarias, esto es una situación muy peligrosa, pero si ustedes me sueltan unas perritas como lubricante de amarguras, hoy por ti y mañana por mí, ya saben…
En Canarias, por supuesto, no existe ningún aumento perceptible en la desafección política hacia el Estado español, ninguna crisis evidente o potencial en el sentido de pertenencia. Lo que está en crisis larvada en Canarias – como en toda España y no únicamente en España – en la legitimación misma del sistema político-institucional y los mecanismos de la democracia representativa, como amargo fruto de la recesión económica, la corrupción rampante y los ajustes presupuestarios y fiscales que padecen especialmente las clases medias y trabajadoras del país y que significan una voladura controlada del Estado de Bienestar. Y Rivero lo sabe perfectamente. Pero las cartas. Las cartas fueron una ocurrencia político-electoral muy provechosa en los viejos tiempos de ATI. ¿Recuerdan ustedes aquella supuesta carta, a mediados de los noventa, que redactaba un joven canario desde Madrid y que tanto éxito obtuvo en una campaña electoral de la época? Esto es lo mismo. Rivero va saltando entre titulares como los protagonistas de aquel programa, Humor amarillo, saltaban entre obstáculos levantados sobre un pantano cenagoso. Se cae siempre, pero como siempre se levanta, cree que lo hace cojonudamente.
Un presidente del Gobierno no se dedica a la literatura epistolar o al voyeurismo bloguero. Gobierna. Estudia expedientes, dirige y dinamiza equipos de trabajo, desarrolla diagnósticos, toma decisiones. Escribir cartas a los reyes es algo que se hace hasta los ocho o diez años, cuando uno descubre que los reyes son los padres y no tienen una perra chica.  En la primera epístola a los Corintios, Pablo de Tarso escribió:  «Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes».  Paulino de El Ravelo, en este punto, puede presumir de discípulo aventajado del más taimado y energuménico de los apóstoles.

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Metáforas encadenadas

Pocas cosas más estomagantes que la admiración idolátrica que despierta en sectores nacionalistas (y de izquierdas) canarios las reivindicaciones independentistas en Cataluña. Esta babosa estimación la comparten desde dirigentes políticos momificados desde hace veinte años en despachos oficiales hasta pibitos con siete estrellas verdes tatutadas en el esternón, pasando por venerables, quejicosos izquierdistas para los que cualquier manifestación de más de 300 personas, si se realiza contra un Gobierno, sobre todo si es de derechas, queda inmediatamente bendecida por la razón democrática, aunque la apoye otro Gobierno cuyo principal partido esté enfangado hasta la barretina  en la corrupción política, un Gobierno, por cierto,  que se ha dedicado con adusta eficiencia a obviar políticas sociales y estrangular servicios públicos. La fascinación que despiertan los desafíos a lo establecido – en este caso, nada menos que a la integridad política y territorial de un Estado – deviene irresistible para cualquiera, y si se trata de un cualquiera que deplore lo establecido, mucho más.

Dudo mucho que en una Cataluña con un 10% de desempleo y un PIB que creciera anualmente un 2% la opción independentista se hubiera extendido tanto. La baja participación en el referéndum de la reforma del Estatuto de Autonomía, hace apenas unos años, no parecía señalar precisamente una inflamación nacionalista. La independencia ha devenido, para muchos miles de catalanes,  una suerte de prodigioso horizonte de superación de todos los problemas de su país. El procedimiento consiste en escapar del supuesto foco de tales problemas, que es el Estado español.  De la protesta más que razonable por el drenaje de sus finanzas públicas en la maquinaria de los sistemas de financiación autonómicos que se han sucedido durante lustros se ha transitado, en poquísimo tiempo, hacia una condensación de expectativas, irritaciones y malestares. La independencia es al mismo tiempo republicanismo, desprecio triunfal sobre una derecha casposa y cañí, ensueño de recursos propios disponibles, corte de mangas al capitalismo mesetario, la selección catalana de fútbol ganando todos los partidos en Europa y en el mundo. Es un objetivo político social e ideológicamente transversal y ahí reside su fuerza y su atractivo abismal.  La independencia es, casi literalmente, lo que tú quieras que sea, como ocurre con los niños la víspera de los Reyes Magos.

Pudibundamente los auspiciadores de la gran manifa prefieren hablar solo de libertad. Queremos ser libres en 2014, decían ayer en las calles y en las plazas los manifestantes.Ningún catalán es menos libre que un alemán, un francés o un británico. Pero es lo que tienen los movimientos nacionales en sus fragores épicos. La autonomía política de los ciudadanos no cuenta. Lo importante es la nación y el resto de las metáforas que encadenaron ayer fraternalmente a los catalanes bajo la sonrisa de Mas. Junquera y compañía. Un economista tan inequívocamente proindependentista  (y poco dado al laconismo) como Xavier Sala i Martín responde «no lo sé» cuando se le pregunta si los catalanes vivirán mejor en un Estado independiente, pero ni las matáforas, ni los mitos, ni la reducción de la política al sentimentalismo se ven afectados por dudas tan tontas como esta. Ni siquiera afecta al propio Sala i Martín.

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Cubillo

Antonio Cubillo jamás entendió Canarias. Pero nunca se preocupó por ello. Le bastaba la Canarias que imaginaba y que no era otra cosa que un término adjetivo de su propia personalidad.  Falsificó una patria –como tantos otros –para poder convertirse en un patriota. La patria canaria – más guanchinesca que guanche – era el galvanizador de un ególatra convicto y casi confeso, porque casi es una confesión psicoanalítica contar en sus delirantes memorias que, no solo en materia independentista, lo había inventado todo, incluso la rueda. Lo curioso es que durante cerca de veinte años llevó una vida realmente aventurera y conoció a líderes revolucionarios y seudorevolucionarios de media África y llegó a tomar café con el Che Guevara, quien endureció la expresión cuando le dijo que luchaba por la independencia de Canarias. Pero ese fabuloso tránsito que llevó a un mediocre y parlanchín abogado al cruce de caminos de las independencias africanas, a despachos ministeriales y a las oficinas de la UEA nunca le fue suficiente. En esa época de procesos emancipatorios y exaltaciones políticas, en la que pululaban voluntarios, espías, iluminados, déspotas en agraz y oportunistas hambrones, desde principios de los sesenta a mediados de los setenta,  cualquiera que se presentara con un supuesto proyecto anticolonialista bajo el sobaco tenía una oportunidad para recibir simpatías, un pasaporte y hasta un currito de supervivencia. Cubillo, astuto y esquinero, aprovechó la oportunidad. Pero solo aprendió a barloventear felizmente por las burocracias del régimen revolucionario argelino, muy pronto petrificado y militarizado. De política, economía o historia, en cambio, no aprendió nada.

Y es que lo sabía todo. Sabía que, salvo en matices insignificantes, Canarias era como Argel, Mauritania o Túnez: colonias de metrópolis que se enriquecían con la explotación feroz de sus recursos naturales. Así que se limitó a aplicar el mismo rasero, la misma fórmula, el mismo diagnóstico. E inevitablemente terminó por acuñar un independentismo racista y una fantasía política basada en un régimen corporativista pero con moneda propia. Al final, tras un atentado criminal y reiteradas escisiones y excomuniones en sus minúsculos partidos,  derivó en un icono inofensivo, pintoresco y televisable, no de los independentistas, sino de la clase política gobernante y de los medios de comunicación.

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