literatura

Un novelero genial

1. Con la muerte de Gabriel García Márquez desapareció un gran fabulador, pero también acabó una estirpe irrepetible de la que fue el último representante: el escritor que únicamente sobre la grandeza literaria de su obra, es decir, sobre las palabras, consigue no solo riqueza y fama, ni siquiera el reconocimiento unánime de los poderosos, los millonarios, los dictadores, las cantantes y las reinas de belleza sino también poder. García Márquez era un hombre de poder y lo ejerció amplia, gozosa  y a menudo astutamente. Siempre le fascinó el poder, que para él resultaba el concentrado definitivo de lo más propiamente humano, el fulgurante punto de encuentro entre la voluntad y el deseo, el doble anclaje de lo peor y lo mejor de los hombres. “Como te gustan los dictadores, los conoces bien, todos somos así”, le certificó Omar Torrijos después de leer El otoño del patriarca, y tenía razón, salvo que también le gustaban los presidentes elegidos más o menos democráticamente, y sí, era amigo íntimo de Fidel Castro, pero también se marchaba de vacaciones con Carlos Salinas de Gortari, una de las bestias más peligrosas que se ha sentado jamás en la Silla del Águila. García Márquez coleccionaba presidentes y príncipes como otros se dedican a la filatelia. No siempre fue una ocupación frívola: más de una vez sirvió de discreto y eficaz intermediario político (entre Castro y Bill Clinton, por ejemplo) o colaboró con la liberación de presos políticos, por razones humanitarias, en la mismísima Cuba. Sin su intervención Norberto Fuentes quizás seguiría pudriéndose en la cárcel. Pero su obsesión por el acceso y el trato a los  poderosos era el síntoma irreprimible de una vanidad azuzada por un éxito tremebundo capaz de enloquecer a cualquiera y no solo al hijo de un telegrafista. De muy poco le sirvió para fines literarios. El otoño del patriarca – uno de sus libros fallidos – lo escribió ya famoso, pero antes de incurrir en el famoseo desatado. La fama lo exculpaba de cualquier contradicción. Incluso de las que únicamente conocía él. Cuando Norberto Fuentes lo visitaba en la villa de invitados cercana a La Habana el maestro levantaba un dedo y le invitaba a salir al jardín que rodeaba la piscina. “Aquí no nos estarán grabando”, le decía. Fuentes asentía. Por entonces ambos estaban de acuerdo. La Revolución tenía todo el derecho a defenderse. Todo el derecho a saberlo todo. Incluyendo – y no en último término quizás – lo que hablaban dos egregios defensores del régimen.

2. Pero lo cierto es que, a medida que pasaban los años y se acumulaban los dorados laureles, cada vez fue más difícil escucharle análisis o disquisiciones políticas. El joven que donó la dotación del Premio Rómulo Gallegos al Movimiento al Socialismo, liderado en Venezuela por Teodoro Petkoff  a principios de los años setenta, no era el anciano que detestaba (y eludía) escribir artículos políticos. No era lo suyo y lo sabía, como sabía que bastaban vaguedades izquierdistas para no perder simpatías y, al mismo tiempo, no causarse excesivos problemas cotidianos con un activismo político que le hubiera destruido la paciencia y  dinamitado su estilo de vida ya amenazado por una fama planetaria. Esa cómica negativa a ponerse frac en la ceremonia de entrega del Premio Nobel en Estocolmo, “porque es el traje de una clase que no es la mía y a la que combato”. Y lo consiguió: apareció para el instante de la suprema gloria en un likiliki de mil dólares y hecho a medida. Nunca se llevó bien con la política ni con la historia. Lo suyo era el poder y el cuento. El cuento del poder y, sobre todo, el poder del cuento. Ni uno de sus maestros (Hemingway, Faulkner, Kafka, Rulfo) era un escritor engagé. Las novedades políticas latinoamericanas de los últimos quince años – los procesos políticos abiertos en Venezuela, en Ecuador o en Uruguay – no merecieron su atención. A Hugo Chávez le dedicó apenas un retrato de una ambigüa simpatía. Ocurría además que estaba escarmentado. Después de la fabulosa década de los setenta – la de su prodigioso éxito literario y comercial – vinieron las críticas justas e injustas a una obra y a una estética – la suya – que entre los nuevos escritores latinoamericanos en general y lo colombianos muy en particular se desplegaron como un furioso frente de ametralladoras.

3. ¿Realismo mágico? ¿Qué doble estafa es esa? La postura puede sintetizarse en unas líneas de Masoliver Ródenas: “Qué Macondos ni qué almendros ni qué lluvias adjetivadas, los paisajes mágicos de una América hambrienta…El delirio…La alucinación de la miseria en vez de revólveres y bigotes de personajes de enormes penes tatuados, mariposas, levitantes sacerdotes, vírgenes y alfombras voladoras y un sinfín de prodigios del nuevo folklore…”.  A mediados de los noventa se publicó una antología a la vez crítica y vindicativa bajo un título sarcástico:  McOndo. Una colección de relatos de jóvenes latinoamericanos que se reían del realismo mágico, del macondismo y del propio García Márquez, al que llamaban irreverentemente “el arcángel San Gabriel”. “Existe un sector de la academia y de la intelligentsia ambulante que quiere vender al mundo no solo un paraíso ecológico (¿el smog de Santiago?) sino una tierra de paz (¿Bogotá, Lima?). Los más ortodoxos creen que lo latinoamericano es lo indígena, lo folklórico, lo izquierdista. Nuestros creadores culturales serían gente que usa poncho y ojotas. Mercedes Sosa sería latinoamericana, pero Pimpinela no. ¿Y lo bastardo, lo híbrido? Para nosotros el Chapulín Colorado, Ricky Martín, Selena, Julio Iglesias y los culebrones son tan latinoamericanas como el candombe o el vallenato. Temerle a la cultura bastarda es tanto como negar nuestro propio mestizaje (….) Vender un continente rural cuando, la verdad de las cosas, es urbano, más allá de que sus superpobladas ciudades son un caos y no funcionen, nos parece aberrante, cómodo e inmoral”. Entre los narradores sacrílegos de McOndo – el libro fue presentado en un Mc Donald – estaban Jorge Franco, Jordi Soler, Gustavo Escanlar, Rodrigo Fresán y Jaime Bayly, quien advirtió: “Oigan, que en nuestras novelas y cuentos la gente también vuela, pero solo cuando cogen un avión o están muy colocados”.

4. García Márquez, por supuesto, no había inventado el realismo mágico. La expresión figura en un ensayo de Arturo Uslar Pietri (El cuento venezolano) publicado en 1947 y es siamesa de la locución lo real maravilloso que Alejo Carpentier acuñó casi simultáneamente. Y hablando en rigor en ningún caso los textos de Uslar Prieti y Alejo Carpentier pretendían divulgar un programa estético. Es más que dudoso que García Márquez los conociera a sus 25 años. El realismo mágico no es una estética bien definible ni un conjunto de técnicas narrativas específicas; se asemeja más a una lateral declaración de soberanía literaria, a la reivindicación por la literatura latinoamericana de sus propios mitos narrativos en un continente enorme y diverso cuya geografía competía con la historia (y viceversa) en la desmesura, el cataclismo, la complejidad cultural, las voces de generaciones y conflictos superpuestos desde la conquista y colonización española y que no debían ni podían contarse y cantarse como si uno viviera en Getafe. Para interpretar literariamente una nueva realidad era preciso adoptar una nueva óptica que supiera contar lo insólito de un abigarrado continente y ese punto de vista abierto y desprejuiciado conducía, supuestamente, a un realismo mágico que asumiera los prodigios de la naturaleza y de la historia como algo íntimamente cotidiano, sin lo cual Latinoamérica resultaría ininteligible. Desde sus propias convicciones, intuiciones y estrategias ese fue el camino que (matizadamente) tomó García Márquez hasta los años ochenta. En Crónica de una muerte anunciada los elementos real maravillosos son ya prácticamente residuales y no podrán encontrarse en El amor en los tiempos del cólera o en El general en su laberinto, aunque sí, pálidamente, reducidos casi a plácidas metáforas, en algunos de sus cuentos. Sin embargo la identificación de García Márquez con el ciclo de Macondo ha devenido fatal y no contribuye a entenderlo, tanto como es injusta la exaltación de sus novelas frente a la escasa atención que, comparativamente, han padecido sus cuentos.

6. La contradicción entre sus proclamadas convicciones políticas y lo más popular de su narrativa era más irritante – porque contenía un inextirpable núcleo de realidad – que las estupideces habituales de la derecha hispanoamericana sobre un escritor a la vez comunista y millonario. Intentó zafarse. Lo suyo era una “lectura poética” de una realidad infernal pero en la que estaba debidamente codificada una dura denuncia social y política. Estas argucias las elevó todavía más hasta transformarlas en principios literarios generales. “No existe gran literatura”, escribió, seguramente, vigilándose las espaldas, “que no ponga en cuestión las convenciones políticas y sociales”. Pero sus cuentos y novelas desdicen un aserto tan pontifical. En lo mejor, como en lo peor, de la narrativa de Gabriel García Márquez no existe ningún cuestionamiento de las convenciones políticas y sociales. No es ilícito hasta sostener lo contrario. Bastaría con recordar el papel que juegan las mujeres en su narrativa, objetos pasivos de un romanticismo que sublima una sexualidad puramente masculina, que si en El amor en los tiempos del cólera se proyectaba como un dramón de época en  Memoria  de mis putas tristes se convertía en un blenorrágico sentimentalismo sobre la prostitución. Para ser sinceros García Márquez no fue el único en encontrar en la novelística de García Márquez a un crítico social. Durante décadas se han escrito ensayos y tesis doctorales en los que grotescamente se decodificaba el subtexto de una historia de Colombia – luchas entre clases sociales, colonialismo, oligarquía —    en Cien años de soledad y en todo el ciclo de Macondo. Lo hizo incluso Mario Vargas Llosa en su temprana  tesis Historia de un deicidio, pese a establecer simultánea (y contradictoriamente) la concepción circular del tiempo que preside toda la novela, en la que la historia de los Buendía – y por extensión la de todo el país – está escrita por anticipado, letra a letra, en los pergaminos del gitano Melquíades y resulta inamovible desde el primer momento. El afán mitologizador se lleva mal con el espíritu de crítica social. El mito es antihistórico. Pero la evidencia definitiva de la fragilidad – por no hablar de inevitable falsía– de cualquier interpretación política o sociologista del ciclo de Macondo está, precisamente, en la memoria de sus innumerables lectores.

7. Nadie recuerda Cien años de soledad – ni ese prodigio titulado El coronel no tiene quien le escriba– como novelas de trasfondo político o enraizadas en la crítica social. Lo que se recuerda, lo que seguirá hechizando en el porvenir a lectores de todo el mundo, el poder de fascinación de las novelas y cuentos de García Márquez  estriba en su irresistible seducción narrativa y en una excepcional síntesis verbal de oralidad y retórica. Retuvo los cuentos y proverbios de sus abuelos como un lector y leyó a los clásicos antiguos y modernos como si le hubieran hablado en un jardín de almendros en flor. En el verbo está todo su genio: la intachable virtud de una prosa de rara precisión, ritmo perfecto, fluidez inadvertida. Conocía todos los trucos – y a veces, ya en la senectud, abusó de ellos – pero como en los buenos prestidigitadores la maña era invisible y solo queríamos y queremos verla chisporrotear y encender una luz capaz de crear en un instante una atmósfera: el calor, la desolación, los colores del Caribe, la pérdida insondable, el aciago júbilo de vivir, el cuerpo de una mujer o el olor de la guayaba. Durante muchos años Gabriel García Márquez – lo han contado varios amigos – intentó escribir un bolero. Nunca lo consiguió. Seguramente porque suponía un esfuerzo redundante. Si hay un novelista latinoamericano de su generación que escribió novelas y cuentos como boleros – con sus exageraciones verosímiles, su ritmo de casualidad fatal, sus comienzos inolvidables y sus finales que desfallecen en la nostalgia, el asombro o la impotencia – fue precisamente García Márquez.  Porque en la raíz de un novelista admirable está un novelero genial que supo conmover a millones de personas contándoles, como siempre,  un cuento.  Ese que conocemos todos sin excepción. Vivimos como  soñamos: solos.

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África no cabe en la palma de la mano

En un artículo el espléndido escritor senegalés Boubakar Boris Diop señala, con una ironía bastante irritada, que la imagen neocolonial de África continúa repitiendo estereotipos imbéciles que no solo representan una grotesca falsedad, sino también una forma de opresión simbólica. “No sé cómo explicar”, viene a decir, “que la mayoría de los africanos no tratan con elefantes, ni persiguen ni son perseguidos por rinocerontes, ni agitan sus lanzas vibrantes en las verdes praderas”. Por el momento la reivindicación de Boubakar es inútil. Ya lo han visto ustedes en los videoclips del reciente Mundial de Fútbol de Sudáfrica: un niño negro juega al fútbol con un elefante. Es sorprendente que no hayan colado a Tarzán como árbitro, waka-waka, un Tarzán liado con Shakira para aumentar las audiencias. El imaginario neocolonial sobre África parte de una lectura occidental que solo se codifica a través de metáforas apocalípticas (violencia étnica, genocidios, hambre, militarismo ensangrentado, pútrida miseria) y que en la compasión, en la solidaridad emocional, no encuentra un estímulo de compresión, sino la manera más eficaz de impedir la misma. En el fondo, como sentencia Boaventura de Sousa Santos, Europa solo registra en África las realidades que confirman sus nostalgias – intactas en su cinismo o impregnadas de mala conciencia —  del colonialismo.
África es una realidad densa, extensa y compleja. Si alguien comenzara a hablar de la economía, la sociología o la literatura europea como un todo fácilmente sintetizable cualquiera se lo tomaría como una zafia imbecilidad o como una broma intolerable. En cambio se habla de África – cientos de millones de kilómetros cuadrados, miles de años de historia, un océano de lenguas y grupos étnicos, niveles de desarrollo disímiles y hasta contrapuestos, una nebulosa inabarcable de símbolos y mitos, leyendas y creencias religiosas, narradores, poetas y autores teatrales – con un desparpajo que rezuma una ignorancia satisfecha de sí misma. ¿Qué cabría pensar de alguien que, preguntado por literatura europea, citase al gallego Manuel Rivas y al albanés Ismael Kadaré como si fueran vecinos idiomáticos, literarios o espirituales? Pues similar operación se realiza constantemente al hablar y valorar a escritores africanos. Esta liliputización semántica de la cultura africana es otra forma de lacerante malentendido, un síntoma de gandulería intelectual y, muy a menudo, un estilo condescendiente de arrogancia supuestamente empática. Como si África pudiera mostrarse (y entenderse) en la palma de una mano.
Desde hace unos meses ha conseguido una amplia popularidad en el canal youtube una conferencia dictada en Estados Unidos por la joven escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie y titulada Los peligros de una sola historia.  Se trata, desde luego, de una conferencia memorable,  porque prescindiendo de cualquier jerga científica o académica, la escritora conseguía denunciar eficazmente las ignorancias mutuas que destruyen cualquier posibilidad de intercomunicación cultural, convierten en invisibles a pueblos y culturas y pueden llevar a un escritor (a un escritor africano) a carnavalizar su propia identidad. Hace pocas semanas ha llegado a las librerías el último libro de Chimamanda Adichie publicado en español, Algo alrededor de tu cuello, traducido por Aurora Echeverría y editado por Mondadori. Una delicia para los que no conocen aun a la escritora nigeriana, pero una ligera decepción para aquellos que habían leído sus dos primeras novelas: La flor púrpura (Grijalbo) y Medio sol amarillo (Mondadori). Dos novelas que la consagraron casi instantáneamente, sin haber cumplido todavía los treinta años, y que recibieron todas las bendiciones de uno de los grandes escritores nigerianos y africanos, el venerable y lúcido Chinua Achebe.
Algo alrededor de tu cuello es una colección de relatos que, en buena parte, proyectan la nueva actitud de muchos escritores africanos – escriban en lenguas europeas, como lo hace Chimamanda Adichie con el inglés, o en lenguas autóctonas, como lo hace ahora el mencionado Boubakar  — frente a sus realidades políticas, sociales y culturales. Son escritores que reconocen, porque las han vivido y denunciado, las catástrofes africanas, pero que no se resignan a gimotear sobre las ruinas, las angustias y las desgracias cotidianas. Los asuntos de los cuentos de Chimamanda Adichie son comunes a la generación anterior – las fricciones entre la modernidad y la tradición, los sueños anhelantes de la emigración, el impacto en los individuos de los cambios sociales, el papel de fortaleza y debilidad de las mujeres – pero la perspectiva es diferente. La diferencia consiste en descubrir, precisamente, lo que de común tienen las desventuras de sus criaturas de ficción con cualquiera, sin perder de vista jamás sus orígenes. No son tan distintos los días y las noches de un inmigrantes nigeriano en Nueva York que las de un inmigrante turco en Berlín. No se trata, por tanto, de convertir la infelicidad, los conflictos identitarios o las violencias de la Historia en literatura programática, sino en explorar esas situaciones a través de una literatura abierta al mundo y que no se concentra instrumentalmente en la denuncia, sino en la capacidad expresiva de la escritora. Ciertamente los relatos de Algo alrededor de tu cuello  no tienen la potencia narrativa de las novelas de Chimamanda Adichie y desprende un ligero aroma a copos de avena de taller literario de Yale. Pero muestran inmejorablemente el creciente universo ficcional de una de las escritoras anglófonas más inteligentes y talentosas de la actualidad.

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José de Anchieta

El Papa Francisco ha firmado un pergamino entre los mármoles del Vaticano y José de Anchieta – el canario que se convirtió en brasileño – ya ha alcanzado la categoría jerárquica de santo de la Iglesia Católica Romana. Supongo que los católicos isleños están de enhorabuena, pero a uno lo que le gustaría, sin duda ilusamente, es que este ascenso burocrático-celestial sirviera para que la obra literaria y filológica de Anchieta fuera más y mejor conocida y apreciada por los canarios, un asunto complicado, porque después de ejercer durante treinta años las competencias en materia de educación, no está entre los logros más brillantes de la Comunidad autónoma que los alumnos de primaria y secundaria conozcan medianamente su historia, su medio natural o su acervo literario y artístico. Después de tantos años el canario sigue siendo un pueblo que se ignora y que ignora que se ignora.
La crítica literaria y filológica ha sabido enfrentarse al legado de Anchieta, desde los fervorosos trabajos pioneros de José Maria Fornell hasta la magnífica monografía de González Luis y Hernández González. Pero incluso para el reducido público lector del Archipiélago José de Anchieta continúa siendo un ilustre desconocido ese escritor itinerante (además de sacerdote) que se expresó en latín, español, portugués y guaraní. Una vida arriesgada, valiente y aventurera, plagada de trabajos, enfermedades y sinsabores no impidió a Anchieta, tal vez le sirvió de arduo acicate, para desplegar una curiosidad vivaz y un talento literario tan pródigo en la creación poética y teatral como en la investigación lingüística. Anchieta fue de los primeros españoles (y europeos) en escribir sobre el Nuevo Mundo y si inevitablemente lo hizo desde la mirada de un religioso de su época también dejó patente su capacidad para describir un nuevo universo sin anteojeras, con una prosa cuya sencillez se transforma en un dechado de suprema elegancia. Su extraordinaria sensibilidad hacia los pueblos indígenas y hacia un idioma cuya gramática se empecinó amorosamente en conservar no es una lección de bienintencionada tolerancia, sino un testimonio aun palpitante de quien comprendió que lo propiamente humano no estriba en las diferencias, sino en las semejanzas entre los hijos de la tierra, de todas las tierras, y en el prodigio de las lenguas que cuentan y  cantan todas las historias,  que son una misma, hermosa y torturada historia.

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Velada

–Aaah…¿Conoció usted a Alfonso Reyes? Disculpe, es que yo lo admiro mucho…
–Sí, como no, no lo traté, yo era entonces una niña, pero le conocí, era bajito, gordito, le gustaba mucho el guacamole y los dulces y siempre tenía líos, no sabía resistirse a la tentación de las jovencitas nunca, como con los dulces, pero su esposa lo perdonaba, él era el gran Alfonso Reyes, claro, y le perdonaba las amantes, pero ella sabía perfectamente lo que ocurría…
–¿Perdón?
–Sí, un gran escritor, bueno, Carlos Fuentes siempre estaba a su lado, si Reyes necesitaba cualquier cosa, un taxi,  una máquina de escribir, una compañía para una conferencia, ahí esta Fuentes no más, en los tiempos en los que le dejaba libres las mujeres y el politiqueo, porque Fuentes fue aficionado a las mujeres y al politiqueo desde jovencito, el cachanchan de mujeres y de izquierdas, Fuentes quería el éxito siempre, el éxito a toda costa, y por eso no pudo resistirse a ser embajador de Luis Echavarría en París, Echever´ría, que simuló ser una renovación y todos sabíamos que era una mentira, un farsante, pero Fuentes de embajador en París, el sueño de su vida, gran escritor también, pero sus últimas novelas me aburren, ay, sus últimas novelas,  me recuerdan la de ese chico, cómo se llama, Fernando del Paso, novelas que no lee nadie, mil páginas llenas de palabras, pero gran escritor, ¿no?, aunque nunca consiguió ese estatus de intocable admirado hasta por los pajaritos del parque, porque, claro, estaba Octavio Paz…
–Octavio Paz era el gran mandarín…
–El mandarín y la mandarina, Octavio Paz quería todos los premios, todos los reconocimientos, todas las medallas y los pergaminos, lo quería todo, sabe, y le voy a contar algo, después del Nobel, no antes, sino después, una pequeña ciudad mexicana creó un premio literario, nada, poquita cosa, pero con ambición nacional, y Octavio, újole, se preocupó por llamar, llamar y volver a llamar, no lo hizo él, claro, sino la gente de su círculo, la de su revista, y tanto insistió que, por supuesto, terminaron dándoselo, un premio de cuatro pesos que no sé si se molestó en recoger, creo que no, pero sin duda un gran escritor, ha significado mucho en la cultura mexicana, pero un gran escritor, sin duda, no había manera de que a nadie se le olvidase, ya lo recordaba él y Televisa por prensa, radio y televisión…
Elena Poniatowska se levantó con grácil lentitud de la mesa, saludó cortésmente a todos y se marchó al hotel. El otro interlocutor se me quedó mirando.
–¿Nos marchamos?
— En un ratito –le dije-. En cuando el camarero retire los cadáveres…

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Sábato

Una vida demasiado longeva puede ser fatal para un escritor, aunque los proteja la senilidad. Yo no puedo tomarme en serio la proclamación del finado Ernesto Sábato como un gran escritor, o el autor de una o varias de las novelas centrales del siglo XX, o el intelectual comprometido contra los desafueros del mundo. Me asombra esa ristra choricera de enormidades insignificantes. Políticamente Sábato siempre fue un frívolo al que solo redimió su aceptación del encargo que le hizo el presidente Raúl Alfonsín para redactar el informe sobre las brutalidades inconcebibles de la dictadura militar argentina, cuando el Estado se dedicó a asesinar metódicamente a miles de ciudadanos. Antes Sábato fue un joven comunista, y después, brevemente, un peronista lleno de dudas, y luego un liberal, y después abogó por el orden castrense frente a los atentados montoneros y llegó a visitar al general Videla en compañía de otros escritores, Borges incluido. Cabe recordar que acudieron a la Casa Rosada para recibir explicaciones sobre algunos escritores supuestamente desaparecidos. Explicaciones bastante fantasiosas y muy miserables, por supuesto, pero que los presentes aceptaron en respetuoso silencio. Y luego se mandaron un bife.
Tanto sus novelas como sus ensayos se me antojaron siempre palimpsestos donde podía leerse claramente quien los había escrito antes. Sábato, que se pasó cerca de medio siglo intentando ser universalmente famoso, era un buen escritor, y un escritor fundamentalmente honrado, pero su obra ha envejecido mucho en apenas treinta años. Su mejor novela, Sobre héroes y tumbas, es un centón de engorrosa pedantería a la que solo rescata lo mejor del libro, El informe de ciegos, que es lo único que al cabo recuerdan los lectores, y cuando ocurre eso en una novela solo cabe hablar de un fracaso aplastante, de un error narrativo fundamental, de una estructura novelística clueca pese a sus abrumadoras pretensiones metafísicas. Recuerdo la estupefacción al leer libros como Uno y el Universo o Heterodoxias: Sábato tomaba sus ataques de ira, desprecio o desinformación, sus manías minúsculas o sus obsesiones grandilocuentes, como brillantes ataques de lucidez. No sabía reír.
Tampoco puede achacársele toda la culpa. Le tocó un siglo excepcional en la literatura argentina. Le tocaron Borges, Cortázar, Bioy Casares. Un siglo muy duro para las medianías ansiosas de encarnar la consciencia literaria de una nación.

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