UD Las Palmas

Tinerfeñismo sobrevenido

Saben, seguí el partido de ayer, aunque irregular y distraídamente. Y no lo hice ni desde las cuentas de periodistas zancandiles, que creen que el periodismo puede y debe ser una forma de patriotismo blanquiazul, ni desde las cuentas oficiales – y si se tercia insultonas – del CD Tenerife. No, me limité a seguir en Twitter las cuentas de los socios del club que suman entre ambos más de medio siglo de amarguras, decepciones y alguna que otra alegría en el Estadio Heliodoro Rodríguez López. Son los que tienen derecho a cabrearse, a esperanzarse, a emocionarse, a cagarse en su alma ante el último traspiés, ante un sociedad que hace muchos años dejó de ser de sus socios, que no tiene un proyecto deportivo desde hace lustros, que desprecia sistemáticamentre la cantera,  y en el que sus directivos – y singularmente su inefable presidente – han arruinado todos y cada uno de sus proyectos, como esa Ciudad Deportiva que ha terminado por convertirse en parte central de un proceso judicial que apenas ha empezado y que promete mucha mierda.

Esa es la gente que, en efecto, puede sentirse triste, mohína, fastidiada esta semana. No los tinerfeñistas sobrevenidos. Ayer, desde el mediodía, podías apreciar en las plazas y calles santacruceras a grupos entorchados con la bufanda blanquiazul o utilizando el escudo del CD Tenerife como una capa. Familias sonrientes aunque apresuradas, cuadrillas de coleguitas pegando aullidos en las aceras y pegando bocinazos en sus vehículos, parejas de supuestos enamorados que habían sustituido a Petrarca – o a José Luis Perales — por Luis Miguel Ramis. Individuos y grupos a los que hace un año, seis meses, un trimestre apenas el destino del CD Tenerife les importaba menos que un higo pico. Ni les interesa el fútbol ni saben una sílaba sobre la memoria reciente o lejana del equipo. No disfrutan del juego sino de la emoción espuria de la victoria. Una victoria para consumir una tarde y a la que solo serán leales si les sigue otra, y otra y otra en el futuro. Tal vez tres de cada cuatro de los que se sentaron ayer en las gradas del Heliodoro eran ciudadanos que podrían estar viendo una película de Marvel lo mismo que veían el enfrentamiento contra el Girona.  Con una pequeña aunque decisiva diferencia: los superhéroes de Marvel ganan siempre y el equipo del CD Tenerife que tiene Miguel Concepción en el bolsillo suele perder, una y otra vez, y especialmente, cuando parecen tener la victoria al alcance de la mano.

Esa falsa afición, esa afición de quita y pon, esa afición a la que solo le interesa el sentimiento de triunfo, victoria y supremacía para superar las terribles tardes de los domingos – especialmente estremecedoras en Santa Cruz de Tenerife –, esa afición aficionada a desaparecer cuando se pierde y a la que se piropea sin descanso por parte de tartajas radiofónicos y titulares ditirámbicos es en parte responsable de la errátil, triste y a veces patética deriva del equipo blanquiazul. Porque no sabe festejar los triunfos y afrontar las derrotas. Porque no se exige nada a sí misma ni a los propietarios del club. Porque no tiene ningún sentido del compromiso. No lo tiene ahora ni lo ha tenido nunca. El CT Tenerife gana como pierde: sin saberlo. Sus éxitos han sido más letales que sus fracasos. Como clavos de un ataúd que guardara una grabación del himno del club: Tenerife, adelante hasta la victoria final. Hace mucho tiempo que no llega jamás esa victoria. Ayer, uno de los socios cuya cuenta seguí para conocer la evolución del partido comentaba: “Y ahora comienzan a tirar botellas al campo los que no han pisado este estadio desde hace treinta años”. Nada más esclarecedor. Si el CD Tenerife fracasa una y otra vez es por lo que fracasan tantos proyectos y futuros en esta isla: porque nadie se lo toma en serio profesional, técnica y moralmente. Y menos que nadie esos estúpidos monaguillos de la nada que sentencian tu decencia si criticas, bromeas o te alejas de este patética consagración de emociones necias o mercenarias.      

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El fútbol no es inocente

Leo con estupor varios artículos y comentarios sobre el reciente derby entre el Club Deportivo Tenerife y la Unión Deportiva Las Palmas en los que, para excusar groserías, ordinarieces y tonterías de ambos bandos se invoca el espíritu deportivo, se exalta la canariedad compartida o se concluye en que, superados algunos comportamientos minoritarios con una buena pedagogía defendida en una y otra isla se disfrutará placenteramente de un partido entre ambos equipos. El fútbol (el espectáculo comercializado del fútbol profesional) sería inocente y bastaría con dejarlo en paz, con domesticar ciertos apetitos, con respetar algunas reglas básicas para que nos ofreciera (casi) lo mejor de nosotros mismos.

Pero eso, por supuesto, no son más que majaderías. El fútbol, como cualquier deporte agonista, como los llamaba Rafael Sánchez Ferlosio, es exactamente lo que vemos, ya se trate del cacareado derby canario o de los partidos entre adolescentes en el que los padres terminan armando grescas que a menudo acaban en agresiones y reyertas y la madre que los parió. Los deportes agonistas y comercializados tienen unos rasgos que sus seguidores se suelen negar a reconocer.

1.En el fútbol lo más importante, lo único importante en realidad, es ganar. La victoria es un fin en sí mismo y todo está a su servicio. Ganar no es únicamente sumar puntos. Ganar convalida una identidad, un colectivo, una visión de uno mismo; perder, por el contrario, es una suerte de deslegitimación, de empobrecimiento, de fracaso (a menudo infamante) que dice algo oscuro de nosotros mismos. No es la bondad la que te lleva a triunfar, es el triunfo el que te hace bueno. Incluso los que encuentran atractivos estéticos en el fútbol tendrán que convenir que su función no es otra que hermosear la victoria o convertir la derrota en algo aún más patético. El equipo que juega bellamente – por decirlo así – pero que no gana partidos no interesa a nadie. En realidad jugar bellamente es –de nuevo – ganar y solo ganar.

2. El fútbol (y todo el deporte espectacularizado) es básicamente un negocio que mueve miles y miles de millones de euros en el mundo y que se basa sórdidamente en el amor terruñero, localista o nacionalista a un símbolo con patas: una manipulación emocional indigna. Es como si se enfrentaran equipos y seguidores de Cocacola contra seguidores y equipos de Pepsicola, y ambos bandos creyeran firmemente en que Coca y Pepsi formaran parte de su identidad, de su acervo simbólico, de un código colectivo que los expresa y vivifica. Las pretensiones del CD Tenerife y de la UD Las Palmas – sociedades mercantiles cuyas acciones están concentradas en muy pocas manos — de representar a Tenerife o Gran Canaria representan una engañifa ridícula que es asumida como una obviedad.

3.El fútbol es igualmente una ideología de Estado (o de comunidad autonómica) que es utilizado por los poderes públicos como engrudo para cohesionar no un territorio, sino su propia propaganda, su propia legitimación. Por eso lo financia generosamente – nuestros macaronésicos equipos lo saben y disfrutan muy bien – y remojan sus patas con entusiasmo en el barreño sentimental de las competiciones. El fútbol agonista es imprescindible para el Estado, que colabora y negocia con los grandes equipos, plataformas y productoras de televisión y mantiene el negocio vivo y bollante. El deporte es un bien simbólico y un artefacto de manipulación política a la que ningún gobierno o gobernito quiere renunciar. Y el fútbol es también el plácido y deslumbrador escondite para blanquear figuras empresariales de pesadilla y enlaberintadas en procesos judiciales de las que nadie dice una palabra. Ni en Gran Canaria ni en Tenerife. Ni en la derrota ni en la victoria. Benditos sean.  

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Infiltrados

Hace algunas semanas pude leer y escuchar un lúcido descubrimiento: los más violentos y vociferantes sujetos que saltaron al campo en el último partido de liga de la UD Las Palmas eran un manual de sociología, aunque con muchas patas y algunos tatuajes. Les comentaré brevemente – quizás sea innecesario – cómo resolver una columna al respecto. Si ocurre algo como lo sucedido en el estadio de la UD Las Palmas hay que ser a la vez valeroso y clarividente y explicar que lo ocurrido es una amarga expresión – sin duda indeseable, puede añadir – del incremento de las desigualdades sociales, del fracaso de nuestro sistema educativo público, de la creciente exclusión de las clases populares y la pauperización de las clases medias y así. Se trata de practicar una discreta victimización de los gamberros – no, no se le ocurra llamarlos gamberros, que son seres humanos como usted o yo y eso puede herir aun más su maltrecha autoestima – y diluir hermenéuticamente cualquier responsabilidad individual. Dicho esto usted puede despedirse de los lectores con un gesto adusto señalando, singular lucidez la suya, que resulta paradójico que la gente clame porque su equipo pierda una oportunidad de ascenso y en cambio – qué tristeza — no proteste mayoritariamente por los recortes en educación, sanidad y políticas asistenciales.
La práctica justiciera y/o comprometida de la sociología recreativa – que puede llevarte a la conclusión de que la Unión Deportiva no ascendió por culpa de Mariano Rajoy, Paulino Rivero o el capitalismo financiero globalizado – no contribuye, en realidad, a aclarar absolutamente nada, salvo los pruritos morales del comentarista. Pero he encontrado otra joya similar. En la manifestación contra las prospecciones de Repsol, el pasado 7 de junio, un grupo de individuos rodearon a una fotoperiodista  y le acusaron de ser una infiltrada a sueldo de las hordas policiales.  De nada valió que la periodista se identificase como tal: fue insultada y zarandeada, le sustrajeron la cámara para reventarla contra el suelo y recibió amenazas. Obviamente se interpuso la correspondiente denuncia contra los matones y la policía los detuvo: se les tomó declaración y salieron a la calle a la espera del juicio. Pues bien, leo ahora un artículo de un sujeto llamado Ramón Afonso que habla de una “detención arbitraria” y de la “tortura de baja intensidad” infringida a los agresores y que consistió en pasar algunas horas en comisaría. La agresión contra la fotógrafa deviene irrelevante porque lo fundamental es que sus responsables tienen un gran corazón y destilan compromiso y solidaridad y cuidadito con tocarles un pelo. Ellos no agredieron y aterrorizaron a un periodista. Ellos luchan – oh, heroísmo escarnecido — por la libertad y la dignidad del pueblo. Y el pueblo son ellos, y los demás, infiltrados.

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Abismo changa

Si me permiten pronunciarme desde el exterior de la pasión, desde fuera del dominical banquete de testosterona, cabe sospechar que lo que hoy se considera como fútbol es un asunto solo lateralmente deportivo. Los que disfrutan del fútbol deportivamente son una minoría ilustrada que, en las conversaciones al respecto, suelen ser brutalmente silenciados, como si fueran críticos literarios en un encuentro con J.K. Rowling, y creo que no terminan en prisión porque los clubes de fútbol no disponen de su propio sistema judicial.  La inmensa mayoría de los aficionados comenzaron a jugar al fútbol entre los siete u ocho años y terminaron de hacerlo entre los doce y catorce. Han visto mucho más fútbol en la tele que el que han practicado en las canchas o en la calle. El fútbol se ha transformado – como tantas otras – en una experiencia vicaria. Millones de personas las viven intensamente participando en una emoción identitaria. Un placer identitario construido segmentariamente. Soy de la Unión Deportiva. Soy de Las Palmas. Soy grancanario. Pero la raíz es futbolística: lo demás son abstracciones más o menos incómodas. A ver cómo puede sentirse uno orgulloso de Lorenzo Olarte o de los dulces de Moya. El fútbol lo entiende cualquiera como demuestra las legiones de entendidos que a los que no participamos en esta patulea nos amargan las mañanas de los lunes con comentarios interminablemente crípticos. Ayer en Tenerife:
–Se fue Ayose.
— Déjalo ir.
–¿Y ahora el 3-3-2?
–Eso está acabado.
–Ayose podía.
–Ayose tal y cual, primo.
Por las declaraciones furiosas, las lágrimas arrasadoras y los gestos compungidos de las últimas horas Las Palmas de Gran Canaria parece a punto de hundirse en el mar, perdida la ciudad como un balón pateado a la estratosfera. Algunos han descubierto que a los estadios –sobre todo si se les abran las puertas con solicitud paternal — asisten innumerables changas y que los changas, por alguna misteriosa razón, gritan, insultan, amenazan y agreden. El presidente del Cabildo de Gran Canaria, José Miguel Bravo de Laguna ha explicado, con la elegante pedagogía que le conceden sus corbatas y blasones, que esto pasa por escuchar los cantos de sirenas con coletas soviéticas que llaman a la subversión y al libertinaje. Otros explican que nada se puede explicar si no se recuerdan los parados, el fracaso escolar y el sistema de dominación del capitalismo globalizado. No sé que es peor: el abismo changa o las hermenéuticas pachangueras de unos y otros.

 

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