Alfonso González Jerez

Swap

Hace una semana se conoció una portentosa operación financiera desarrollada por el ayuntamiento de Arrecife durante el mandato de María Isabel Déniz como alcaldesa. El ayuntamiento conejero suscribió en 2004 un contrato financiero con el banco de Santander  por un importe de 30 millones de euros en una delirante modalidad crediticia: un swap.  Para los no entendidos (servidor por ejemplo) un swap es un contrato por el cual las dos partes se comprometen a intercambiar un conjunto de cantidades de dinero referenciados a tipos de interés tan variables como las letras de las murgas chicharreras. Los swap son un derivado financiero de altísimo riesgo, fuertemente especulativos y de una maligna complejidad. Gracias a esta magistral jugada de Déniz el ayuntamiento de Arrecife ha perdido en los últimos ocho años casi tres millones y medio de euros. Una investigación policial todavía abierta apunta a hipotéticas aunque verosímiles connivencias entre Déniz y el director de una sucursal bancaria en la que se cuecen mefíticos créditos personales y compraventas flatulentas, pero lo ya es suficientemente grave que un alcaldesa – la señora Déniz, llamarada morena y justiciera en el Parlamento de Canarias y heroica oposición a Dimas Martín desde ese nacionalismo bien entendido que empieza por una misma – meta a su corporación en semejante infierno crediticio sin un miserable informe del secretario municipal, sin explicaciones a nadie, sin otro argumento técnico que sus sacrosantos y alicatados ovarios.
Ocurre, sin embargo, que se rumorea que el ayuntamiento de Arrecife no es el único que en los años dorados ha estafado a sus vecinos suscribiendo créditos swaps. En algunas informaciones se ha apuntado, incluso, a la empresa pública Visocan como entidad que ha suscrito contratos tan disparatados y lesivos como estos. Que a un jubilado que solo cuenta con un certificado de estudios primarios le hayan endosado preferentes de cajas y bancos ruinosos es vomitivo, pero comprensible: la indefensión de la víctima era y es más que evidente. Pero que una corporación pública, dotado de órganos de control y fiscalización a cargo de funcionarios técnicos, juegue canallescamente con los recursos de todos apostando en la ruleta de los derivados financieros merece una investigación no solo judicial, sino también política. Queremos saber cuántos alcaldes o gerentes se han pulido así nuestro dinero. Saberlo ya. Hoy mejor que mañana.

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Ocultar (siempre) la verdad

En uno de los momentos culminantes (ejem) de su discurso en el Congreso de los Diputados del pasado martes, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, afirmó que ya nadie le preguntaba en ningún sitio si España iba a solicitar el rescate de la Unión Europea. Al presidente, en ese estilo inigualable de contertulio de casino batuecasiano, se le antojaba un síntoma de que las cosas marchaban mejor. En realidad, la respuesta a esta observación de Rajoy era muy sencilla: “Nadie te lo pregunta porque el rescate ya lo pediste, atontao”.  En efecto, un rescate como el de Grecia ha resultado siempre impensable, dado el tamaño de la economía española, y se optó, parece mentira que haya que recordarlo apenas unos meses más tarde, por solicitar un crédito financiero extraordinario – un rescate limitado al supuesto saneamiento de la banca española – que podría elevarse hasta casi 100.000 millones de euros y que estaba sometido, a través de un minucioso memorandum, a unas condiciones técnicamente ventajosas pero políticamente determinantes. Desde ese preciso momento se cerró el círculo y toda la estrategia de la política económica y fiscal española se desarrolla, de facto, en coordinación con las instituciones comunitarias, y ya está. Es un dineral, por supuesto, que hay que devolver, y que devolveremos todos vía impuestos y a través de un poquito más de desgradación y colapso de los sistemas de protección social y asistencial.
Rajoy se mostró también muy orgulloso del llamado saneamiento de las cuentas públicas, es decir, de la evolución del déficit presupuestario, en el que, en realidad, basa casi todos sus esfuerzos en materia económico-fiscal. Es extraño. Según la Intervención General de la Administración del Estado (IGAE), en el año 2012 las administraciones públicas gastaron casi medio billón  de euros, un 47,60% del PIB. Y eso supone, tanto en términos absolutos como en porcentaje del Producto Interior Bruto, un récord de gasto público desde que existen estadísticas oficiales fiables. En cambio, en números redondos, solo ingresaron 382.000 millones de euros. Pese a los patéticos cacareos del señor Rajoy y su equipo, el déficit alcanzó casi el 7%, y eso que no se contabilizó el crédito extraordinario, lo que no significa que no se tenga que pagar, aunque nadie parece reparar en que los afortunados que tengan trabajo currarán, en parte, para apuntalar la devolución de un crédito utilizado para mantener a antiguas cajas de ahorro en un estupendo estado de zombificación: despidiendo a empleados y si conceder un maldito crédito a familias y pequeñas empresas. La cuestión es por qué no se reduce el déficit y las administraciones públicas siguen gastando que es un primor. Con todo atrevimiento, no creo que sea tan difícil entenderlo. Los que, a partir de esta bviedad, chillan furibundamente exigiendo más y más recortes “reales” –algunos amigos liberales quisieran recortar hasta las gónadas a toda la clase política sin excepción–  en mi opinión, no entienden gran cosa.
A mi juicio hay una evidencia elemental que casi nadie quiere admitir en los dos grandes partidos españoles: recortar a ese ritmo implica, inevitablemente, la destrucción del llamado Estado de Bienestar. Sin mayores novelerías. Es una mentira miserable y ruin negar sistemáticamente lo contrario; afirmar que se trata de “hacerlo mejor con menos recursos” o apelar a sandeces como “la excelencia en la gestión”. Sin duda la excelencia en la gestión, la maximización de los recursos, la racionalización del gasto, son objetivos loables por sí mismos, pero no suficientes para bajar del 3% del déficit público en tres o cuatro años (recortar, en resumen, más del doble de lo que se ha hecho hasta ahora). Y lo son, especialmente, si los poderes públicos se niegan en redondo a emprender auténticas reformas estructurales, desde la desaparición de las diputaciones provinciales hasta acabar con monopolios y cotos cerrados empresariales. En este último año y medio, el Gobierno del PP ha metido un machete implacable en la inversión pública, en la sanidad y en la educación, en I+D+I y en dependencia, pero en el gasto en otras partidas, muy poquito. Lo hace, obviamente, porque allí están las mayores partidas de gasto, junto a tres epígrafes que, con toda seguridad, se verán afectados antes de fin de año: pensiones, prestaciones por desempleo y servicio de la deuda. Recortar aun más supondrá, necesariamente, seguir adelgazando en los mismos capítulos, con lo que el núcleo mismo del Estado de Bienestar será sometido a una voladura controlada, pero rápida. La dirección política apunta a una creciente deslegitimación del sistema político y desafección al proyecto europeo.
En una economía sumergida en la depresión – en una recesión que se prolongará durante años y con un horizonte de recuperación del PIb muy débil hasta la tercera década del siglo – expoliar fiscalmente a ciudadanos y empresas no suele ser un buen negocio. En realidad es contraproducente. Y eso es, exactamente, lo que está haciendo el Gobierno. Por supuesto, prescindiendo de cualquier reforma fiscal que no castigue a familias y pymes y sin emprender una lucha eficaz contra el fraude de sectores profesionales privilegiados y grandes empresas. Las previsiones de ingresos se derrumban y el Estado debe acudir al rescate de comunidades autonómicas en bancarrota o con gravísimos problemas de liquidez mientras se sigue endeudando para mantener su funcionamiento. Ahora se hace con la lúgubre tranquilidad de una prima de riesgo más baja, cuyo decrecimiento, por cierto, muy poco o nada tiene que ver con la política económica y tributaria que se ejecuta en España, sino con un reordenamiento del mercado internacional de la deuda pública bajo el impulso del programa de expansión monetaria lanzado por el Gobierno japonés.
La puñetera realidad es que nos encontramos en un callejón sin salida. La crisis económica propia –asociada a la burbuja inmobiliaria y a una enloquecida efervescencia del crédito —  la depresión económica europea, los errores de diseño de las instituciones y mecanismos comunitarios, y la formidable fuerza de los intereses de un capitalismo globalizado frente a la debilidad de las instancias políticas nos han abocado a una situación que exige acabar con los progresos sociales y asistenciales del último medio siglo, resignarse a una democracia homeopática, pauperizar las clases medias y soportar un nuevo lumpenproletariado en condiciones de exclusión social permanente. O eso es lo que pretenden gobiernos como los del señor Rajoy, la señora Merkel o el señor Passos Coehlo.

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Alfredo Landa

Creo que en el fondo de la estima sincera por alguien como Alfredo Landa reside el reconocimiento a una virtud tan desconocida en este país que suele pasar desaperciba. La profesionalidad. Ver profesionalidad por aquí – el esfuerzo en el trabajo bien hecho, la entrega para desarrollarlo, la dicha de estar condenado a realizarlo – es como observar un elefante deambular por la calle. Al principio, simplemente, no lo vemos; luego lo confundimos con cualquier cosa, incluso con un elefante. Alfredo Landa llegó a Madrid con cuatro duros y a los cuatro años ya estaba haciendo teatro con los mejores y pasó casi inmediatamente al cine cómico de la época. Si se repasan sus películas de entonces – se echó decenas entre pecho y espalda – se comprobará un hecho muy humilde, como suelen ser los hechos: en ninguna está mal. En ninguna es imposible no identificarlo de inmediato. Para el landismo creó Landa un español estereotípico del cual los españoles pudieran reírse sin crueldad, aunque ese cine, básicamente infecto, esté basado en la explotación de la represión sexual y la misoginia de la España franquista. Cuando tuvo oportunidad introdujo matices. En una comediada tan deleznable como No desearás al vecino del quinto – la película con más espectadores del cine español, después de los sucesivos Torrentes de Santiago Segura —  Landa interpreta a un play boy emboscado y a un gay impostado, pero lo curioso es que en ambos papeles opta por el histrionismo paródico y hay instantes en que las fronteras entre ambos personajes se desdibujan peligrosamente.
La profesionalidad fue lo que salvó a Landa del landismo y le permitió alimentar su talento. Porque el talento, contra lo que suponen muchos, no es una ráfaga que sopla libremente por el aire: el talento necesita macerarse y se macera boxeando con él diariamente, dándole de hostias sin cesar, para que espabile. Así consiguió Landa una construcción tan prodigiosa como la de Paco El Bajo en Los santos inocentes. Porque Landa, que comenzó en el cine haciendo el estereotipo de paleto salido, terminó encarnando a los hombres corrientes y, muchas veces, a los más humildes, los más desgraciados, los más azacaneados por un destino que les pesa como una maldición, un estigma o una tormenta indescifrable. Ese chico bajito y menesteroso, hijo de un guardia civil, aprendió a tocar con los dedos la realidad de un alma y nos la devolvió, a veces, con una simple mirada perdida en el vacío.

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No basta el no

¿Es malo el proyecto de reforma educativa diseñado por el ministro Wert y su equipo? Básicamente sí. Es malo por partir de un análisis muy deficiente de lo que necesita todo el sistema educativo español, por estar filtrado de orientaciones ideológicas bastante incompatibles con nuestros valores constitucionales y con la evidencia educativa empírica (desde la desactivación de los consejos escolares hasta los privilegios a escuelas de alumnos segregados por su sexo) y por boicotear, en su propia metodología normativa, los objetivos que pretende conseguir. El ministro conservador quiere una escuela meritocrática, pero lo malo es que pretende entronizar la meritocracia escolar tal y como se entendía en España en los años cincuenta. Por lo demás el señor Wert no ha considerado indispensable ningún esfuerzo de consenso con las comunidades educativas y ha hecho gala de una mugrienta y arrogante chulería que, como suele ser común en estos casos, carece de cualquier justificación intelectual. Y de credibilidad: nadie puede conceder confianza a un proyecto legislativo que presume de promover la excelencia educativa  cuando en los dos últimos años el Gobierno de Rajoy  ha recortado los presupuestos ministeriales en más de un 35% respecto a los de 2011. Un atroz machetazo de 860 millones de euros, padecido fundamental y agónicamente por las comunidades autonómicas. La protesta en las aulas y en las calles contra el anteproyecto de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa está plenamente justificada, aunque el éxito de la jornada de huelga de ayer haya sido desigual en los distintos centros, niveles y ciudades.
Y, sin embargo, el mero resistencialismo es una estrategia destinada al fracaso. Para oponerse a Wert y a su basurienta reforma es imprescindible reconocer que la situación del sistema educativo en España es aproximadamente catastrófica y abandonar el acriticismo y la complacencia que se ha instalado entre padres y profesores mientras el pedagogismo patológico, el estímulo a la mediocridad y el desprecio al rigor y la exigencia conseguían en el último cuarto de siglo, entre otras bondades, catedráticos subalfabetizados, bachilleres analfabetos y miles de abogados –en la Universidad — y administrativos  — en la Formación Profesional – como contribución al capital humano de España en general y de Canarias muy en particular. Es imprescindible una alternativa consensuada y asumida por fuerzas políticas, sindicatos y comunidades educativas: oponer a intereses corporativos e ideológicos un verdadero modelo educativo.

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Oh, Andalucía

 

Un grupo de parlamentarios socialistas de nuestra Cámara regional se trasladó hace unos días a Andalucía para empaparse de las políticas de izquierda que desarrollan José Griñán y su Gobierno. Se desconoce todavía si esta comitiva, capitaneada por el portavoz parlamentario del PSC-PSOE, Manuel Fajardo, se desplazó, alojó y manducó apoquinando sus cuartos o recibieron una ayuda económica oficial: sería estupendo que lo aclararan. Que en el siglo XXI sus señorías tengan que trasladarse con sus respectivos equipajes a Andalucía para templarse en una pedagogía política progresista – billetes de avión, reservas hoteleras, comidas y meriendas – resulta un tanto asombroso. Es como aquel discípulo de Cristo que necesitó tocar con sus propios dedos las heridas de su maestro para creer en su resurrección.
–Encantados de tenerlos aquí, chiquiyos…
— Nosotros venimos a aprender, Pepe, solo a aprender… Porque tú tendrás muchos parados aquí en Andalucía, pero se nota que los quieres…
— Hombre, y hablando de eso, miren, aquí, en este cuartito de al lado, tengo un parado de larga duración…
–¿Aquí mismo?
–Como les digo. Sal, sal, Juanillo, que estos señores quieren verte…No seas tímido…Verán que solo asoma la cabeza, un brazo y media pierna, pero es que todavía no lo hemos sacao totalmente de la exclusión social…Tóquenlo, tóquenlo, que ha ganado dos kilos desde que sacamos el decreto ley…Tócalo, Luis, que no pasa nada…
A partir de ese viaje, el señor Fajardo ha pedido al Gobierno de Canarias –del que forma parte del PSC-PSOE – que de un “volantazo” a su política y oriente su estrategia hacia los problemas sociales. Para colaborar en tan noble como ardua tarea, Luis Fajardo y sus compañeros presentarán en breve un conjunto de iniciativas parlamentarias que, al parecer, no se les habían ocurrido en los dos últimos años, pero que a buen seguro han sido estimuladas por la prodigiosa luz y el aire mágico de Andalucía, un país que gracias a Manuel Chaves y a José Griñán se ha convertido, después de treinta años de gobierno ininterrumpido, en la Finlandia del Sur de Europa.

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