Alfonso González Jerez

Rambleros

Después de mucho tiempo, casualmente, me senté en el kiosco de La Paz. Había cambiado, sí. El kiosco de La Paz estaba colonizado en los años ochenta – sobre todo a partir de la tarde – por un zancandiliante piberío de poetas que no habían escrito un verso, músicos que tardarían en descubrirse sordos, chicas que querían ser actrices y se acostaban con todos para ampliar su código gestual, quinquis que consumían un único café con hielo durante horas, cinéfilos que ya llevaban las gruesas gafas que combinarían con una calvicie prematura, nietszchenianos masacrados por el acné, comunistas que abominaban de la alienante democracia burguesa y amaban los berberechos ajenos, ratas de bibliotecas condenadas al olvido, aprendices de proxenetas, anarquistas que estudiaban oposiciones, Yeyo Millet dictando sentencias y recitando a Baudelaire en un francés imaginario, el grupo de niños fascistas sentados alrededor de El Montaña, chicas embadurnadas en pachuli y maquilladas durante la resaca del penúltimo pedo, petas rulando entre ojos semicerrados y gestos nerviosos y encuentros, huidas y regresos que se prolongaban hasta la madrugada, porque el kiosco cerraba pero las mesas y sillas de metal se quedaban ahí y la conversación era eterna, porque no tenía principio y tampoco propiamente un fin. Era la Rambla. Éramos los rambleros: más que un bizarro gentilicio, un adjetivo calificativo y un breve, disparatado, imprescindible, divertido y lastimoso estilo de vida.
Los rambleros hemos desaparecido. Lo ratifiqué ayer al sentarme en la solitaria mesita, que ya no es de metal, sino de plástico. No lo voy a condenar. Lo incómodo no es el plástico, lo realmente incómodo es mi espalda. Ante mí triscaban jubilados asustados por la brisa y el sol, madres de familia empujando carritos, algunos estudiantes que asombrosamente consultaban apuntes de clase, diminutos mocosos que intentaban jugar y correteaban entre las mesas bajo los  furibundos berridos de sus padres. No hemos sido sustituidos. Simplemente hemos desaparecido. Algo así le ha ocurrido a esta ciudad: podría ser cualquier ciudad y por miedo a adivinarlo se niega a verse a sí misma. Me levanté lentamente e inicié el mutis y entonces lo descubrí: otro ramblero ya cuarentón que atravesaba la avenida como un fantasma atropellado. Intenté saludarlo. Se hizo el loco con una auténtica expresión de miedo en el rostro. Tampoco lo culpo. Lo realmente incómodo no es el presente chato e irreparable, sino el pasado que nos condujo a este lugar del que ya no podremos huir.

 

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Secreto

Imagínense ustedes que el Gobierno de Canarias estuviera negociando en un sótano oscuro y sin testigos con el Gobierno español modificaciones relevantes (o no) del Estatuto de Autonomía. Es algo muy similar a lo que está ocurriendo con las negociaciones sobre la renovación del Régimen Económico y Fiscal: nadie tiene puñetera idea de lo que está ocurriendo, y no pocos sospechan que lo peor es que no está ocurriendo nada. El REF representa una suerte de constitución económica del Archipiélago y ciertos aspectos del Estatuto de Autonomía resultarían incomprensibles – al margen de de la cita explícita al mismo en el artículo 46 – si no se le considerase implícitamente. El REF, por supuesto, cuenta con orígenes históricos que se encuadran en un conglomerado de intereses sociales concretos y su incardinación en España y en Europa como excepcionalidad convalidada por Madrid y Bruselas, su impacto articulador en el sistema económico isleño en definitiva, puede y debe ser objeto de críticas, entre las cuales no son las menores su ineficacia para potenciar la convergencia de Canarias con la media de inversión del Estado español, su nula utilidad para una redistribución de la riqueza o su aviesa capacidad para consolidar rentas de situación en beneficio de élites extractivas mientras contribuye a encorsetar el despliegue de nuevas fuerzas y actividades productivas.
En la reforma del REF Canarias se juega un futuro cada vez más estrecho, agónico y oscuro. Durante los últimos dos años el asombroso u oligofrénico debate político sobre la situación socioeconómica de Canarias ha estado capitalizado por prodigiosos planes de empleo, por advocaciones a la reforma de la Constitución, por sandeces sobre la limitación a la entrada de trabajadores extracomunitarios, por una reforma administrativa que no llega jamás, por cabildos presupuestariamente desfallecidos y ayuntamientos al borde del infarto financiero, por las rituales descalificaciones y deslegitimaciones entre gobierno y oposición. Sobre el REF, en cambio, ha vibrado un silencio casi inmaculado, como si se tratara de un juguete caro y roto al que nadie se acerca para no ser acusado posteriormente de los desperfectos. Un REF que debe estudiar y aprobar una Europa sumergida en una crisis cenagosa en la que no quiere oír hablar de excepciones fiscales, ayudas sistematizadas ni fondos de inversión. A ver si, en vez de ocultar información y hurtar un debate, los caballeros del Ministerio de Economía están escondiendo un cadáver.

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Porquería

Se suele repetir una supuesta paradoja cada vez que padecemos milagrosas victorias deportivas, sobre todo, en el fútbol. La leí de nuevo hace algunos días: “La mayoría de los que se concentran en la plaza de España para vitorear a los jugadores del CD Tenerife son gente humilde que lo están pasando mal”. Ciertamente. Pero no existe ninguna contradicción. Para festejar tumultuosamente el ascenso (no precisamente irresistible) del CD Tenerife a segunda división esos son, precisamente, los requisitos: ser pobre o desempleado, pertenecer a las clases medias más modestas, encontrarse económica y socialmente archiputeados (el patriotismo futbolístico de los periodistas deportivos tiene una relación más directa con sus obligaciones ocupacionales y sus carreras profesionales). Pierre Bordieu analizó las correspondencias entre prácticas deportivas y clases sociales y el conjunto de valores y percepciones de cada grupo. Para las clases dirigentes los deportes tienen un valor estético en el que el cuerpo en un fin en sí mismo; las clases medias definen su patrón a partir de las virtudes higiénicas de la práctica deportiva; las clases trabajadoras tienen una relación más instrumental con las condiciones físicas. La naturaleza competitiva del deporte es interiorizada más intensamente desde las clases altas hasta las clases trabajadoras. Y está íntimamente vinculada con mecanismos de identificación simbólica y ritual con un equipo. La política es una vacua fantochería, la economía un matadero atroz e ininteligible, las instituciones públicas un confuso prostíbulo blanqueado, pero el fútbol es perfectamente comprensible. En el fútbol (contra lo que ocurre a la inmensa mayoría desheredada de la sociedad) se puede perder, pero también se puede ganar. El fútbol es una metáfora transformada en un espectáculo y un espectáculo que se asume como una realidad, un motivo de satisfacción vicaria, el sucedáneo chillón y exasperado de un consuelo. ¿Quién podría engañarse con esta patochada fugaz e irrelevante, sino aquellos que necesitan del engaño? ¿Quién la soportaría como un alivio sino los que están ayuno de cualquier consuelo en sus vidas cotidianas y cada día se sienten menos respetables porque son menos respetados?. El fútbol, como producto empresarial, artificio identitario y embeleco emocional, no es más que una menesterosa porquería.

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La excepción

En Canarias ha subido (de nuevo) el desempleo. Cabía sospechar que lo único que subiría no sería el CD Tenerife. A los flamantes desempleados (más de 500) no los ascienden a las alturas triunfales del Cabildo, quizás para evitar tentaciones suicidas,  pero quizás tengan la suerte de coincidir con jugadores y equipo técnico –junto a los comparsas políticos de rigor, tan populares, tan pueblerinos – en la visita a la Virgen de Candelaria, la más bonita, la más morena. Al minuto de conocerse los datos se escuchan los chillidos: las cifras del Instituto Nacional de Empleo se siguen, exactamente, como un partido de fútbol, con defensores y detractores del Gobierno. Testarudamente los datos demuestran – si uno de atiene a los porcentajes interanuales, a la evolución de los últimos meses, a la cifra de afiliados a la Seguridad Social – que se está frenando la destrucción de empleo en España. No se trata de una recuperación, ni siquiera del inicio de una recuperación del empleo, pero sí de la confirmación de una tendencia todavía germinal: la pulverización de los puestos de trabajo se está ralentizando apreciablemente. El empleo que se crea es inestable y de baja calidad: la hegemonía de los contratos temporales es brutal (un 93%) y los salarios más bajos que hace apenas tres años. Un comportamiento absolutamente normal y pronosticable en un país que atraviesa una recesión casi ininterrumpida desde hace un lustro.
Canarias es la excepción. En Canarias se sigue destruyendo empleo. No es únicamente que la construcción esté paralizada – el 75% de la mano de obra que acumulaba la construcción en 2008 se encuentra desempleada – o que los empresarios turísticos expriman a sus trabajadores antes de aumentar su oferta de trabajo ante las mediocres perspectivas del año en curso. No es, tampoco, aunque deba considerarse el dato, que el comportamiento de las contrataciones en las islas sea tradicionalmente malo o menos bueno en mayo y junio, un bimestre situado en la vaguada entre la alta y la baja temporada. Es que ha desaparecido la acción del más potente asignador de recursos en el sistema económico canario durante veinte años: la administración autonómica. Ni obra pública, ni fondos de cohesión, ni planes de empleo, ni apoyo a las pymes, ni patrocinio a programas y proyectos públicos o privados en un ámbito de pequeñas empresas de baja capitalización y de astutos agentes que materializaron la RIC en ladrillo, ladrillo y más ladrillo.

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Celebración

Luis de Guindos afirma que a mediados del próximo año se creará empleo en España, en contra de las previsiones presentadas por su propio Gobierno hace apenas veinte días, y Paulino Rivero, en su discurso con motivo del Día de Canarias, asegura que el archipiélago “avanza hacia la recuperación”  sin ofrecer un solo argumento que avale tan portentosa revelación. Recuerdo que en los años ochenta y noventa se entendía que el discurso presidencial en el Día de Canarias debería consistir en una pieza retórica en la que el jefe del Ejecutivo evitara cuidadosamente introducir juicios políticos o partidistas a favor o en contra de nadie. Se trataba de insistir en lo común y no de enfatizar las diferencias, en reflexionar sobre el pasado y no en excusarse del presente profetizando un futuro inverosímil. Eso ya acabó. El presidente habla esa noche celebratoria como lo haría en la tribuna del Parlamento: como un hombre de partido, el suyo ¿Para qué hacer puñeteros distingos? El discurso presidencial se reduce, simplemente, a la oportunidad de generar titulares de defensa de la gestión o de ataque (acertadamente o no: eso es irrelevante) a los adversarios políticos. Es una forma de degradación institucional que al parecer ya no molesta a nadie y que me malicio que practicaría cualquiera de los dirigentes políticos en activo en Canarias.
En los últimos días se han repetido y comentado las sucesivas advertencias del presidente Rivero sobre el fin (o el principio del fin) de la crisis económica con un rigor analítico similar al de Nostradamus. Quizás lo haya hecho para inyectar optimismo en la sociedad civil canaria, pero a fuerza de inyecciones lo que ha originado es una dermatitis tan feroz que nadie soporta ya una sola profecía más. Desde “a partir de ahora las cosas van a ser diferentes, pero no necesariamente peores” (Día de Canarias 2010) hasta “hay un mar de razones para la esperanza” (Día de Canarias 2012) pasando por “hace un año apunté  que en 2011 empezaríamos a dejar atrás la crisis económica” (Día de Canarias 2011) el presidente se ha empeñado en ejercer de Casandra acorbatada mientras la muy impertinente realidad lo desmentía. Ahora mismo estas islas están a un paso de ser un país económica y socialmente inviable y, de alguna manera, los discursos institucionales del presidente Paulino Rivero, más que desmentirlo, lo ratifican.

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