Alfonso González Jerez

Verdad

Con vocación de decimotercera uva aparece el presidente del Gobierno autónomo, Paulino Rivero, para anunciar que en el mes de diciembre han sido contratadas 1.313 personas en Canarias. Toda vez que en noviembre pasado el paro disminuyó en unas 3.000 personas, Rivero estima rumbosamente que ha comenzado, si bien todavía con una encantadora timidez, la recuperación económica y laboral del Archipiélago y que el año 2011 se presenta como esperanzador, gracias, ya lo imaginarán ustedes, a un Gobierno regional que vio la crisis económica internacional antes que nadie — ah, si Alan Greenspan hubiera conocido El Ravelo — tomó medidas y concertó un gran acuerdo con las organizaciones empresariales y sindicales para afrontar consensuadamente (?) la situación. Como siempre, saldremos antes de la crisis – siempre salimos antes de las crisis, ansiosos y atropellados, como los que se tiran una ventosidad en el retrete – y aquí paz y en el cielo dulces truchas de batata.
Entre los teóricos de la política existe un debate en apariencia ocioso, pero que no lo es tanto. En una situación realmente crítica, ¿cuánta verdad puede decir un político? La pregunta se dirige a la relación entre acción política y valores morales. Desde Max Weber la mayoría de los politólogos señalan que lo específico de la política no son los fines que busca – abstracciones muy poco mensurables — sino los medios con los que opera. “No es verdad de que del bien solo salga el bien y del mal solo salga el mal, sino con frecuencia todo lo contrario, y quien no lo vea así es un niño desde el punto de vista político”, dice el terrible Weber. Creo que tiene razón. Quizás no sea prudente apuntar que más de la mitad del empleo creado en los dos últimos meses es fruto de contrataciones del Servicio Canario de Empleo, que la construcción sigue hundida, que los créditos bancarios ya son fábulas que se cuentan con asombrada nostalgia, que las orondas administraciones públicas están a un paso de la quiebra, que los sistemas sanitarios y educativos se sostienen con parches casi desesperados, que decenas de miles de canarios desempleados no cuentan ya con ningún subsidio. Esto es una grave crisis sistémica que demanda reformas estructurales en Canarias (políticas, electorales, económicas, fiscales, administrativas) si no queremos resignarnos a un fracaso generacional y a un país más pobre, más estúpido, más injusto y más ensimismado. Sospechoso que si Rivero hubiera estado en el lugar de Churchill no hubiera ofrecido sangre, sudor y lágrimas. “Les aseguro, queridos compatriotas”, hubiera dicho, “que el nazismo es una pollabobada”.

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Medallas

Al parecer un pibe de Abades, Pedro Rodríguez Ledesma, al que todo el mundo llama confianzudamente Pedrito, juega muy bien al fútbol, hasta el punto de haber sido fichado por el FC Barcelona y ser integrante de la selección española, ganadora del último Campeonato Mundial. Desde el pesado verano, cuando culminó este portentoso acontecimiento histórico-deportivo, Rodríguez Ledesma ha recibido varios reconocimientos y agasajos en Tenerife, el penúltimo, la entrega de la Medalla de Oro de Canarias de manos del presidente Paulino Rivero. La ingente cantidad de melaza tóxica con la que se ha cubierto al futbolista descompondría el estómago más resistente. Nuestro Pedrito — aquí hay que poner una sonrisa entre estreñida y amorosa – no es solo un talentoso jugador de fútbol, sino un espejo moral en el que toda la juventud isleña debería saber mirarse. Nuestro Pedrito no es únicamente un deportista profesional que consiguió su privilegiada posición con astucia, sacrificio y tenacidad, sino una síntesis del retrato del perfecto canario según el chusco y acomplejado imaginario de los políticos y los medios de comunicación: humilde, sencillo, cordial. Cuando habla en público – no es lo suyo – repite la misma frase, sustentada en torturadas muletillas, cinco o seis veces, pero sus severas limitaciones expresivas se aceptan como una nueva evidencia de su cordialidad, su sencillez y su humildad profundamente canaria.
Me felicito por los triunfos profesionales de Pedro Rodríguez Ledesma. Magnífica carrera la suya y magnífico que se haya convertido en millonario jugando al fútbol. Pero es simplemente un joven deportista de apenas 23 años de edad. Ya se sabe que forma parte de la más elemental tecnología publicitaria del poder premiar, galardonar y exaltar a figuras populares en cualquier ámbito, pero sobre todo, de las industrias del espectáculo y los deportes. El poder (político, empresarial, mediático) se premia de esta manera a sí mismo y obtiene unos réditos publicitarios inmediatos. Con todo sería deseable que las Medallas de Oro de Canarias no se hojalatearan distinguiendo, para ocupar titulares y fotos fugaces, a veinteañeros como Rodríguez Ledesma o Goya Toledo.
El pasado junio murió la poeta tinerfeña Ana María Fagundo. Durante treinta años dictó clases en la Universidad de California y así, a orillas del Pacífico, se escucharon versos de Tomás Morales y Alonso Quesada. Dejó una poesía hermosamente insustituible y una elegancia espiritual intachable. Ni Premio Canarias ni Medalla de Oro. Desde su vuelta a España vivía ocho meses al año en una casita de El Sauzal.
La poeta Ana María Fagundo

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Lo peor de CAP

Lo peor de Carlos Andrés Pérez no fue que robara a mansalva y dejase robar cada vez más desordenadamente: bajo su primera presidencia, entre 1973 y 1978, la corrupción en Venezuela se institucionalizó y se transmutó en un mecanismo de gobierno, en un acuerdo tácito de latrocinio entre socialdemócratas de AD y democratacristianos de COPEI, en una perversa cultura cívica que se extendió a todo el tejido empresarial y social del país. La Venezuela saudita podía permitirse (o eso creyeron sus responsables) el saqueo más desvergonzado y al mismo tiempo la articulación de un colosal conjunto de subsidios y subvenciones –corrompido de pies a cabeza –que incluían desde la leche hasta la harina para las arepas, desde la maquinaria agrícola hasta las becas universitarias. CAP nacionalizó el petróleo, pero los fabulosos beneficios de la venta del crudo no revirtieron en una economía venezolana más potente y diversificada ni en el desarrollo de un Estado de Bienestar que sustituyera al agusanado Estado providencia y atendiera a los cientos de miles de venezolanos que se hacinaban en los cerros de Caracas o malvivían de una agricultura agónica en el interior. La democracia constitucional se trasmutó en una plutocracia de nuevos millonarios en la que se enriquecían dirigentes políticos adecos y copeyanos, medio centenar de empresarios y una turbamulta facinerosa de importadores. Mientras tanto CAP se llevaba a piñón con el Gobierno cubano, financiaba a los sandinistas o acogía generosamente a muchos exiliados chilenos y argentinos.
Lo peor de CAP no fue su reelección en 1988, cuando la mayoría de los electores, que recordaban los años de la plata fácil, lo votaron como penúltimo recurso de un sistema político que se hundía en un marasmo social creciente. No tardaron en despertar, porque CAP venía ahora con las recetas del FMI en las patillas: privatizaciones, machetazo a los presupuestos públicos, pago de la monstruosa deuda externa como prioridad indiscutible. Un día de 1991 suprimió las subvenciones a los productos de primera necesidad y al transporte urbano y se produjo el caracazo: una represión indiscriminada dejó en las calles cientos de asesinados a balazos.
No, lo peor de Carlos Andrés Pérez no fue su procesamiento por perculado, su huída cantinflesca a Miami, su vesania populista, manirrota y ladrona. Lo peor de CAP, de Luis Herrera, de Jaime Luisinchi y de toda esa cleptocracia que redujo la democracia republicana a un infecto muladar es que propiciaron, llamaron, casi invocaron a un mesías uniformado, cerril y didascálico, Hugo Chávez, para seguir y perfeccionar su trabajo: la destrucción de Venezuela.

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Hugo Chávez pide que le dejen trabajar

En medio de una situación económica y social desastrosa, Hugo Chávez Frías ha solicitado – y por supuesto obtenido – de un Parlamento que está a punto de terminar su mandato una nueva ley habilitante – y van tres – que le permitirá gobernar a decretazo limpio o sucio –según las necesidades de su revolución bolivariana – durante el próximo año y medio. No podía esperar. La próxima asamblea, la elegida este otoño, tendrá una amplia mayoría chavista, pero una muy activa minoría opositora. El presidente se la quitado encima durante hasta mediados de 2012 como mínimo. La Asamblea Nacional se reducirá de nuevo a un patio teatral desde donde ver a Hugo Chávez en acción. Hace algunos días varios cientos de estudiantes universitarios protestaron por la aprobación de la nueva Ley de Educación Superior. La respuesta de Chávez retrata perfectamente el alma de este sin par iguanodonte: “Los burgueses (sic) están otra vez en lo mismo. Yo les pido que me dejen trabajar en paz”. De modo que un jefe de Estado que dispone – gracias a la financiación estatal de sus propias campañas, de una propaganda incesante, de la compra del voto con neveras y harina para arepas, de reformas electorales ad hoc – de una acumulación de poder político y legislativo insólito en la historia de la República se irrita ante estos estudiantes pendejos, traidores a la causa del socialismo bolivariano, y suplica que le dejen trabajar pacíficamente hasta conseguir la ruina política y económica del país.
La nueva Ley de Educación Superior establece que la Universidad venezolana está supeditada al Estado revolucionario y su desarrollo estará sometido a una llamada “asamblea de transformación” con paridad de voto entre profesores, alumnos, personal administrativo y personal operario. Será el Estado, igualmente, el que decida el ingreso de los ciudadanos en los centros universitarios, con independencia de las pruebas de acceso que establezcan los mismos. ¿Y la autonomía universitaria? Bueno, el socialismo bolivariano no está para bromas. Como explica claramente la exposición de motivos del texto legal, “la autonomía universitaria supone un ejercicio responsable frente a los intereses y necesidades del pueblo y del Estado Revolucionario, en todos sus ámbitos, procesos, funciones y modalidades, en correspondencia con los planes nacionales de desarrollo para el fortalecimiento, consolidación y defensa de la soberanía e independencia de la Patria y la unión de nuestra América”. Los “procesos fundamentales” de la educación universitaria “deben contribuir a la construcción del modelo productivo socialista mediante la vinculación, articulación, inserción y participación de los estudiantes y trabajadores universitarios, en el desarrollo de actividades de producción de bienes materiales, transferencia tecnológica y prestación de servicios”. Qué cosa sea el modelo productivo socialista no lo explica la ley, pero basta con echar una ojeada a la situación económica de Venezuela para hacerse una idea aproximada. La Ley de Educación Superior es uno de los mojones – y nunca mejor dicho – que señala el tránsito de un Gobierno autoritario hacia un régimen totalitario.
En el año 2009 Venezuela arrojó un PIB negativo (un -2,5%) y una inflación acumulada del 25%. Es decir, Venezuela se instaló en la estanflación, esa terrible situación económica en la que el estancamiento o decaimiento de la producción económica se combina con una alta tasa de inflación. Las previsiones del Banco Central de Venezuela estiman que se cerrará el año aun con un PIB ligeramente negativo y una inflación cercana al 20%. La inflación es lo que más preocupa a los venezolanos y, sobre todo, a los venezolanos más pobres: una brutal escalada que comenzó a crecer en 2008 y que no ha parado apenas hasta hoy. Hace algunos meses un técnico estúpido, pero patrióticamente bolivariano, del Ministerio de Economía explicó que la inflación era estructural en Venezuela, un mal con el que país debería a resignarse a convivir, porque “la capacidad de compra está por encima del nivel de producción”. Hugo Chávez repitió esta alucinatoria cantinela en varias ocasiones. Un argumento que no es muy útil para explicar cómo la Venezuela de los años cincuenta y sesenta mantuvo una inflación media de entre el 1,6% y el 1,1%. Lo cierto es que con unos ingresos petroleros fabulosos en los últimos cinco años unas cifras como las que presenta la economía venezolana solo pueden diagnosticarse como el producto de una nefasta, oligofrénica, torpe y sectaria gestión económica en la que la voluntad política –y politiquera – cree que se basta y se sobra para alumbrar milagros. La creación de comunas y cooperativas empresariales no han aumentado ni la producción ni el ritmo de consumo. La compra de empresas a golpe de talonario – y a cuenta de los ingresos petroleros – no ha obedecido a razones económicas objetivables, sino a golpes de inspiración ideológicos o a intereses particularistas más o menos inconfesables. Venezuela importa del exterior – y Estados Unidos es un cliente privilegiado — un volumen de alimentos superior al de los tiempos presidenciales de Carlos Andrés Pérez. Los controles políticos – o más exactamente: partidistas – impuestos a la economía venezolana se han revelado como nefastos. El control de precios ha contribuido decisivamente a la fuerte inflación y el control de cambio ha generado una sobrevaluación cambiaria gravosa para el país. Como explica con precisión un economista venezolano, el flagelo de la inflación, principal síntoma del caos económico venezolano y producto de una política económica delirante, está engarzado en dos factores: “El primero de esos factores es el desbocado gasto público, a través del cual se inyectan a la economía los abultados ingresos petroleros, expandiendo la oferta monetaria y estimulando el consumo. Al crecer la demanda más intensamente que la oferta interna, se produce un fenómeno de alza de precios, a pesar del incremento notable de las importaciones con las que se pretende complementar la insuficiente oferta local. Esa dependencia creciente de lo importado se ha traducido en presiones inflacionarias adicionales, ya que la sobredemanda internacional de productos básicos, combinada con el desvío de productos agrícolas para la producción de biocombustibles, ha generado una escasez creciente de alimentos, con su consecuente encarecimiento en algunos casos desproporcionado”.
Este es el país en el que Hugo Chávez pide que lo dejen trabajar en paz. Un país carcomido por una corrupción inaudita y una feroz violencia callejera que el Gobierno parece cuidarse, incluso, de evitar con demasiada dedicación. Cuando escucho o leo a supuestos o reales izquierdistas en Europa, España o Canarias defender al régimen de Chávez como una alternativa para Latinoamérica, como un proyecto emancipador, como una nueva fórmula de socialismo para el siglo XXI, ya no me río. La verdad es que tampoco lloro. Solo constato el pésimo estado de salud político, teórico y cultural de la izquierda en todas partes. Su empeño en desacreditarse cada día un poco más, de derrota en derrota hasta la victoria final de la obsolescencia, el engaño y el cinismo.

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Cultura salvífica

En una pared, cerca del parque La Granja, sobrevive desde hace años una pintada muy apodíctica: La cultura es libertad. Cada vez que la veo me siento entre conmovido y alarmado. Imagino a su autor, en las solitarias horas de la madrugada, afanándose en inmortalizar su mensaje antes de que lo descubra un vecino insomne o comiencen a ladrar los perros, pobres bestezuelas iletradas, de un patio cercano. Y al mismo tiempo anoto por enésima vez cómo la expresión cultura irradia una potente luz cegadora que la convierte en el santo y seña de cualquier bienaventuranza. Lo malo es que la pintada no incluye una nota a pie de página para explicar el concepto de cultura al que alude ¿Un conjunto de valores, una urdimbre de esquemas rituales, un banco de conocimientos, el florilegio de lo más granado de la creatividad artística que han ofrecido los siglos, los descubrimientos y las teorías científicas desde Galileo a Stephen Hawking, la gastronomía de La Gomera, con ese producto cultural insuperable, el almagrote, para untar y no parar? No sigan preguntando, porque el grafitero hace años que terminó su obra. La cultura del grafiti es rápida, lacónica y efímera.
Cultura son los versos de Virgilio, pero la guerra es también (entre otras cosas) un fenómeno cultural. No acabo de entender esa conclusión del Grupo de Neuropsicología de la Universidad de La Laguna “mantenerse activo culturalmente influye positivamente sobre la memoria, la orientación, el lenguaje y otras funciones cognitivas, ayudando a prevenir los efectos de las patologías neurodegenerativas sobre nuestro cerebro”. Para terminar de ser franco, las observaciones del equipo de neuropsicólogos me han intranquilizado mucho. La expresión “mantenerse activo culturalmente” se me antoja más una amenaza que una esperanza. ¿Habrá que visitar todas las semanas, con ochenta años a las espaldas, las exposiciones infumables del Círculo de Bellas Artes o el Ateneo de La Laguna? ¿Hacerse tres o cuatro conferencias mensuales para conservar la memoria, como quien se hace tres o cuatro largos en la piscina todos los días, con doble mención de honor si el conferenciante es Juan Manuel García Ramos? ¿Terminar de leerse las obras completas de Xavier Zubiri – y cuando acabes, empezar de nuevo — para no olvidar donde puso uno las gafas? ¿Escuchar a la Sinfónica de Tenerife interpretar a Brahms para eludir un infarto cerebral? ¿Qué es mantenerse culturalmente activo? ¿Comenzar a practicar la escultura cuando te jubiles? Reconozcamos que es un programa un poco agobiante. A los noventa años le preguntaron a Sánchez Albornoz qué tal estaba: “¿No lo ve? Soy una ruina. Me duele todo. Y oiga qué voz de maricón se me ha puesto”. Yo no se lo hubiera discutido.

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