Retiro lo escrito

La irrupción

Los coleguitas de los medios amigos lo han llamado la irrupción, como si fuera una película de invasiones alienígenas, y en eso no les falta totalmente la razón. Escuchar a Pedro Quevedo, que de Santa Cruz no conoce más que los restaurantes del centro de la capital, que la ciudad merece un meneo es como encontrarse el disco de la nave Voyager con un mensaje para Homer Simpson. Román Rodríguez insiste en lo mismo. Carmen Hernández, la alcaldesa de Telde, subraya que el proyecto de Coalición está agotado. Hernández es alcaldesa gracias al apoyo de la agotadísima Coalición Canaria, pero cuando sale de Telde se lo calla siempre. Y a continuación los tres tenores presentan a su candidata: la canarista de siempre Odalys Padrón. Quizás sea una muestra más de mi inveterada gandulería, pero vayan a google a averiguar (a recordar tal vez) quién es Odalys Padrón y qué ha sido en la vida municipal de Santa Cruz, que a mí me aburre. En un lustro militó en tres partidos, porque todos estaban dirigidos por canallas o comprados por Miguel Zerolo o ambas cosas. Una Juana de Arco de chichinabo que siempre oyó voces que le decían que la alcaldesa debería ser ella y que ardió en la hoguera de su propia incapacidad política. Si Nueva Canarias anhelaba (legítimamente) labrarse un espacio político en Santa Cruz de Tenerife, con militantes, un equipo de dirección política y candidatos, ¿por qué no empezaron hace tres años? ¿De este curioso retraso también son responsables la pandemia, Thomas Cook o el volcán de Cumbre Vieja?

Nueva Canarias siempre ha practicado un oportunismo despendolado en el intento de conseguir salir de Gran Canaria y proyectarse en otros territorios insulares. Llevan cerca de veinte años en este agónico empeño, pero con resultados muy modestos. Uno no sabe si les vale la pena haber pactado con el PIL de Dimas Martín, el CCN de Ignacio González o sacar ahora del sarcófago del olvido a la señora Padrón. En los últimos meses Rodríguez ha almorzado, merendado o cenado con coalicioneros retirados como el palmero José Luis Perestelo, expresidente del Cabildo Insular  o la concejal lagunera Candelaria Díaz Cazorla. Lo de la exteniente de alcalde de La Laguna fue particularmente gracioso. Hace un par de años Rodríguez y sus adláteres desconocían simplemente su existencia. El consejero de Hacienda decidió interesarse porque algunos compañeros de partido de la propia Candelaria Díaz comenzaron a difundir el mezquino bulo de su paso inminente a Nueva Canarias para acabar de destruirla políticamente. Asqueada y harta Díaz ha decidido dimitir como concejal y darse de baja en Coalición Canaria. Con algún concejal aquí y allá en Tenerife, solo en La Palma NC ha conseguido una minúscula implantación y Rodríguez ha intentado mantenerla colocando a sus palmeros –doblemente palmeros — en su órbita gubernamental, como Miguel Ángel Pulido, tan ricamente atornillado en una hueca dirección general de la Vicepresidencia del Gobierno. Las señales, sin embargo, son preocupantes. La sede de NC en Santa Cruz de La Palma permanece cerrada. Está situada sobre un bar, Limón y Menta, establecimiento modernuqui cuando se abrió a mediados de los años ochenta del pasado siglo. Es muy posible que Limón y Menta sobreviva a Nueva Canarias. Merecidamente.

Político avezado, inteligente e intuitivo, Rodríguez no puede ignorar que las posibilidades de la señora Padrón en la cita electoral del próximo mayo son nulas. Como las de sus candidatos en La Laguna, en Los Llanos o en el Cabildo de Tenerife. Algunos podrían pensar que este denodado esfuerzo – y ojo, las perras que exige – no está destinado a sacar a NC del gueto electoral grancanario, sino a erosionar — siquiera mínimamente — los apoyos a Coalición Canaria. Y no están equivocados. 

 

 

 

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Ecotasa sí, pero no (o viceversa)

Estoy entre los que apoyan una tasa turística (llámalo así, llámalo ecotasa) en las islas. No ahora, no, sino desde hace bastante tiempo, cuando todavía la señora Noemí Santana jugaba a las muñecas empoderadas. Mi escueto razonamiento no solo era ecológico, medioambientalista o resilente, sino de carácter redistributivo. Aunque con algunos antecedentes, el turismo  de masas se entendió en Canarias cada vez más velozmente en el último tercio del pasado siglo sobre ventajas naturales y climatológicas comparativas a partir de empresas extranjeras y turoperadores, y creció y creció reclutando a miles de trabajadores en hoteles y en la construcción y fortaleciendo un sabroso negocio inmobiliario. En realidad el turismo en las islas vive en combate perpetuo contra su propio modelo desde hace cerca de veinte años, cuando dejó de ser un negocio fácil y con amplios márgenes de beneficio (clientes durante todo el año, salarios bajos, mínima reinversión en rehabilitación y mejora de las dotaciones turísticas) y se asomó al abismo de su envejecimiento prematuro. Se sigue ganando mucho dinero, pero mucho menos dinero que antes, aunque el efecto económico transversal de la industria turística continúa demostrando energía. El turismo sigue dinamizando la economía y junto a la oferta de empleo público es el mayor creador de puestos de trabajo en el último año y medio. Desde luego que los empresarios hoteleros ya pagan sus impuestos, pero la tasa turística supondría una aportación más – poco dolorosa para el hotelero pero muy beneficiosa para la ciudadanía – a favor de la redistribución tributaria de los ingresos turísticos.

Es imposible conocer con seguridad de cuanta pasta podría tratarse. He leído cifras muy distinta – desde los 90 hasta los 300 millones de euros anuales– y es imposible alcanzar un consenso al respecto. Otra discusión, mucho más sencilla, se centra en el destino del gasto de lo recaudado. Es un poco absurdo. Ya que el turismo influye en casi cualquier aspecto económico, social y medioambiental de Canarias cualquier objetivo sería compatible; por ejemplo, asignar lo recaudado a potenciar y abaratar más aun el transporte público (guaguas y tranvías). Cabe recordar que el Ejecutivo regional, en los últimos treinta años, ha gastado cantidades ingentes tanto en la promoción turística como en la rehabilitación de infraestructuras.

En el pleno parlamentario de ayer el presidente Ángel Víctor Torres se vió obligado a responder una pregunta sobre la tasa turística. ¿Le gusta la idea al presidente? ¿Qué le parece la insistencia de Podemos, su socio gubernamental,  sobre este asunto en las últimas semanas? Torres, que es un orador poco inspirado pero astuto, demostró una vez más que tiene respuesta para todo, y si no la tiene, se las inventa. El presidente suele responder con cucuruchos de helado destinados a derretirse enseguida, pero cuando se licuan ya ha acabado el pleno. Vino a responder que, en efecto, en uno de los parágrafos del pacto de gobierno que firmaron el PSOE, Nueva Canarias, Podemos y los alegres colombinos en junio de 2019 figura crear una comisión para estudiar la viabilidad de una ecotasa. Y un poco cómicamente Torres explicó que, en efecto, estudiarían la tasa turística concienzudamente y con la voluntad de llegar a un acuerdo entre todos. ¿Qué por qué no se debatió tal asunto al principio de la legislatura? Bueno, ahí empieza la enésima enumeración de las desgracias: una pandemia, el cero turístico, Thomas Cook, un volcán, una guerra. Dicho más claramente: no se establecerá una ecotasa turística en esta legislatura. Pero Santana aplaudió la respuesta del presidente y eso es precisamente lo que cuenta.

 

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El columnista Javier Marías

Es curioso que uno de los mejores escritores españoles del último siglo practicara cientos  de columnas periodísticas sin haber adivinado jamás lo que es una columna periodística. Más sorprendente todavía es que uno de los mejores prosistas españoles – un renovador de la sintaxis narrativa en este país – jamás trasladara sus habilidades a su feraz trabajo como articulista. Cuando Javier Marías escribía una columna creía que debía dar una opinión y punto. Y la daba con brío y con valor y una profunda y coherente convicción.  Algún elogio he leído en las últimas horas en las que lo tildaban de “ligeramente casposo”. Es muy sorprendente. Aquí casposo se ha convertido en el piropo simpático encañonado a aquel que no abraza las causas preferidas de los últimos lustros, desde reguetón hasta la transexualidad, desde devorar series de televisión a despreciar los valores democráticos, desde la mala educación de los imberbes hasta del derecho a convertir las calles en urinarios.

Se podría defender el articulismo de Marías apuntando, por ejemplo, que estaba más influido por la tradición inglesa – la que empieza lejanamente en The Spectator de Joseph Addison y Richard Steele a principios del siglo XVIII – que a los modelos franceses o italianos; por supuesto, más que a la tradición española. En España el articulismo se ha entendido siempre –sobre todo a partir de la popularización de la prensa escrita – como un subgénero literario. En cambio, para los británicos, el articulismo, que a veces alcanzaba dimensiones ensayísticas en diarios y revistas, era (y es)  un instrumento para comunicar un análisis cabal basado en la información disponible, un juicio meditado, una opinión argumentada, en la que el estilo, como las manos, debe ser limpio antes que brillante. Marías, curiosamente, renunciaba a algo que sabía hacer muy bien, seducir al lector de la novela con su lenguaje, en sus artículos de prensa. Tal vez eso contribuía a que los lectores, con apenas metáforas o retruécanos a los que agarrarse, lo calificaran muchas veces como un cascarrabias. Como tampoco sabía sonreír en las fotos el efecto se multiplicaba. La falta de esa máscara del estilo también le hacía parecer majadero en sus preferencias o sus odios maniáticos, que es lo primero que debe hacerse perdonar entre los lectores el escritor de periódicos.

Como carecía de metáforas y a veces incluso de otro ritmo que el principio y el final sus columnas carecían igualmente de malicia. Sus ironías era las de un gentleman y el sarcasmo apenas podía olfatearse –como un olor corporal ligeramente vergonzoso – entre líneas. De vez en cuando le salía un texto casi magnífico, pese a estas limitaciones, y uno tendía a decir, como Borges a propósito de no recuerdo qué autor: “¡Qué pena que a Marías no se le haya ocurrido esta columna!”.  Porque incluso sus mejores artículos, sinceramente, parecía que no se le habían ocurrido del todo.  Más que un intelectual perplejo parecía habitualmente un hombre cansado de la majadería política e intelectual y que apenas ha salido de sus lecturas y sus novelas media hora para escribir un artículo irritado y fugaz. Es muy significativo de esta curiosa esquizofrenia escritural (para mis cuentos y novelas todo, para mis artículos nada) se exprese también en su pasión por el cine.  La voz de muchos se sus personajes está repleta de alusiones y citas cinematográficas y su juego –maravillosamente bien resuelto – de desarrollar una suerte de plano secuencia en varias de sus novelas, entre otras técnicas cinematográficas incorporadas a su escritura narrativa contrasta con los textos sobre cine reunidos en Donde todo ha sucedido. Ahí Javier Marías no hacía crítica de cine: disfrutaba contándonos las películas que amaba. Ahora que ya no está quizás la gente no siga confundiéndose con sus opiniones y lea más sus novelas: una de las experiencias más enriquecedoras, inteligentes y estimulantes escritas en español desde hace muchos, muchos años.

 

 

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Charloteo y escucha

Los presidentes de gobiernos democráticos no montan “encuentros ciudadanos” en la sede de la jefatura del Gobierno y financiando la ocurrencia con dinero público. En el ámbito de las democracias representativas para conocer la opinión de los ciudadanos los gobiernos disponen de un conjunto de instrumentos – en España, por ejemplo, el Centro de Investigaciones Sociológicas, entre otros – que monitorean, sistematizan y analizan datos de todo tipo sobre preferencias, críticas, rechazos, preocupaciones de los ciudadanos. Los mismos partidos políticos se entendías tradicionalmente no solo como herramientas para conquistar el poder político sobre la base de un programa, sino como espacios de mediación entre gobernantes y gobernados. Es grotesco llevarse a medio centenar de personas para que charloteen unos minutos en el Palacio de La Moncloa y presentar esta pantomima como un diálogo punto menos que socrático entre el presidente del Gobierno y la ciudadanía. Y lo grotesco se convierte en algo ya escandaloso cuando curiosamente una de las ciudadanas elegidas para la gloria es empleada doméstica y después de su intervención Pedro Sánchez le anuncia, acartonadamente alborozado, que precisamente el próximo Consejo de Ministros va aprobar el seguro de desempleo para las empleadas domésticas. Una gozosa casualidad que entusiasmó a todos los congregados.

Me pregunto cómo hemos llegado hasta aquí. Me pregunto cómo hemos llegado a tolerar esta grosera y aviesa mamarrachada, cómo no estalla una burla universal y una advertencia seria y unánime por parte de los medios de comunicación de que ya está bien de estupideces. No consigo imaginarme a Adolfo Suárez, Felipe González o José María Aznar montando una patochada similar en La Moncloa. Por supuesto que les hubieran bombardeado a preguntas en el próximo pleno parlamentario mientras caían sobre sus cabezas titulares como granizo. Sospecho que Rodríguez Zapatero lo hubiera hecho si alguien se lo plantea y Mariano Rajoy, en cambio, no, porque a Rajoy le importa un bledo lo que piense nadie, sin excluirse a sí mismo.  En realidad (y para variar) el montaje de Sánchez y del ministro Félix Bolaños en La Moncloa es  una barraca de empatía, un guiñol de participación popular, una estampita sentimentaloide, una farsa que causa escalofríos de asco. En ese magnífico libro que tituló La democracia sentimental Arias Maldonado explica que estamos en la era en la que la realidad sentida comienza a remplazar a la realidad factual. Mucho, mucho sentimiento de los invitados al sarao, mucho sentimiento por el presidente que lucha contra las fuerzas del mal de los bancos y las grandes empresas. La otra cara de la indignación incontrolada como expresión de excelsitud  moral es el buenrrollismo empático y populachero. Entendido, pero la grosería con la que se practica este populismo por Sánchez o por Díaz Ayuso es realmente asombrosa. Ya no existe ningún límite.

Muchos encontrarán exagerado el rechazo asqueado a todo esto. Pero es que estas mentecateces no son trivialidades. Como ejercicios propagandísticos, como telerrealidad guionizada desde un Ministerio, atacan, desprestigian y carcomen no la legitimación del Gobierno, sino la del sistema democrático en su conjunto. No es sustancialmente menos grave que el hecho de que el Gobierno haya dictado en tres años 252 decretos leyes, una figura que la Constitución reserva “para casos de extraordinaria y urgente necesidad, y cuyo abuso por gobiernos anteriores se ha convertido ya en una diarrea normativa en este.  O que la momificación del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, donde el PSOE comparte responsabilidades con un Partido Popular siniestro en sus manipulaciones y trapacerías. Las democracias –ya se saben –no caen con estrépito wagneriano. Lentamente se convierten en otras cosas hasta que un día ya no somos los mismos. 

 

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Por un amén

En algún momento futuro – que no me arrebaten la esperanza – cuando un obispo comience a escupir estupideces hirientes contra el aborto en una ceremonia religiosa abierta al público general y con asistencia de las autoridades un presidente del Gobierno se levantará y abandonará el lugar, seguido, por supuesto, por el resto de los cargos públicos, como el presidente del Parlamento o el delegado del Gobierno central, trinidad del santísimo progresismo que se queda sentadita y callada cuando un prelado define explícitamente como servidores de una cultura de la muerte a las mujeres que abortan y –cabe imaginar – a los legisladores, a los médicos y enfermeros y a la población que no comparte de la vida sea un don de Dios. Incluidos a aquellos a los que no les interesa lo más mínimo el dios de ese anciano torvo y jactancioso vestido con una mitra tan pinturera y una casulla que es un primor. 

Pero por ahora nada. Por ahora el pastor sigue balando y el jefe del Gobierno autónomo se cuida muy mucho de criticar al obispo, aunque le sugiera casi deportivamente de lo que debería hablar. Y esto es la segunda parte de este despropósito: resulta tremendamente difícil entender qué hace un dirigente político elegido democráticamente dictándole a un obispo lo que debe decir. Ay, ilustrísima, si lo que debería comentar usted es que estamos aquí, todos juntos de nuevo, celebrando la fiesta, yupiii, cuando bajo la pandemia del covid creíamos que nos esperaba la soledad y la muerte. Hoy tocaba estar contentos. Si se le aprieta un poco más Torres –porque de ese presidente se trata – suelta que lo del aborto son leyes que aprueban las Cortes, los diputados y senadores, vamos, que el Parlamento de Canarias jamás ha legislado sobre el aborto, como si no se le pudieran pedir responsabilidades o se viera obligado a explicar que no tiene ninguna responsabilidad al respecto o algo así. Ligeramente pasmoso, la verdad. Porque esto es muy sencillo.

Lo normal, en un Estado aconfesional, sería que las autoridades públicas no asistan a ninguna ceremonia eclesiástica –sean los católicos, los mormones o los calvinistas – lo que suplementariamente evitaría situaciones como esta. Pero reconocer a la Iglesia Católica con tu presencia es conseguir que la Iglesia Católica te reconozca a tí. Ya no los pasean bajo palio pero a los que gobiernan siguen colocándolos en primera fila y los saludan con sonrisas y apretones refinadamente protocolarios. Bajo una apariencia superficial y anecdótica, lo que se produce en estas ceremonias donde confluyen y se reconocen mutuamente el poder civil y el poder religioso – el elemento militar, antes muy presente, se ha desdibujado – es una interacción política mutuamente beneficiosa. Las ceremonias religiosas públicas – sobre todo en las grandes fechas litúrgicas – desempeñan un papel ahora menor pero todavía efectivo como espacios de legitimación simbólica. Los ciudadanos – muchos de ellos con una identidad política débil y unas convicciones religiosas frágiles —  contemplan el espectáculo de dos  élites que se reconocen – ah, el eco suntuoso de la alianza del Trono y el Altar – en una división del trabajo: gobernar lo espiritual y gobernar lo material.

Al fin y al cabo la Iglesia Católica tiene perfecto derecho a imponer a sus fieles las normas morales que estime oportuno; lo inaceptable es que pretenda erigirse en una instancia moral sobre los que no pertenecen a su grey y moldear ideológicamente a toda una sociedad. La peor parte se lo llevan, en cambio, los representantes políticos que carecen de la gallardía de defender los valores constitucionales y los derechos de los ciudadanos y ciudadanas de su país por una foto, por un titular, por un amén.  

 

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