Caridad

Hace poco – hace una eternidad – la caridad era un asunto personal. Costó mucho esfuerzo, un esfuerzo histórico trufado de luchas políticas, sindicales e intelectuales, reducir la caridad a un gesto respetable y materializar, en cambio, los principios de justicia, equidad e igualdad de oportunidades en una legislación, un conjunto de instituciones, una red de políticas públicas: sanidad, educación, servicios asistenciales, prestaciones por desempleo, pensiones de jubilación. No eran la prueba de una sociedad perfecta ni funcionaban en absoluto impecablemente ni deberían haber bastado, no. Pero tampoco respondían a una enternecedora pulsión de caridad y amor al prójimo. Se trataba de un compromiso que implicaba –o debería implicar – a toda la sociedad y que estaba indisolublemente unido a una concepción de la democracia –a una cultura democrática – que no se agotaba en las urnas electorales. Ahora vuelve la caridad y la caridad no ha perdido nada del esplendor de su hediondez moral. Conserva intacta su hipocresía congénita, su taimado cálculo promocional, su grotesca y a la par petulante insuficiencia.

Y así todo se llena de nauseabundos maratones y convocatorias extraordinarias para la recogida de toneladas de comida, ropa vieja, juguetes aceptablemente destartalados. Y tienen que escucharse las voces estremecidas por el milagro de los montones de latas de sardina que se multiplican y los paquetes de fideos que cubren media plaza y los juguetes mal reparados que revientan cajas de cartón y cae un atroz diluvio de elogios dulzarrones sobre la solidaridad de los isleños en fiestas tan señaladas. Es falso. Confundir la caridad con la solidaridad  es un síntoma de analfabetismo político y social.  Es sintomático que en las homilías que nos ofrecen, exultantes e inmisericordes, locutores y periodistas toda la atención – toda la incesante babosería encomiástica, por no hablar de los bombos mutuos —  la ocupen casi monográficamente aquellos que se desprenden de un bote de espárragos, sin mencionar apenas a los que se los comerán. La caridad siempre se ofrece descontextualizada. Hace poco leí que varias murgas, sin duda llevadas por su buen corazón, habían marchado a cantar a algunos indigentes en las puertas mismas de sus chabolas. Ya no hay duda: vuelven los años cincuenta. A ver cuando rebrotan la tuberculosis, el tifus o el vómito negro y podemos empezar las cuestaciones, que esa gente lo va a pasar mal, muy mal, y necesitará toda la ayuda de este noble y oligofrénico pueblo.

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Regresar al reformismo

Cuando en el futuro se construya un relato histórico de la crisis de principios del siglo XXI, desde un punto de vista político, económico y presupuestario, el año 2013 constituirá un punto de inflexión decisivo. A partir de entonces podrá comprobarse que la crisis – en toda su compleja dimensión fiscal y crediticia, nacional y continental – no se limitó a producir dolorosos costes sociales. La crisis está transformando socialmente el país – entienda usted aquí España o Canarias – y Europa parece decida a pisotear y enterrar el proyecto social y cultural que concedía la más sólida base de legitimidad de las instituciones y políticas comunitarias desde Berlín hasta Lisboa. Entre otros hitos esa transformación social pasa por el desmantelamiento del Estado de Bienestar – no por reformas que racionalicen su operatividad y garanticen su supervivencia – la tolerancia de una alta tasa de desempleo estructural, la fragmentación de las clases medias, la privatización y/o monetarización de servicios públicos, sin excluir la administración de justicia, la salvaguardia de los intereses financieros, la satanización o criminalización de la disidencia y, al menos en España, una regresión cultural hacia valores conservadores en lo religioso y lo moral con el apoyo manifiesto o implícito del Estado en el ámbito de lo público. Las izquierdas parecen incapaces de reaccionar o, mejor dicho, se limitan a reaccionar, sin poder ofrecer un diagnóstico propio y un conjunto de propuestas priorizadas, coherentes y viables: un programa político. Un programa político que consiga transformar la realidad y evitar un capitalismo indomesticable, para lo que es condición indispensable conocerla, registrarla, metabolizarla. Es decir, un programa político radicalmente reformista. El programa político propio de una socialdemocracia que – en expresión de Ludolfo Paramio – es actualmente una socialdemocracia maniatada.

Existen otras izquierdas. Las izquierdas celestiales. Izquierdas e izquierdistas que piden al mismo tiempo salir del euro y establecer una renta básica universal, no pagar la deuda pública e iniciar un programa de inversiones en obra civil, ganar las elecciones y ciscarse en el sistema político-electoral, ocupar un escaño en el Congreso de los Diputados y salir a la calle para unirse a manifestantes que gritan no nos representan. Las izquierdas que agitan un papelito –sin una gramo de análisis económico – en el que se afirma que se podrían recaudar fiscalmente 60.000 millones de euros más pero que olvida que la deuda pública y privada suman más de un billón de euros en este país y que se encuentran, en buena parte, interrelacionadas, las izquierdas que prometen el pleno empleo pero para lo que lo mejor sería regresar a la legislación laboral de 1982. Una combinación letárgica entre populismo, radicalismo y viejas fórmulas de la socialdemocracia de entreguerras. “Que la realidad”, dice el viejo adagio periodístico, “no me estropee un buen titular”. “Que la realidad”, podrían remedar las izquierdas celestiales, “no me estropee una buena revolucioncita, pero sin hacer pupa a nadie”.  Ahora lo mas florido –y se hace mucho desde el cielo de la izquierda redentora — es equiparar el PP y el PSOE. José Luís Rodríguez Zapatero llegó al poder con un proyecto incompleto, bastante oportunista y no suficientemente meditado, pero bastaría con recordar la ley de Dependencia, el matrimonio homosexual, los avances políticos y legislativos a favor de la mujer, el incremento de las becas o el aumento de los presupuestos  públicos de I+D+I para comprender que incluso un socialdemócrata tan moderado, mercadotécnico y errático como Rodríguez Zapatero presenta diferencias apreciables con la derecha española.

Una parte fundamental del nuevo reformismo socialdemócrata está relacionado necesariamente con el presente y el futuro del proyecto de la Unión Europea. En un libro reciente y muy interesante, La crisis de la socialdemocracia, Ignacio Urquizu plantea que la cesión de soberanía nacional a la UE se ha traducido en una desdemocratización  de la vida política española, francesa, italiana, etcétera. Las restricciones a la capacidad de los gobiernos democráticos nacionales – su cada vez más limitado margen de maniobra – no han tenido como contrapartida en la capacidad de los ciudadanos europeos de influir en las instituciones supranacionales. Solo desde Europa se pueden implementar un ambicioso programa de reformas socialdemócratas – desde una fiscalidad común hasta planes de inversiones que actúen como estímulo económico– que ahora están vetadas a los gobiernos nacionales. Desde este punto de vista la Unión Europea es el principal teatro para la revitalización de la izquierda reformista, subsanando los errores de concepción de la arquitectura político-institucional europea y rompiendo la hegemonía ideológica cultural del neoconservadurismo: el Banco Central Europeo no puede seguir teniendo como único objetivo, por ejemplo, el control obsesivo por la inflación. En el ámbito de un capitalismo globalizado solo cabe responder con eficacia democrática y verdadera capacidad de reforma desde una unidad política supranacional.

Esto no quiere decir – desde luego, el profesor Urquizu no lo dice – que fuera de Bruselas y Estrasburgo no se pueda hacer nada. En realidad está todo por hacer. Desde la reforma de los partidos socialdemócratas –rompiendo la oligarquización enquistada y renovando los sistemas de selección de élites dirigentes y candidatos – hasta propuestas concretas en materia económica, laboral y fiscal. ¿Por qué el Estado de Bienestar solo puede financiarse a través de  aportaciones de los trabajadores y no complementariamente con impuestos específicos? En la alta tasa de desempleo que soporta España (no se diga Canarias) incluso en ciclos de crecimiento sostenido, ¿no ha incidido en absoluto una legislación laboral que dualiza terriblemente el mercado de trabajo? ¿El contrato único es realmente una pesadilla de derechas o una oportunidad? ¿La denominada mochila austriaca no podría ser un complemento de una pensión de jubilación pública? ¿Por qué la izquierda se ha dejado secuestrar por la derecha las virtudes del mérito y del esfuerzo, cuando la izquierda siempre amó en el pasado –quizás un poco exageradamente, es cierto – la meritocracia? En su libro, el profesor Urquizu establece tres fases en la evolución de la socialdemocracia: reformismo, remedialismo y resignación. Se trata, precisamente de, adaptándose a los imperativos de una  realidad mucho más compleja y dinámica, que la que vivió el viejo Bernstein, de romper esa resignación de gestores de buena voluntad y resultados indiscernibles de la derecha y volver a la senda reformista.

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El cubículo

      

En homenaje vampírico a Thomas Disch

 

Me imagino que podría considerarse terrible. Bueno, objetivamente lo es. Me parece terrible. Les contaré con la mayor precisión lo que hay por aquí. Se trata de un cubículo relativamente amplio que permanece iluminado unas 18 horas diarias, aunque he sido incapaz (para variar) de encontrar las fuentes de luz. Ni un foco, ni una bombilla, nada de nada. Una cama – que se integra en la pared automáticamente cuando no está ocupada – un sillón bastante cómodo y una mesa donde descansa, es un decir, el ordenador. Un ordenador sencillito, ya tiene sus años, no recuerdo otro.  No es distinguible ninguna puerta en las paredes de la habitación, no se diga una ventana. ¿Qué hago aquí encerrado? Pues, naturalmente, escribo. Escribo lo que están leyendo. Porque supongo – de eso se trata – que alguien está leyendo esto. Escribo básicamente artículos de opinión, como cualquier lector, si existe un lector, puede atestiguar. Admito que es raro escribir en esta situación artículos de opinión: quizás sea un paradójico efecto del encierro. Podría escribir poemas épicos, novelas costumbristas, sonetos al itálico modo, teatro del absurdo, guiones de televisión (me hubiera encantado ser guionista de La Revoltosa, por ejemplo), greguerías, romances, cuentos góticos, y para ser sincero, también los he escrito, pero sobre todo me dedico a escribir artículos de opinión. Hace muchos años, he perdido la cuenta. El único espejo que tengo es el muy imperfecto de la pantalla misma del ordenador, y aun así, basta para atestiguar que estoy envejeciendo.

A veces me indigno cuando leo lo que ocurre en el mundo a través de Internet. Me indigno hasta el frenesí. Hace años, en tales ocasiones, escribía inmediatamente una columna; ahora, con el pasar del tiempo, me limito a esperar hasta tranquilizarme y levanto indignado los puños frente a la pantalla del ordenador. Con el tiempo mi irritación se ha convertido casi en un animal de compañía. No sé si me entienden. Como esa gente que, según leo, domestican un pequeño tigre o una coqueta cría de cocodrilo y se la llevan a su casa. Se muestran muy cariñosas hasta que un día te muerden una mano y te quitan un par de dedos. Más o menos eso suele terminar siendo la indignación para un columnista. Admito que tiene poco que ver con el noble sentimiento que lleva a los pibes y pibas a manifestarse en la calle y ser ocasional –aunque cada vez más extendida y sistemáticamente –apaleados por la policía. La policía siempre es goethiana y prefiere la injusticia al desorden, la nómina al paro, el palo a la zanahoria. Aunque no les sirva para nada – aunque las protestas quizás sirvan realmente para muy poco – los pibes y pibas tienen toda mi simpatía.

A veces me temo que cualquier inclinación empática es inútil, ridícula, insignificante. Y eso me lleva, por supuesto, y como siempre, al problema principal: ¿qué hago yo aquí? ¿Qué sentido tiene este cubo luminoso, este maldito sillón, el renqueante ordenador que no termina de averiarse y, sobre todo, muy especialmente, esta sarta interminable de palabras, esta baba verbal como voy dejando como un caracol por una pared donde nadie se apoya? ¿Qué maldita utilidad tiene? ¿Formo parte de un experimento científico? ¿Está leyendo esto año tras año, no sé, un equipo científico multidisciplinar, un montón de gafudos con bata, financiados con fondos del Cabildo de La Gomera, para estudiar las condiciones de un ser humano sometido a cautividad e infectado de grafomanía? ¿Y les importa un pito que siga aquí, garrapateando gilipolleces por toda la eternidad? Gente sin entrañas, como un ministro de economía o el presidente de una caja de ahorros o el policía que le salta el ojo a una señora, o el juez que mantiene enchironado a Alfonso Fernández desde el 14 de noviembre por sus santas gónadas.  ¿Y si se trata de un experimento militar? ¿Una base secreta de la OTAN en El Monturrio, por ejemplo? ¿O una nueva reformulación laboral del capitalismo financiero? Tengo que consultar el blog de Alberto Garzón para constatar si ha escrito algo al respecto. Pero lo dudo.

Es imposible saberlo. A veces he escrito mensajes encriptados para intentar conmover el corazón, civil o militar, de los hipotéticos carceleros, pero sin ninguna respuesta. Absolutamente ninguna. Como si no fuera con ellos. Tal vez entre en sus protocolos una conducta levantisca. No me extrañaría. Piensan en todo. No son como nosotros. Quiero decir, como ustedes. Siempre que ustedes estén ahí, leyendo. Es la más antigua de las suposiciones, ya les digo, y a la vez, la más improbable. Por otra parte, si ustedes están ahí, leyendo todo esto, y no ocurre absolutamente nada. ¿qué más da? Y eso me arrastra, inevitablemente, a mi última hipótesis. La que termino por suscribir cuando estoy cansado y ya no se me ocurren poemas épicos, sonetos al itálico modo, greguerías ni artículos de opinión.

Ustedes están ahí, por supuesto, y no es imposible, incluso, que puedan verme: la tecnologías de la información han avanzado tanto, según leo en Internet. Ahí están ustedes: taxistas, médicos, estudiantes, gente de orden, militantes del Partido Comunista de los Pueblos de España, socialdemócratas hastiados, abogaduchos, desempleados de larga duración, estudiantes de Económicas, perroflautas, celiacos, miembros de murgas y rondallas, editorialistas de El Día, admiradores de Hugo Chávez, votantes de Isaac Valencia, peatones de la historia y empresarios que metieron millones en la RIC. Y leen lo que yo escribo no en un periódico, porque probablemente ya han desaparecido todos los periódicos impresos por allá fuera, sino en una gigantesca pantalla de ordenador, y cuando les hace gracia se ríen de buen grado, y cuando se siente agredidos se asquean ante semejante botarate, y cuando me vacilo de alguna creencia muy íntima, ustedes disculpen, el Papa, la verdadera izquierda, el interés general de los gobiernos de Mariano Rajoy, el nacionalismo, cualquier intrascendencia de ese jaez, sentencian el verdadero color de mi alma miserable. Pero, sobre todo, los imagino cuando se aburren, leen las primeras líneas, atisban el siguiente párrafo, bostezan, siguen con sus ocupaciones y se marchan rápida o lentamente, no lo sé. Porque ni lo sé ni me afecta. Yo sigo aquí, en el cubo siempre luminoso, con el ordenador perpetuamente encendido, encandenando palabras que me encadenan un día tras otro, aprendiendo que las palabras son las únicas que ocultan lo que las palabras dicen. Escribiendo. Solo escucho el sonido tenue de mis dedos sobre el teclado: una sinfonía de brevísimos gruñidos, delicada y brutal. Sí, podría decirse, en cierto sentido, que resulta terrible, verdaderamente terrible, pero eso es falso. Lo terrible de verdad sería que, después de todos estos años, se abriese una puerta y alguien, cordial y sonriente, me dijera:

–Buenos días, señor González. Puede usted dejar de escribir. Puede usted irse. Es libre.

Eso sí sería verdaderamente terrible.

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Declaración de guerra

El último informe de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea), un balance sobre el primer año del Gobierno del Partido Popular,  se añade al cúmulo de diagnósticos y proyecciones que cuestionan tanto los argumentos económicos del equipo de Mariano Rajoy como sus postinudas previsiones. Para los economistas de Fedea el déficit público se situará, en el próximo día 31 de diciembre, entre el 7,3% y el 7,7% del PIB; se recordará que el compromiso gubernamental con Bruselas estaba fijado en el 6,3%. Según el propio Gobierno, el déficit ya escaló hasta el 6,2% en el pasado septiembre, pero se trata de una montorada más, porque este cálculo se realiza tomando como base el decrecimiento del PIB previsto para 2012. Si se atiende a la evolución real del PIB –bastante peor que la proyectada en los presupuestos generales del Estado – el déficit podría cerrarse por encima del 8%. En los más de 65.000 millones de euros de desfase fiscal (casi un 80% del mismo corresponde al Gobierno central) hay que incluir los casi 10.000 millones de misericordiosas ayudas públicas a los bancos.

Los caballeros de Fedea, ante estas cifras, vaticinan, sin mayores remilgos, que “lo más duro de los recortes está por venir” y que necesariamente llegará en el bienio 2013-2014. Como no es previsible (por decirlo suavemente) que el PP modifique la normativa tributaria sustancialmente – la que permite que a  Díaz Ferrán le salga negativa la declaración de la renta o que Iberdrola o Zara aporten cantidades irrisorias a la hacienda pública – el Gobierno está abocado a fumigar tres grandes áreas de gasto: la sanidad pública, las pensiones de jubilación y las prestaciones por desempleo. La solicitud del rescate financiero por la UE es, hasta cierto punto, un asunto secundario para la sociedad civil española, porque para evitarlo el Gobierno impondrá las condiciones económicas, presupuestarias y laborales que las condiciones del rescate decretarían al Estado español.

Mariano Rajoy se ha mostrado orgulloso de los resultados de su primer año de Gobierno. Si yo fuera un conservador español creo que lo tacharía de traidor de lesa patria, por el atroz sufrimiento social que está causando, por la ruina a la que lleva a la economía española, por la hipoteca aterradora que está volcando sobre el futuro del país. Lo suyo es una declaración de guerra y no piensa dejar prisioneros.

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El fin interminable

No hay nada nuevo en los terrores del fin del mundo. El fin del mundo siempre está a punto de comenzar y no ha dejado de anunciarse, soñarse, temerse y anhelarse desde que el cerebelo de los homínidos fue capaz de abstraerse de la chuleta del mamut y proyectarse en el futuro. Hemos empleado muchísimo tiempo en soñar el fin de los tiempos y es muy dudoso que abandonemos algún día tan placentera ocupación. Los únicos cambios en esta materia – en la imaginación de una catástrofe definitiva, ilimitada, insuperable – están en nuestras capacidades tecnológicas para fabularla, simbolizarla, difundirla. El recorrido que media, en fin, entre un zarrapastroso profeta cubierto de pulgas en las tierras de Mesopotamia y las películas del abominable Roland Emmerich. El sustrato de estas pesadillas de deleite, sin embargo, tiene un fondo moralista, y por eso están embadurnadas de una inacabable fascinación. Es monstruoso, es terrible, es patético, pero el fin del mundo, sobre todo, es fascinante. El fin del mundo es liberador.

El fin del mundo es siempre el aldabonazo final de un merecido castigo. Hace siglos, o milenios, se trataba del castigo a los hombres por amenazar o desobedecer a los dioses y a sus caprichosos reglamentos. En la actualidad, en cambio, el castigo recae sobre culpas más explícitas, hasta el punto de que son los mismos hombres los que detonan el apocalipsis: destrucción del medio ambiente, guerra nuclear, agotamiento de los recursos naturales. Cuando no es así, y todavía se recurre a un agente externo y arbitrario, como un meteorito, el relato nos muestra con mayor o menor ambigüedad lo merecido que lo teníamos: se detienen las guerras, rezan comunitariamente todas las religiones, los líderes se cruzan mocosos mensajes por teléfono, pero ya es demasiado tarde. El fin del mundo aporta una simplificación moral propia de una catarsis sumamente gratificante y purifica como una gigantesca hoguera de San Juan.

El mejor relato del fin del mundo lo escribió Ray Bradbury, para el que el mundo acabó, precisamente, este año 2012. En la noche una pareja no puede dormir y, al cabo, se comunican lo que ya sabían: todo terminará esa noche. Hablan apaciblemente, quizás con una pizca de melancolía, pero sin angustia ni temor. Se abrazan y guardan silencio. Al cabo uno se levanta de la cama y se ausenta un par de minutos. “¿Dónde fuiste?”, le pregunta el otro. “A cerrar un grifo. Goteaba”. Ambos se ríen un buen rato y luego se abrazan de nuevo, más tiernamente todavía.

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