poesía

Pablo Milanés

Silvio Rodríguez escribió canciones más perfectas – quizás la prodigiosa sencillez de Ojalá la convierta en la mejor canción escrita en español en el siglo XX – pero Pablo Milanés acompañaba más. Silvio era el genio aislado que contenía en sí mismo un admirable laboratorio de letras y melodías y podía y quería  trabajar solo. Pablo no. Pablo brindaba y exigía compañía y mostraba alegremente sus deudas y contagios musicales para proyectarlos, apoyarlos, vivificarlos, hacerlos suyos y de todos. Milanés no era solo un cantautor, sino un cantante, un músico, un explorador de la música popular cubana de los años veinte, treinta, cuarenta y cincuenta. Podías visitar La Habana y si pasabas por Miramar te advertía que allí, muy cerca, se levantaba la residencia de Silvio, una villa coqueta con piscina y solárium dotada de su propio estudio de grabación. Pablo también pudo disfrutar de esos privilegios, pero al cabo los rechazó. No lo soportaba. No soportaba la degradación de su país y la osificación rastrera  de la revolución. Más que enfurecerle la decepción lo llevaba a una tristeza en carne viva, a una melancolía agónica.  Hace quince años todavía estaba dispuesto a recibir condecoraciones. Después ya no. Sus graves problemas médicos le sirvieron de excusa para pasar cada vez más tiempo en Europa. Cuando algunos mamones del régimen quisieron desacreditarlo tuvieron que frenar en seco. La inmensa mayoría de los músicos y escritores cubanos no toleraron una estigmatización política, la gente todavía menos. El putrefacto prestigio del Gobierno cubano corría más peligro molestándolo que dejándolo en paz. Por eso puedo regresar de vez en cuando y llenaba todos los recitales de gente, todos los ojos de lágrimas de emoción y agradecimiento.

Mi generación –como la anterior – ha vivido en sus canciones, como quien vive en un adosado con derecho a cita lírica, convencidos ellos de que como mínimo hubo una yolanda en su vida y ellas de que podían ser yolanda de quien pudieran amar. Cuesta mucho trabajo construir una banda sonora distintiva y un código sentimental propio: al final Yolanda es mucho más y mucho menos de lo que exaltaba Milanés. Lo que se nos desprendió fueron las supersticiones ideológicas. A mi juicio una persona de mi edad ya no podía creerse los cuentos perversos del caimán barbudo, pero asombrosamente a mi alrededor encontraba gente capaz de seguir sermoneando su corazón con eslóganes, patria o muerte, venceremos, porque cualquier pecado de la revolución podría perdonarse en nombre de la gloria de la revolución misma. Eso ya casi ha acabado, y era hora, pero la Nueva Trova sobrevivirá por la excepcional belleza e inteligencia de su aportación musical, de su amplia y generosa aspiración artística. Pienso en la exageración de origen petrarquista, sí, pienso en que en Silvio era más adusta, madura y depurada mientras que en Pablo era mucho más sentimental y desgarrada, algo pirotécnica, un punto autocompasiva y bolerística.

Hace milenios estuve –como tantos otros – en un grupo que tomaba copas alrededor de Pablo Milanés, todavía fuerte, todavía más o menos joven, prometedoramente dulce como un tajo enorme de pasta de guayaba oscura caída  en un sofá, y varios amigos y compañeros intentaban interesarlo en preguntas sobre Cuba, Benny Moré, Fidel Castro, el propio Silvio, pero Pablo, entre sonrisas cordiales, no les prestaba ninguna atención, porque toda su atención se centraba en una piba veinteañera de ojos almendrados. El músico le preguntaba una y otra vez:

–¿Y tú cómo te llamas? ¿Y tú cómo te llamas?

Ella le dijo varias veces su nombre pero el músico  insistió hasta avanzada la madrugada con la misma pregunta aleteante:

–Así te llaman, seguro, pero, tú, dime, bella, ¿cómo te llamas?

 

 

 

 

 

 

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Elsa López

En demasiadas ocasiones, sobre todo en los últimos diez o doce años, lo que se solía discutir no era si alguien no se merecía el Premio Canarias, sino al contrario, si alguien se lo  merecía como el tolete que se merece un cogotazo o un malandrín pisar un charco de pis de gato. Por supuesto que existen peores disciplinas. Por ejemplo, el Premio Canarias de Comunicación, que se inventó para distinguir toda una carrera profesional, un galardón para seniors más o menos respetable, pero que se ha utilizado para todo: un barrido, un fregado, un enjabelgado. Por lo demás, ¿quién respeta esa distinción? Nadie. En el oficio siempre se recuerda el caso –sin duda ignorado en el estrafalario mundo exterior – de un admirado y admirable profesional al que se concedió el Premio Canarias de Comunicación para ser despedido por su empresa el año siguiente. Luego está, por supuesto, que sea el Gobierno quien concede el premio. Los gobiernos entregan premios y medallas para premiarse y enmedallarse a sí mismos. Igual que en el cuento de Cortázar un hombre descubría con horror que le había regalado a un reloj en su cumpleaños y no al contrario, el Gobierno de Canarias, como cualquier gobierno, utiliza sus cachivaches congratulatorios para resaltar su lucidez, su justicia, su profunda y humilde generosidad. Por otra parte, cada modalidad tiene su propio jurado, pero temo con algún fundamento que tales tribunales no son exactamente impermeables a las opiniones gubernamentales. Hay notables que han pertenecido a los jurados de los premios Canarias durante lustros. Tal vez podrían modificarse las bases de manera que fueran las universidades o las academias quienes se pronunciaran sobre las propuestas, pero eso multiplicaría aún más las presiones. Finalmente cualquier premio es un error para el que los da y  el que lo recibe, una traición y en el mejor de los casos una recompensa desmedidamente insuficiente.

Este año el jurado del Premio Canarias de Literatura tuvo la lucidez suficiente para pensar en Elsa López; deberían darse prisa y no despistarse para reconocer la obra de Andrés Sánchez Robayna y Eugenio Padorno, poetas y críticos excepcionales. Elsa López es una de las grandes voces de la poesía canaria contemporánea. Y aunque su producción lírica no se agote en ello es la suya, sobre todo, la mejor poesía amorosa de nuestra más reciente tradición. Poesía amorosa cargada de erotismo inmediato y carnal, una poesía de los cuerpos como el único lugar donde el amor es posible, donde el amor triunfa y es derrotado, donde arden todas las verdades para que queden las cenizas de todas las mentiras, espléndida caída, momentos fulgurantes, reconociendo al amado, reconociéndose a sí misma en la muerte más dulce. “El que se arroja al agua con su cuerpo magnífico/y luego deja gotear el mar por sus caderas y las mías/ como una prueba incontestable de perfección y afecto./ Aquel que me sonríe/ desde la hilera mágica de su terrible boca,/ inocente guerrero,/ putrefacto montón de espléndida hermosura,/el único que sabe cómo he perdido la batalla/ y por eso me observa, todavía,/ con una cierta sombra de dulzura./ El que arrastra mi cuerpo por el campo de batalla/ despedazado el tronco y la plateada cabellera,/ y aún tiene conmigo la deliciosa costumbre/ de besarme los pies,/ ese es el que amo.

 Hace ya muchos años, según recuerdo, conocí a Elsa López, y era una tarde de lluvia anónima y funcionarial, anémica y consentida como suele ser la lluvia en esta terrible Santa Cruz de Tenerife, y caminamos largamente orillando los charcos y hablando de poemas y poetas entre chisme y chiste, inteligente y dulce, sarcástica y amable, maligna y generosa, curiosa e indiferente, indiscreta y reservada, calculadora y espontánea, con una voz musical capaz de recitar todos los versos del mundo con una cierta sombra de dulzura mientras reía con una risa cascabelera y unos ojos melancólicos bajo la posma que parecía convocada por sus pequeñas manos.     

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Juan José Delgado

Juan José Delgado fue mi primer jefe, si vale la exageración Todavía ignoro lo que me llevó a aparecer por La Gaceta de Canarias la víspera de tirar el primer número. Delgado estaba ahí, embutido en una rebequita, los ojos oscuros de sultana tímida mirando una pantalla en blanco mientras empezaba a extendérsele una alopecia testaruda pero casi invisible, como él mismo.  Alguien – un pibito joven pero increíblemente desenvuelto que se llamaba Víctor Álamo – nos presentó. Delgado sonrió con escaso entusiasmo, me tendió la mano y me saludo:
— ¿Qué tal, señor?
Era su estilo habitual. Un fisco de ironía, pero con respeto. O un fisco de respeto, pero con ironía. Juan José Delgado parecía (y sin duda era) un hombre ahormado en el respeto a los demás. Le repugnaba hasta lo fisiológico el chismorreo maldicente. Cumplía invariablemente las normas de la urbanidad. Pero siempre podía detectarse  en él una actitud ambigüa entre el reproche y el elogio, entre el entusiasmo y la desconfianza, entre la calidez y la indiferencia. A menudo Juan José estaba ahí y no estaba. Incluso en plena conversación,  mientras analizaba inteligentemente una novela, por ejemplo, Delgado desaparecía y dejaba su inteligencia hermenéutica flotando en el aire, como un polen. Entonces descubrías que se marchaba o que ya se había marchado:
–Hasta luego, señor.
Juan José Delgado estuvo en La Gaceta diez meses como jefe de Cultura pero, sinceramente, creo que el periodismo le interesaba muy poco. Había aceptado ese disparate para poder crear y dirigir un espléndido suplemento cultural, que se llamó inicialmente Gaceta de las Artes o algo por el estilo, y que fue la mejor publicación en su género en Canarias (años después el periódico se demostró capaz de prohijar otro suplemento igual de contundente, nutricio y brillante, conducido por Daniel Duque). Delgado era el hombre perfecto para impulsar y coordinar revistas, editoriales o entidades culturales como el Ateneo lagunero: tenía una curiosidad vigilante, tenía seductor talento formativo, tenía una intensa y tranquila capacidad de trabajo y tenía, sobre todo, la inusual facultad de no molestar a nadie por acumular tantas y tan discretas virtudes. Nunca supe si la literatura –el ejercicio ininterrumpido de la literatura desde una solitaria adolescencia –le servía de precipicio o de máscara. Tuvo de poeta la gracia que no quiso darle el cielo y de narrador las ganas, demasiado bien satisfechas, de entender, pero no de sorprender y, menos aún, de divertir. Pero fue un excelente ensayista y crítico literario, la actividad escritural que mejor se correspondía con su calidad de caballero honesto, congruente, lúcido, valeroso e inexistente. Yo lo apreciaba, lo apreciaba mucho, y no hay alumno suyo que no lo respete cabalmente  y a menudo lo admire, a la vera de la llama de su amor por los libros y los versos. Lo he recordado, corrigiendo y ajustando texts de otros en la pantalla luminosa de las mediasnoches de la redacción, mesándose la barba corta y entrecana, y he abierto una puerta, esa puerta cada vez más chirriante y dolorosa, para despedirme finalmente:
— Buenas noches, señor.

 

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‘Instante en Lucio Fontana’: los cuentos de Francisco León

Creo que siempre hay que agradecer la participación en un acto tan imprudente como la presentación de un libro. Los libros, ya se sabe, se las arreglan perfectamente para presentarse a sí mismos. Cualquier libro se presenta a sí mismo mejor, por ejemplo, que cualquier concejal imaginable. Por eso mismo las presentaciones de libros – y más en una Feria del Libro – pueden ser confusas y hasta contraproducentes. En realidad las presentaciones más tolerables son una celebración: la conmemoración de un libro necesario, un libro que ha sido necesario para el autor y que aspira  ser necesario para los demás. Mi única excusa para participar en esta presentación es la amable e inesperada invitación que me hizo su autor, Francisco León, que tienen ustedes aquí, de cuerpo presente, y mi única autoridad es la de un lector cualquiera, un lector omnívoro y maniático, pero por lo demás tan lector y únicamente lector como cualquiera de los presentes.

Es curioso que las presentaciones de libros hayan aumentado exponencialmente mientras cada vez se conoce peor, incluso entre los lectores habituales, lo que realmente merece la pena ser leído. En este sentido la mejor poesía – y una parte no desdeñable de la mejor prosa – que se practica actualmente en Canarias es casi perfectamente desconocida. Son poquísimos los lectores de Melchor López o Bruno Mesa. A cualquiera puede ocurrírselas respuestas más o menos verosímiles para interpretar este hecho tan modesto como molesto: desde la desertificación de la crítica literaria en este país hasta la casi desaparición de las revistas culturales que, en el pasado, marcaron el desarrollo de la cultura literaria en Canarias, pasando por la ausencia de interés que, con muy contadas excepciones, se registra en los medios de comunicación isleños, donde solo suele caber la cultura transformada en espectáculo simiesco y beleño narcotizante para los fines de semana. Como suele ocurrir en Canarias, hemos llegado tarde. Me explico: crítica, revistas, prensa y academia universitaria solían articular un sistema prescriptor de valoración de obras, tendencias y gustos que ha sido carcomido por los procesos de concentración del mercado editorial, la publicidad y el poderío ambigüo de Internet. Pero seamos realistas. En Canarias ese sistema prescriptor – lo mismo que el apetito cultural de nuestra burguesía y nuestras clases medias – nunca fue, en realidad, demasiado potente, demasiado cohesionado, y ahora cualquier pretensión de rigor valorativo y jerarquización estética suele ser desdeñada, cuando no ridiculizada, como una petulante intromisión en la feliz democratización del gusto.  Por supuesto, esta exclusión incluye, y en primer lugar, a la poesía, simplemente porque la poesía no es espectáculo, la poesía es intraducible a cualquier otra palabra que no sea la suya, la poesía no puede ser objeto de intercambio. Personalmente no creo que se trate de una desgracia, sino más bien de todo lo contrario. La poesía es exigente, esquiva, antiinstrumental y ambigüa: solo en esa ambigüedad duramente conquistada puede encontrarse la fulgurante exactitud del poema. La poesía es un saber y solo se puede acceder a ese saber a través de una extraña, errática e intensa disciplina. La poesía, por la tanto, está bien donde está, espléndida, luminosa, oscura y sola. Siempre me ha parecido extraña esa aspiración de universalizar lo que solo puede abrirse a un alma dispuesta a enloquecer. La imagen de 50.000 personas en un estadio que en vez de disfrutar de un partido de fútbol se pongan a recitar a Hölderlin es, francamente, una aspiración social o cultural un poco intranquilizadora.

Francisco León es esencialmente un poeta, aunque ahora nos presente aquí un libro de relatos titulado Instante en Lucio Fontana. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna, ha sido lector de español en la Universidad de la Bretaña Francesa Occidental. Hace ya demasiados años recuerdo haber escrito de la irrupción de los cien mil hijos de San Andrés Sánchez Robayna en la poesía canaria y española. Por supuesto, exageré un poco el número, pero la alusión se refería a la fuerza, el empuje y el entusiasmo de un apreciable número de poetas que, en las aulas de la Universidad de La Laguna, encontraron en el magisterio del profesor Sánchez Robayna la fortuna de una lección permanente de curiosidad, de exigencia, de rigor y riqueza de autores, fuentes y contextos. A estas alturas del siglo XXI no cabe hablar de escuelas sin hacer el ridículo, y ni profesor ni exalumnos admitirían tal desafuero, digamos, por tanto, que de la revista Paradiso (1993-1995) y del Taller de Traducción de la Universidad de La Laguna  — una experiencia esta que no ha sido suficientemente valorada dentro y fuera del ámbito universitario canario – han partido una constelación de poetas y escritores con una obra independiente y autónoma, algunos de los cuales (León entre ellos) han mostrado una actitud activa y hasta debeladora en defensa de su concepción de la poesía, proclamándose esforzados herederos de las vanguardias históricas,  y no han hecho ascos a la hora de entrar en debates y querellas que piadosamente omito. Más interesante y perdurable es la labor difusa y crítica que Francisco León y otros compañeros – especialmente Alejandro Krawietz han hecho en revistas como Can Mayor, Vulcano y, sobre todo, Piedra y cielo, que se edita en la red, cuyo suplemento de crítica Sur Absoluto, es uno de los espacios de análisis sobre la maltrecha cultura isleña más lúcidos e independientes que pueden encontrarse por estos andurriales. A la hora de definir aproximadamente su poética, León ha apuntado: “Estoy convencido de lo siguiente: tomar conciencia de uno mismo con respecto al mundo y del lugar que ocupamos en él y en qué modo lo ocupamos, es decir, en relación a qué fundamentos morales y espirituales vivimos, es sin duda uno de los peligros que entraña la verdadera poesía. ¿Por qué? Porque la poesía es una autoplasmación de la conciencia, es una liberación del ser, es un antídoto contra los prejuicios y las verdades impuestas. Y cuanto más honda, trascendental y compleja sea la poesía, mayores serán sus efectos liberatorios sobre nosotros. Para André Breton y los surrealistas éste era un razonamiento indudable: la poesía despertaba al hombre o a la mujer verdaderos que llevamos dentro de nosotros. Es un tipo de revolución —y he aquí lo mejor de los poderes de la poesía— únicamente individual. Por lo tanto puede decirse que se trata de una revolución lenta, es cierto, pero que no da pasos atrás, puesto que nadie que alcanza un tipo de videncia superior elige como solución ulterior la ceguera”. La bibliografía de Francisco Léon incluye Cartografía (1999), 8 Pajazzadas para Salomé (1999), Tiempo entero (2002), Ábaco (2003), Terraria (2006), Dos mundos (2007), Aspectos de una revelación (2012), Heracles loco y otros poemas (2012), así como una novela, Carta para una señorita griega, publicada por Artemisa en el año 2009 y que, como se decía antiguamente, no tengo el gusto de conocer.

Terraria, concretamente, es en mi muy humilde opinión uno de los libros más deslumbrantes y perfectos que nos ha deparado la poesía canaria a principios de este siglo. Es un libro escrito en prosa, pero es, naturalmente, un poema, un conjunto orgánico de poemas. Para un poeta la elección entre la prosa o el verso es solo la elección entre dos estructuras musicales y es la sustancia poética la que toma la decisión de elegir entre uno u otro: el autor no tiene casi nada que decir al respecto. Terraria, que ganó el I Premio de Poesía Márius Sampere en lengua castellana, indaga en un paisaje que es el paisaje insular y al mismo tiempo reflexiona vertiginosamente sobre su sombra y a veces su reverso: la desolación, la soledad, la devastación, la muerte o, si se prefiere, la insignificancia, el significado en el límite de la expresión, en el límite (también) del propio paisaje.  En cambio, los relatos de Instante en Lucio Fontana son otra cosa. Francisco León ha desembarcado en el territorio del relato, que tiene sus propias leyes, incluso sus propias leyes que fragmentar, romper o disolver. La narrativa exige (frente a la expresión poética) un desarrollo retórico, la elección de una retórica para poder completar su misión. Y como quizá podría esperar el lector del Francisco León poeta, ensayista y polemista, la retórica que ha elegido el autor es la retórica de la ironía.

“La ironía es sana en cuanto libera al alma de las trampas de la relatividad; es una enfermedad en tanto en cuanto es incapaz de tolerar lo absoluto excepto en la forma de nada, y sin embargo esta enfermedad es una fiebre endémica que solo contraen determinados individuos, y que superar todavía menos”. En esta cita de Kierkegaard, un ironista insuperable por cierto, están cifrada la virtud y el error de la ironía como retórica narrativa, y e a mi juicio Francisco León, con Instante en Lucio Fontana, ha domeñado y superado esa fiebre endémica que eligió como instrumento narrativo en su nuevo libro. La ironía no es una cosa de broma (aunque alguno de los relatos de este volumen inviten a una sonrisa más o menos malévola y regocijada): es un artilugio que permite distanciarse de lo narrado y adivinar nuevas perspectivas, es desenvolver sobre el lector todo aquello del que el lector se consideraba liberado, cuando no inocente, es descubrir con un escalofrío que el observador puede ser la presa y también absolutamente lo contrario, es fundir la cara y el revés del relato, es tal vez – y lo encontramos en varios de los cuentos – la única manera narrativa en la que tratar el eros como una victoria, una enajenación o una miserable pesadilla simultáneamente. Al leer (y escribir) bajo un código irónico leemos la vida misma, y al abordarla nos basamos en nuestras relaciones con los demás. Por esta razón la ironía – una ironía inteligente en un lenguaje preciso, rítmico, elegante, una pizca escéptico sobre sí mismo, como el que caracteriza a Instante en Lucio Fontana – es un camino de acceso maravilloso para todo el arte de la interpretación: saca a la luz las complejidades ocultas, hirientes y gozosas, que integran las relaciones entre los hombres, entre la memoria y el deseo, entre la perplejidad y las acechanzas de lo real, entre la desolación cotidiana y nuestras pequeñas y mefíticas quimeras diarias.

Casi todos los relatos reunidos en Instante en Lucio Fontana tiene la potencia suficiente para convertirse en novelas, pero obviamente al autor no le ha interesado este camino, porque su interés más central t definitorio no está ni en las tramas ni en los personajes ni en las psicologías  ni en ninguno de los adminículos damasquinados de la tradición novelística. Si Francisco León eligió esa retórica de la ironía es, por supuesto, porque lo que le interesa fundamentalmente es el lenguaje y la ironía suprema consiste en saber que son las palabras las que ocultan los que dicen. Es la exploración del lenguaje (a veces en un ejercicio casi caricaturesco, otras optando por una vía alucinatoria) donde más brilla el talento del autor y el sentido último de este magnífico ejercicio escritural.  No hallarán ustedes en Instante en Lucio Fontana ni la más tenue sombra de costumbrismo terruñero, ni de chismografía paisajística, ni de distracciones de un barroquismo de corta y pega, ni espacios espirituales en recintos telúricos que pudieran interesar a la Dirección General de Cultura del Gobierno de Canarias, sino un libro de relatos inteligente y lúcido, cortante como un cuchillo y extrañamente plácido, divertido y desolador, hipnótico e inmediato. Unos cuentos para disfrutar aprendiendo a disfrutarlos. Muchas gracias, Francisco León, por esta oportunidad para charlar, y muchas gracias por su presencia a todos ustedes.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Intervenciones públicas ¿Qué opinas?

Solamente un poeta

 

Yo no creo que Arturo Maccanti fuera otra cosa que poeta. Todo lo demás era dolor agónico, resignación malherida, memorias de sombras y sueños. Únicamente en la luz de la poesía tenía su alma amparo. No digo que se sintiera feliz escribiendo versos y prosas, pero ahí, en la balbuceante palabra no macillada por nadie, existíay se identificaba con un sentido de inmanencia. Siempre recuerdo de Maccanti su mirada triste incluso en medio del intento de una broma. Tenía la marca de un exilio en su propio aliento. Y su lugar de exilio – a veces dulce amargura y otras atrocidad insondable — fue la vida.
Como todo exiliado nunca llegó a entender del todo el extraño sitio que le deparó el destino. No lo entendía ni para resolver papeleo burócratico, ni para gestionarse una pensión, ni para mantener relaciones pacíficas con los bancos o evitar complicidades o enemistades con gente que ni le había leído ni le importaba un carajo su poesía. Sí, Maccanti fue, en expresión de Machado, alguien bueno en el buen sentido de la palabra, pero a veces se refugiaba en la bondad como en un castillo en ruinas, simplemente, para que lo dejasen en paz o con el objeto de no tomar decisiones. Detestaba la teorización y las poéticas. No las entendía o, para ser más preciso, no le interesaban. La poesía solo se explica por sí misma y el poema no quiere decir nada: simplemente dice.  En Maccanti este decir es una forma de éxtasis alertado por la pérdida que supuso esa cosa atrabilaria y feroz, la crueldad de la vida y la fugacidad de todo lo hermoso. Como si el mundo entero muriera mucho antes que nosotros, pobres supervivientes de una felicidad apenas entrevista, apenas gozada, apenas el eco del eco de un resplandor que Maccanti alumbra con una extraña y emocionante sensualidad, sabia e inocente al mismo tiempo.
El pasado jueves murió en la cama de un hospital  uno de los últimos grandes poetas de Canarias, imbricado secreta pero activísimamente en una tradición que conocía muy bien y prolongó en una personalidad lírica excepcional. Muy pocos lo saben pero yo no lo lamentaría. La poesía de verdad, la poesía de Arturo Maccanti por ejemplo, está así a salvo de la asquerosa chabacanería  que nos asfixia en este exilio compartido en el que chapoteamos a diario y donde la palabra ya no es más que una pobre puta malpagada.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?