Andrés Sánchez Robayna

Atropello intelectual y estupidez moral

Finalmente la exposición Pintura y poesía. La tradición canaria del siglo XX, comisariada por Andrés Sánchez Robayna y Fernando Castro, ha sido vergonzante suspendida. Se trata ni más  ni menos que de un acto de censura, de la primera exposición censurada desde el tardofranquismo en las islas, y lo ha sido por la cobardía de un Gobierno al que le puso nervioso una campaña de recogidas de firmas, un par de manifiestos grotescos y un chisporroteante río de babas sulfurosas en las redes sociales. Para empezar se ha pretendido estigmatizar a dos magníficos profesores universitarios como misóginos, cuando ni un solo dato, ni uno solo, de su carrera académica o su labor intelectual avalan semejante insulto, sino más bien todo lo contrario. Por supuesto que da igual. Los que se sumaron al juicio sumarísimo y exigieron el cierre definitivo de la muestra se abstuvieron de cualquier análisis crítico de las bases teóricas de una exposición que, como todas, es una interpretación concreta de un conjunto de autores y obras artísticas, integrada en una lectura de la modernidad plástica y literaria en Canarias. No es en absoluto necesario compartir – parcial o totalmente – la base teórica de la exposición para rechazar cabalmente ese miserable y falsario reduccionismo que la ha presentado como el antojo machista de un par de misóginos arrebatacapas. La censura ha llegado también al catálogo de la exposición, que ha sido depositado en uno de los sótanos del TEA con el didáctico propósito de que jamás vean la luz. Un catálogo es el instrumento por el cual una exposición se presenta, se explica y se explicita y, al mismo tiempo, una invitación y un recordatorio. Al secuestrar el catálogo – pues es lo que ha ocurrido – se pretende borrar, simplemente, hasta la más modesta memoria de la exposición. No es que haya sido suspendida. Es que jamás habrá existido. No olvidar nunca que se ha llegado a escribir que el catálogo debería ser destruido para que no corrompiera a las niñas canarias del futuro, porque ya se sabe lo que corrompen los catálogos de las exposiciones, porque nadie ignora (tampoco) que lo mejor para evitar la corrupción de la juventud es impedir sabiamente su acceso a las lecturas incorrectas.

Pintura y poesía. La tradición canaria del siglo XX  formaba parte de un proyecto más amplio de revisión crítica de la producción literaria y plástica contemporánea en Canarias que incluía, por ejemplo, una reflexión renovada sobre la obra de César Manrique, la celebración de debates o acuerdos con una editorial como Cátedra para que poetas como Pedro García Cabrera o Alonso Quesada contaran, por primera vez, con una edición de ámbito nacional. Todo esto se ha ido al infierno por una coalición de  intereses mamarrachescos entre los que figuran las patologías ideológicas que actúan fraudulentamente bajo la cobertura del feminismo, la obsesión por el postureo, los sarpullidos de protagonismo de alguna expolítica y un deporte tradicional entre la intelectualidad canaria como es fastidiar y perjudicar a Sánchez Robayna, que entre muchos profesores mediocres y poetas ilegibles de las ínsulas baratarias resulta más o menos el equivalente al arrastre de ganado, solo que más hediondo.

No se diga que el mísero disparate no está completo cuando, por lo demás, se cita a la ley de Igualdad para proclamar que la muestra era ilegal.  Por supuesto, la ley de Igualdad no estipula ningún criterio selectivo para organizar una concreta exposición: solo establece que las administraciones públicas deben velar porque la difusión de propuestas y bienes culturales que gestione  no privilegie a ningún sexo. En absoluto introduce obligatoriamente un sesgo de género en la gestión de los interese públicos; es vergonzoso tener que escribir obviedades tan elementales, tan sencillas, tan inmediatas. Lo más intranquilizador de todo esto es, precisamente, comprobar cómo una pequeña horda de indocumentados, con el apoyo o la anuencia abierta o tácita de artistas y docentes que ansiaban expresar su malestar profesional o poner la enésima zancadilla de sus carreras, ha podido imponer su criterio o, mejor dicho, su supino desprecio a cualquier criterio argumentado. Cuando la otra noche, en un brevísimo debate en la tele autonómica, le pedí a Dulce Pérez el nombre de una pintora canaria con obra importante a la altura de 1920, me contestó impertérrita que Pino Ojeda, que era, fíjate tú, escritora y pintora. Me quedé estupefacto, porque Pino Ojeda, una pintora discretísima, nació en 1916, y no consta que a los cuatro años haya inaugurado una exposición individual. Ni siquiera que haya participado en una colectiva. Pero es que esa insustancialidad argumental, esa trivialidad ignorante, es lo que ha caracterizado a los censores y a sus acólitos. La triste crónica de un proyecto expositivo y crítico – sin duda criticable, sin duda merecedor de ser criticado – arrasado por la bobaliconería ambiental, la inepcia intelectual, la ignorancia satisfecha, el encanallamiento académico. Un atropello intelectual y una estupidez moral que tendrán consecuencias en Canarias en los próximos años, especialmente, en el ámbito de la gestión cultural en las administraciones públicas.

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Una carta delirante

He leído con creciente estupefacción la grotesca carta enviada al presidente del Gobierno autonómico por el llamado  colectivo Artemisa sobre (contra) la exposición Pintura y poesía. La tradición canaria del siglo XX  Es delirante. Las firmantes pretende que se apliquen a las muestras artísticas el artículo 26 de la ley orgánica 3/2007 y que sea obligatorio implantar en las mismas –imagino que en las impulsadas por administraciones públicas, aunque cabe esperar cualquier cosa —  “la perspectiva de género” que debe estar presente “desde un principio”. Los comisarios o comisarias del futuro, por lo tanto, deberían abstenerse de cualquier planteamiento o criterio selectivo u organizativo que no incluya “la perspectiva de género” entendida metodológicamente, por supuesto, según las abajofirmantes. Una cosa es asumir y defender la igualdad de derechos de las mujeres o establecer penas y castigos normativos contra la violencia machista y otra muy distinta que tu ideología se incorpore como asignatura obligatoria a la elaboración intelectual y a la interpretación cultural de cualquier agente individual o colectivo. ¿Esgrimirán la ley orgánica 3/2007  si se publican más novelas de escritores que de escritoras en Canarias en este año en las colecciones institucionales? ¿Exigirán a los escritores que incorporen a sus relatos o a los poetas que introduzcan en sus poemas o a los críticos que consideren prioritariamente en sus ensayos “una perspectiva de género”?
Todavía más delirante es que en un penoso tono amenazador las firmantes declaren que buscarán apoyos a nivel regional, nacional e internacional “para acabar con esta situación injusta y al margen de la legalidad”.  A las malas exposiciones –que pueden incluir o no actitudes machistas en sus criterios programáticos – se les responde con críticas argumentadas y con debate intelectual, no invocando estrafalariamente a una legislación que no viene al caso y que no se promulgó para lapidar a comisarios artísticos equivocados, acertados o simplemente groseros en desafortunadas declaraciones públicas. Reconozco que yo soy todavía más alarmante que los señores Sánchez Robayna y Fernando Castro. Descreo que existan las docenas y docenas de poetas canarios valiosos y perdurables.  No, no, existen. Tenemos una quincena de líricos estimables durante cinco siglos de ejercicio literario en estos peñascos atlánticos y la mayoría son hombres, simplemente, porque las mujeres estuvieron aherrojadas en una posición subordinada y con un acceso vetado a la educación y a la cultura. En Canarias, particularmente, esta condición cosificante de la mujer fue más prolongada e intensa, porque la nuestra no es una sociedad posindustrial y con una sólida tradición de democracia y tolerancia a sus espaldas, sino una sociedad que hasta anteayer era rural y agrícola, pobre y desconectada con el exterior, de un conservadurismo brutal y embrutecedor con hondas raíces religiosas que tuvo su última expresión en el nacionalcatolicismo de una dictadura que hasta finales de los años setenta impidió que las mujeres pudieran abrir cuentas en las entidades bancarias sin permiso expreso de sus maridos, por ejemplo.
Respecto a las reclamaciones del colectivo Artemisia para “normalizar” la situación de las mujeres en el sistema de arte  canario, habrá que decirles lo mismo que a sus compañeros, los pintores, artistas, escultores, músicos o cineastas: espabilen. No pidan ser normalizados. Construyen su propio “sistema de arte” y desocúpense del Gobierno y sus infinitas e inútiles majaderías. No exijan obsesivamente ser bien tratados y dedíquense a tratarse mejor (con más imaginación, coraje y autonomía y menos subvencionismo y afeites ideológicos) a sí mismos.

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Arte, pasado, misoginia

Las protestas (supuestamente feministas) ante la exposición Poesía y pintura. La tradición canaria del siglo XX, financiada por el Ejecutivo regional y comisionada por Andrés Sánchez Robayna y Fernando Castro Borrego, rezuman confusión y trivialidad. Habría que empezar señalando que una exposición es, al mismo tiempo, una interpretación. Las exposiciones – y en especial aquellas que se definen programáticamente desde un principio – son siempre interpretaciones más o menos argumentales de sus promotores o sus comisarios. Y esta no es, estrictamente hablando, una exposición historicista. Su objeto no consiste en reunir a los mejores talentos literarios y plásticos de la modernidad canaria sino registrar valorativamente, tal y como señalan Andrés Sánchez Robayna y Fernando Castro Borrego, a aquellos poetas y pintores que articularon un imaginario simbólico compartido a través de una red de relaciones a veces sólidamente evidentes y otras sutiles y esquivas. Para los profesores Sánchez Robayna y Castro Borrego solo tres mujeres artistas han compartido ese repertorio simbólico, basado en un concepto (y una praxis) moderna, modernista y luego vanguardista de la imagen: Maribel Nazco, María Belén Morales y Maud Bonneaud. Sospecho que es una decisión excesivamente limitativa incluso desde sus premisas, pero se me antoja disparatado tachar la muestra como una deplorable exhibición de misoginia. Otra cosa es que a uno le guste o no. Personalmente estimo que es una muestra bastante desafortunada, conceptualmente endeble, precipitada y al borde de la irrelevancia. Pero la ausencia y presencia de mujeres entre las figuras convocadas nata tiene que ver con este pequeño desastre.
En realidad es necesaria una verdadera inmersión en la más profunda ignorancia para lanzar semejante acusación a ambos catedráticos. Sin entrar en excesivo detalle, basta recorrer las brillantes páginas que le ha dedicado Sánchez Robayna a Sor Juana Inés de la Cruz o a María Zambrano para evitar el ridículo charloteo sobre la misoginia de uno de nuestros principales poetas y críticos literarios. Porque la embobada polémica sobre la exposición  Pintura y poesía es una manifestación más de esa ideología de género que, con un espíritu imperialista satisfecho de sí mismo, pretende infectar cualquier espacio público e imponer una absurda, pazguata y desinformada jerarquía valorativa. El hecho de que la Dirección General de Cultura del Gobierno autonómico se haya apresurado a afirmar que se trata de una situación “que será corregida de inmediato” solo se entiende desde la ignorancia común entre altos cargos y escandalizados críticos. ¿Quién la va a corregir? ¿Se echarán a un bombo una veintena de nombres de escritoras y artistas para que el azar elegida a las más meritorias? ¿Qué porcentaje de mujeres debe alcanzar la exposición para que la misoginia se disuelva en la buena voluntad de género? ¿Quizás un mínimo del 50%?
Los criterios que informan la muestra importan un bledo a los escandalizadores. Deberíamos entender que nuestra sociedad, la sociedad canaria, ha sido pobre, muy pobre, y que todavía en los años sesenta más de un 30% de los isleños padecía analfabetismo. Los escritores, pintores y escultores de la vanguardia histórica en Canarias – para no hablar del romanticismo o del modernismo – eran una exigüa minoría dentro de una minoría social compuesta por las élites agroexportadoras y las muy estrechas clases medias urbanas. Y como nadie ignora en esa ínfima minoría cultivada que se dedicaban a la creación artística en una sociedad azotada por la hambruna, las enfermedades, la ignorancia y el caciquismo la presencia de las mujeres – sometidas a una vida dependiente y subalterna en lo político, lo jurídico, lo social y lo cultural – resultaba casi irrelevante. Esa es la otra clave de su escasa relevancia numérica en una exposición como la que se ha podido ver en el TEA: no  un imaginario supremacismo machista de los comisarisos, sino las atroces injusticias del pasado que transformaba casi siempre a las artistas y escritoras en figuras estrafalarias y esquinadas.

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El jurado

Recientemente se ha rendido homenaje a dos escritores, Jorge Rodríguez Padrón y Ángel Sánchez, que son dos figuras imprescindibles para conocer – y entender –la literatura canaria en el último medio siglo. Rodríguez Padrón fue designado hijo predilecto de Las Palmas de Gran Canaria mientras que el ayuntamiento de Valleseco distinguió a Sánchez como hijo adoptivo del municipio. Estoy convencido que ambos reconocimientos tenían justificación en sí mismos. Pero se me antoja que no es demasiado exagerado suponer que se trata de gestos compensatorios. Porque, sorprendentemente, ni Jorge Rodríguez Padrón – un admirable crítico literario – ni Ángel Sánchez – que ha circulado con indesmayable interés por la poesía, la narrativa, la crítica o la antropología – han recibido el Premio Canarias de Literatura, como tampoco lo han obtenido Eugenio Padorno o Juan Jiménez. Es una anomalía que queda certificada cuando se comprueba que de los últimos seis galardonados con el Premio Canarias de Literatura (es decir, desde el año 2000) solo figura un autor grancanario, José María Millares Sall (el maestro Arturo Maccanti residió en Tenerife sus últimos cuarenta años de vida). Por razones estrictamente biológicas en poco tiempo pueden desaparecer media docena de escritores fundamentales de nuestra literatura contemporánea sin ser reconocidos con el máximo galardón literaio del país por el despiste –quizás un fisco pecaminoso — de haber nacido en Gran Canaria.

Supone un grave error mantener el mismo jurado, edición tras edición, para decidir una distinción institucional como el Premio Canarias de Literatura. Porque un jurado apellidado  se convierte inevitablemente en una plataforma de poder donde operan simpatías y diferencias, amistades y desprecios, contactos y silencios, preferencias e ignorancias. Me parecería perfectamente lícito cuestionar algunos reconocimientos de los últimos quince años, pero sea por cansancio, sea por la edad, sea por un hartazgo infinito, prescindiré de hacerlo. Aunque se intente defender la disparatada fórmula de un jurado invariable – y que además tiende a controlar uno de sus miembros, provisto de privilegiadas relaciones políticas – basta con recordar que uno de los escritores con mayor prestigio y proyección fuera del archipiélago, Andrés Sánchez Robayna, poeta, crítico, traductor y catedrático universitario, tampoco ha parecido digno del Premio Canarias. Hay que reconocer que en este caso su nacimiento en Gran Canaria no puede suponerse como el motivo fundamental de la exclusión. En el caso de Sánchez Robayna ocurre que también él es catedrático de la Universidad de La Laguna.

Por supuesto, ni el Gobierno autonómico en particular ni nuestra egregia clase política en general se enteran de nada de esto. Nuestra clase política es en esta materia cristalina y absolutamente ecuánime: todos los poetas y escritores citados — todos los escritores y poetas canarios de los últimos cinco siglos — les suenan a chino.

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‘Instante en Lucio Fontana’: los cuentos de Francisco León

Creo que siempre hay que agradecer la participación en un acto tan imprudente como la presentación de un libro. Los libros, ya se sabe, se las arreglan perfectamente para presentarse a sí mismos. Cualquier libro se presenta a sí mismo mejor, por ejemplo, que cualquier concejal imaginable. Por eso mismo las presentaciones de libros – y más en una Feria del Libro – pueden ser confusas y hasta contraproducentes. En realidad las presentaciones más tolerables son una celebración: la conmemoración de un libro necesario, un libro que ha sido necesario para el autor y que aspira  ser necesario para los demás. Mi única excusa para participar en esta presentación es la amable e inesperada invitación que me hizo su autor, Francisco León, que tienen ustedes aquí, de cuerpo presente, y mi única autoridad es la de un lector cualquiera, un lector omnívoro y maniático, pero por lo demás tan lector y únicamente lector como cualquiera de los presentes.

Es curioso que las presentaciones de libros hayan aumentado exponencialmente mientras cada vez se conoce peor, incluso entre los lectores habituales, lo que realmente merece la pena ser leído. En este sentido la mejor poesía – y una parte no desdeñable de la mejor prosa – que se practica actualmente en Canarias es casi perfectamente desconocida. Son poquísimos los lectores de Melchor López o Bruno Mesa. A cualquiera puede ocurrírselas respuestas más o menos verosímiles para interpretar este hecho tan modesto como molesto: desde la desertificación de la crítica literaria en este país hasta la casi desaparición de las revistas culturales que, en el pasado, marcaron el desarrollo de la cultura literaria en Canarias, pasando por la ausencia de interés que, con muy contadas excepciones, se registra en los medios de comunicación isleños, donde solo suele caber la cultura transformada en espectáculo simiesco y beleño narcotizante para los fines de semana. Como suele ocurrir en Canarias, hemos llegado tarde. Me explico: crítica, revistas, prensa y academia universitaria solían articular un sistema prescriptor de valoración de obras, tendencias y gustos que ha sido carcomido por los procesos de concentración del mercado editorial, la publicidad y el poderío ambigüo de Internet. Pero seamos realistas. En Canarias ese sistema prescriptor – lo mismo que el apetito cultural de nuestra burguesía y nuestras clases medias – nunca fue, en realidad, demasiado potente, demasiado cohesionado, y ahora cualquier pretensión de rigor valorativo y jerarquización estética suele ser desdeñada, cuando no ridiculizada, como una petulante intromisión en la feliz democratización del gusto.  Por supuesto, esta exclusión incluye, y en primer lugar, a la poesía, simplemente porque la poesía no es espectáculo, la poesía es intraducible a cualquier otra palabra que no sea la suya, la poesía no puede ser objeto de intercambio. Personalmente no creo que se trate de una desgracia, sino más bien de todo lo contrario. La poesía es exigente, esquiva, antiinstrumental y ambigüa: solo en esa ambigüedad duramente conquistada puede encontrarse la fulgurante exactitud del poema. La poesía es un saber y solo se puede acceder a ese saber a través de una extraña, errática e intensa disciplina. La poesía, por la tanto, está bien donde está, espléndida, luminosa, oscura y sola. Siempre me ha parecido extraña esa aspiración de universalizar lo que solo puede abrirse a un alma dispuesta a enloquecer. La imagen de 50.000 personas en un estadio que en vez de disfrutar de un partido de fútbol se pongan a recitar a Hölderlin es, francamente, una aspiración social o cultural un poco intranquilizadora.

Francisco León es esencialmente un poeta, aunque ahora nos presente aquí un libro de relatos titulado Instante en Lucio Fontana. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna, ha sido lector de español en la Universidad de la Bretaña Francesa Occidental. Hace ya demasiados años recuerdo haber escrito de la irrupción de los cien mil hijos de San Andrés Sánchez Robayna en la poesía canaria y española. Por supuesto, exageré un poco el número, pero la alusión se refería a la fuerza, el empuje y el entusiasmo de un apreciable número de poetas que, en las aulas de la Universidad de La Laguna, encontraron en el magisterio del profesor Sánchez Robayna la fortuna de una lección permanente de curiosidad, de exigencia, de rigor y riqueza de autores, fuentes y contextos. A estas alturas del siglo XXI no cabe hablar de escuelas sin hacer el ridículo, y ni profesor ni exalumnos admitirían tal desafuero, digamos, por tanto, que de la revista Paradiso (1993-1995) y del Taller de Traducción de la Universidad de La Laguna  — una experiencia esta que no ha sido suficientemente valorada dentro y fuera del ámbito universitario canario – han partido una constelación de poetas y escritores con una obra independiente y autónoma, algunos de los cuales (León entre ellos) han mostrado una actitud activa y hasta debeladora en defensa de su concepción de la poesía, proclamándose esforzados herederos de las vanguardias históricas,  y no han hecho ascos a la hora de entrar en debates y querellas que piadosamente omito. Más interesante y perdurable es la labor difusa y crítica que Francisco León y otros compañeros – especialmente Alejandro Krawietz han hecho en revistas como Can Mayor, Vulcano y, sobre todo, Piedra y cielo, que se edita en la red, cuyo suplemento de crítica Sur Absoluto, es uno de los espacios de análisis sobre la maltrecha cultura isleña más lúcidos e independientes que pueden encontrarse por estos andurriales. A la hora de definir aproximadamente su poética, León ha apuntado: “Estoy convencido de lo siguiente: tomar conciencia de uno mismo con respecto al mundo y del lugar que ocupamos en él y en qué modo lo ocupamos, es decir, en relación a qué fundamentos morales y espirituales vivimos, es sin duda uno de los peligros que entraña la verdadera poesía. ¿Por qué? Porque la poesía es una autoplasmación de la conciencia, es una liberación del ser, es un antídoto contra los prejuicios y las verdades impuestas. Y cuanto más honda, trascendental y compleja sea la poesía, mayores serán sus efectos liberatorios sobre nosotros. Para André Breton y los surrealistas éste era un razonamiento indudable: la poesía despertaba al hombre o a la mujer verdaderos que llevamos dentro de nosotros. Es un tipo de revolución —y he aquí lo mejor de los poderes de la poesía— únicamente individual. Por lo tanto puede decirse que se trata de una revolución lenta, es cierto, pero que no da pasos atrás, puesto que nadie que alcanza un tipo de videncia superior elige como solución ulterior la ceguera”. La bibliografía de Francisco Léon incluye Cartografía (1999), 8 Pajazzadas para Salomé (1999), Tiempo entero (2002), Ábaco (2003), Terraria (2006), Dos mundos (2007), Aspectos de una revelación (2012), Heracles loco y otros poemas (2012), así como una novela, Carta para una señorita griega, publicada por Artemisa en el año 2009 y que, como se decía antiguamente, no tengo el gusto de conocer.

Terraria, concretamente, es en mi muy humilde opinión uno de los libros más deslumbrantes y perfectos que nos ha deparado la poesía canaria a principios de este siglo. Es un libro escrito en prosa, pero es, naturalmente, un poema, un conjunto orgánico de poemas. Para un poeta la elección entre la prosa o el verso es solo la elección entre dos estructuras musicales y es la sustancia poética la que toma la decisión de elegir entre uno u otro: el autor no tiene casi nada que decir al respecto. Terraria, que ganó el I Premio de Poesía Márius Sampere en lengua castellana, indaga en un paisaje que es el paisaje insular y al mismo tiempo reflexiona vertiginosamente sobre su sombra y a veces su reverso: la desolación, la soledad, la devastación, la muerte o, si se prefiere, la insignificancia, el significado en el límite de la expresión, en el límite (también) del propio paisaje.  En cambio, los relatos de Instante en Lucio Fontana son otra cosa. Francisco León ha desembarcado en el territorio del relato, que tiene sus propias leyes, incluso sus propias leyes que fragmentar, romper o disolver. La narrativa exige (frente a la expresión poética) un desarrollo retórico, la elección de una retórica para poder completar su misión. Y como quizá podría esperar el lector del Francisco León poeta, ensayista y polemista, la retórica que ha elegido el autor es la retórica de la ironía.

“La ironía es sana en cuanto libera al alma de las trampas de la relatividad; es una enfermedad en tanto en cuanto es incapaz de tolerar lo absoluto excepto en la forma de nada, y sin embargo esta enfermedad es una fiebre endémica que solo contraen determinados individuos, y que superar todavía menos”. En esta cita de Kierkegaard, un ironista insuperable por cierto, están cifrada la virtud y el error de la ironía como retórica narrativa, y e a mi juicio Francisco León, con Instante en Lucio Fontana, ha domeñado y superado esa fiebre endémica que eligió como instrumento narrativo en su nuevo libro. La ironía no es una cosa de broma (aunque alguno de los relatos de este volumen inviten a una sonrisa más o menos malévola y regocijada): es un artilugio que permite distanciarse de lo narrado y adivinar nuevas perspectivas, es desenvolver sobre el lector todo aquello del que el lector se consideraba liberado, cuando no inocente, es descubrir con un escalofrío que el observador puede ser la presa y también absolutamente lo contrario, es fundir la cara y el revés del relato, es tal vez – y lo encontramos en varios de los cuentos – la única manera narrativa en la que tratar el eros como una victoria, una enajenación o una miserable pesadilla simultáneamente. Al leer (y escribir) bajo un código irónico leemos la vida misma, y al abordarla nos basamos en nuestras relaciones con los demás. Por esta razón la ironía – una ironía inteligente en un lenguaje preciso, rítmico, elegante, una pizca escéptico sobre sí mismo, como el que caracteriza a Instante en Lucio Fontana – es un camino de acceso maravilloso para todo el arte de la interpretación: saca a la luz las complejidades ocultas, hirientes y gozosas, que integran las relaciones entre los hombres, entre la memoria y el deseo, entre la perplejidad y las acechanzas de lo real, entre la desolación cotidiana y nuestras pequeñas y mefíticas quimeras diarias.

Casi todos los relatos reunidos en Instante en Lucio Fontana tiene la potencia suficiente para convertirse en novelas, pero obviamente al autor no le ha interesado este camino, porque su interés más central t definitorio no está ni en las tramas ni en los personajes ni en las psicologías  ni en ninguno de los adminículos damasquinados de la tradición novelística. Si Francisco León eligió esa retórica de la ironía es, por supuesto, porque lo que le interesa fundamentalmente es el lenguaje y la ironía suprema consiste en saber que son las palabras las que ocultan los que dicen. Es la exploración del lenguaje (a veces en un ejercicio casi caricaturesco, otras optando por una vía alucinatoria) donde más brilla el talento del autor y el sentido último de este magnífico ejercicio escritural.  No hallarán ustedes en Instante en Lucio Fontana ni la más tenue sombra de costumbrismo terruñero, ni de chismografía paisajística, ni de distracciones de un barroquismo de corta y pega, ni espacios espirituales en recintos telúricos que pudieran interesar a la Dirección General de Cultura del Gobierno de Canarias, sino un libro de relatos inteligente y lúcido, cortante como un cuchillo y extrañamente plácido, divertido y desolador, hipnótico e inmediato. Unos cuentos para disfrutar aprendiendo a disfrutarlos. Muchas gracias, Francisco León, por esta oportunidad para charlar, y muchas gracias por su presencia a todos ustedes.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Intervenciones públicas ¿Qué opinas?