Alfonso González Jerez

Debates

Puede que estemos todos los periodistas firmando el manifiesto que impulsa la FAPE – “Sin preguntas no hay cobertura” – pero otros aspectos decisivos de la relación entre declaraciones políticas y actividad periodística seguimos uncidos al yugo obligatorio que marcan los candidatos y direcciones de los partidos. En Canarias – como ocurrirá en el resto de España – no van a celebrarse debates electorales. Se hará pasar como tales un conjunto de monólogos cronometrados en el que los candidatos aprovecharán para regurgitar titulares precocinados. Así ocurrió ayer en la SER: Paulino Rivero, José Miguel Pérez y José Manuel Soria se marcaron sus respectivas retahílas verbosas sin que en cada una de sus parrafadas se registraran referencias a los otros. Garrulería compartimentada. Gesto inútil el de acudir personalmente a los estudios de la cadena en Las Palmas: podrían haber enviado sus intervenciones en un CD. Solo en un momento Paulino Rivero quiso interrumpir a José Manuel Soria, que soltaba una de sus habituales malevolencias sobre el Servicio Canario de Salud, y el líder del PP le dijo que no podía interrumpirle, que no estaban en la televisión autonómica. Al parecer Rivero interrumpe a Soria en la televisión canaria todo el rato. Su modelo favorito, sin duda, es TeleMadrid.
Quizás sea Soria el candidato presidencial que mejor se adapta a este fraudulento modelo de debate, porque no está acostumbrado a interrupciones de ningún género. Me parece comprensible. Porque a Soria se le podría interrumpir para recordarle que en el organigrama de la RTVC siguen intactos y cobrando los cargos directivos que propuso el PP en 2007. Se le podría interrumpir para recordarle que el caso Lifeblood apestaba tanto que debió suspenderse el concurso de adjudicación del servicio de hemodiálisis para Gran Canaria y Lanzarote. Que durante su etapa como consejero de Economía y Hacienda solo se pasaba un par de veces a la semana por el despacho, entretenido en pasear su palmito vicepresidencial. Que su equipo dejó un agujero de decenas de millones de euros que obligó a un precipitado cierre presupuestario. Que los presupuestos generales para 2011 diseñados por Rosa Rodríguez y sus geniales mariachis eran una rocambolesca catástrofe al que se debió practicar una cirugía de emergencia para no paralizar la comunidad autonómica. Quizás Rivero o Pérez, por distintas razones, no estaban en disposición de interrumpirle con impertinentes obviedades pero, ¿dónde estamos los periodistas?

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Casi estuvo aquí

Como apuntaba un amigo en un contubernio -único espacio apto para la supervivencia en las ínsulas baratarias del siglo XXI- el estuvoaquí es casi un subgénero en el periodismo canario: aquí estuvieron Churchill, el Dúo Dinámico o The Beatles y de vez en cuando un plasta irremediable lo recuerda con emoción por enésima vez bajo un titular crípticamente nostálgico. Como si los echara de menos. Existe una variante incluso más fruitivamente paleta, el casiestuvoaquí. Por ejemplo, Charles Darwin casi estuvo aquí, y contempló el nevado Padre Teide en lontananza, y qué mala suerte no haber desembarcado en Tenerife, en la que practicando una somera observación sobre terratenientes, clérigos y cargos públicos le hubiera bastado para descubrir que primates y seres humanos compartían antepasados comunes. El tiempo y los sacrificios que se hubiera ahorrado en selvas y desiertos americanos. Seguro que a Darwin le habría encantado el mojo y en un par de años su dominio de las chácaras hubiera sido irreprochable. ¿Y el Papa? No ignorarán ustedes que Juan Pablo II casi estuvo aquí. Por los pelos de la lengua de un cardenal no besó el manto de la Virgen de Candelaria, la más bonita, la más morena. Y conviene recordarlo sin piedad cada vez que se pronuncia su nombre en los medios de comunicación: Karol Woytila, chicharrero súbito. Cuando sea canonizado, apenas en un par de años, volverá a funcionar la rueda de la memoriosa desmemoria, y el gozoso recuerdo de lo que estuvo a punto de ocurrir se engalanará de adacadabrantes y deliciosos titulares.
Comprenderán ustedes que, una vez liquidado Osama Bin Laden, no podíamos estarnos tranquilos. Desgraciadamente no existe la más tenue señal de que el icono de Al Qaeda pisara alguna vez territorio canario. Peor aun: hoy por hoy ni siquiera puede asegurarse, pese al devoto y minucioso fervor de nuestros cronistas locales, que Osama Bin Laden casi estuviera aquí. Pues se busca un repuesto rápidamente y ya podemos contar que un simpatizante de Al Qaeda, que un agente de Al Qaeda, que un dirigente de Al Qaeda, que un lugarteniente de Osama Bin Laden, digámoslo claramente, vivió en un pisito en Las Alcaravaneras dedicado al malvado proselitismo yahadista. Un hombre terriblemente peligroso, tras cuya incesante actividad, como se sabrá más temprano que tarde, está el escaño senatorial de José Macías, la eclosión de pizzerías en Las Canteras y el misterioso ceceo de ZoyZoria. Por el momento.

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Sábato

Una vida demasiado longeva puede ser fatal para un escritor, aunque los proteja la senilidad. Yo no puedo tomarme en serio la proclamación del finado Ernesto Sábato como un gran escritor, o el autor de una o varias de las novelas centrales del siglo XX, o el intelectual comprometido contra los desafueros del mundo. Me asombra esa ristra choricera de enormidades insignificantes. Políticamente Sábato siempre fue un frívolo al que solo redimió su aceptación del encargo que le hizo el presidente Raúl Alfonsín para redactar el informe sobre las brutalidades inconcebibles de la dictadura militar argentina, cuando el Estado se dedicó a asesinar metódicamente a miles de ciudadanos. Antes Sábato fue un joven comunista, y después, brevemente, un peronista lleno de dudas, y luego un liberal, y después abogó por el orden castrense frente a los atentados montoneros y llegó a visitar al general Videla en compañía de otros escritores, Borges incluido. Cabe recordar que acudieron a la Casa Rosada para recibir explicaciones sobre algunos escritores supuestamente desaparecidos. Explicaciones bastante fantasiosas y muy miserables, por supuesto, pero que los presentes aceptaron en respetuoso silencio. Y luego se mandaron un bife.
Tanto sus novelas como sus ensayos se me antojaron siempre palimpsestos donde podía leerse claramente quien los había escrito antes. Sábato, que se pasó cerca de medio siglo intentando ser universalmente famoso, era un buen escritor, y un escritor fundamentalmente honrado, pero su obra ha envejecido mucho en apenas treinta años. Su mejor novela, Sobre héroes y tumbas, es un centón de engorrosa pedantería a la que solo rescata lo mejor del libro, El informe de ciegos, que es lo único que al cabo recuerdan los lectores, y cuando ocurre eso en una novela solo cabe hablar de un fracaso aplastante, de un error narrativo fundamental, de una estructura novelística clueca pese a sus abrumadoras pretensiones metafísicas. Recuerdo la estupefacción al leer libros como Uno y el Universo o Heterodoxias: Sábato tomaba sus ataques de ira, desprecio o desinformación, sus manías minúsculas o sus obsesiones grandilocuentes, como brillantes ataques de lucidez. No sabía reír.
Tampoco puede achacársele toda la culpa. Le tocó un siglo excepcional en la literatura argentina. Le tocaron Borges, Cortázar, Bioy Casares. Un siglo muy duro para las medianías ansiosas de encarnar la consciencia literaria de una nación.

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Exorcismo

El Gobierno de los Estados Unidos ha matado a Osama Ben Laden cuando pudo, no cuando quiso. Y pudo hacerlo en el momento en el que las autoridades pakistaníes – en su fascinante y canallesco doble juego entre el occidentalismo y el yihadismo – miraron durante un par de horas para otro lado. Ni siquiera Ben Laden, santo varón criminal y ex agente de la CIA que abominaba del crapuloso capitalismo de los perros infieles, escapó del sino de cualquier habitante del planeta: ser una mercancía con un valor cambiante según el mercado. Y el pasado fin de semana el mercado estaba maduro para su venta.
Leo en algunos comentarios que han conseguido descabezar a Al Qaeda. Por supuesto, se trata de una estupidez consuetudinaria: Al Qaeda no existe. No existe como la ha dibujado el imaginario del terror: una férrea organización piramidal, ubicua y omnisciente que opera bajo criterios unificados. En realidad Al Qaeda jamás ha sido una organización. En su propia dinámica operativa los grupos integristas musulmanes evidencian como características básicas su desconexión social, su desterritorialización, su carencia de relaciones de colaboración continua y sistemática con otros grupos, el aluvión generacional de sus plantillas. Al Qaeda ha sido, en el mejor y peor de los casos, un conjunto de redes grupales que funcionan con extraordinaria autonomía. En esa circunstancia han tenido su mayor ventaja (no existen centros operativos, estructuras logísticas ni dirigentes insustituibles que puedan eliminarse de un bombazo) y también su mayor debilidad. Con algunos detonadores, dinamita, tres o cuatro móviles y un ordenador personal se constituye en un instante una célula de tarados inmisericordes. Al Qaeda (El refugio) ha sido, sobre todo, un ectoplasma semántico. Para las variadas estirpes del integrismo musulmán un instrumento lúcido y milagroso de la ira de Dios. Para los gobiernos occidentales una entidad malévola que existe oportunamente a fin de otorgar sentido a todos los horrores del mundo.
No cabe duda de que Osama Ben Laden fue uno de los autores intelectuales de la masacre del 11 de septiembre de 2001. Pero su papel posterior tiene más que ver con los efectos de una figura iconográfica que con decisiones políticas o militares sobre un proceso foquista que de ninguna manera podía controlar. Más que un asesinato han realizado un exorcismo. El precio todavía no está muy claro.

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Los socialdemócratas sienten debilidad por las preposiciones adversativas

Encarna, la vecina, apareció por casa con la excusa de traerme un libro. En las últimas semanas la había descubierto en las tiendas del barrio, especialmente, la de los chinos, que frecuenta casi con pasión. Los chinos son auténticamente chinos y su tienda ofrece de todo: desde un variadísimo muestrario de chucherías hasta cervezas australianas, pasando por paragüas baratos que, cada vez que caen dos gotas, colocan en oferta en la misma puerta del establecimiento. Los paraguas se venden a tres euros y desaparecen a las pocas horas, justo antes de que escampe. Entonces el chino, siempre sonriente, acude al trastero que tiene como improvisado almacén y saca otros veinte paraguas. La capacidad del almacén de los chinos es infinita: un agujero negro que conecta con cualquier punto del mercado del capitalismo mundial. Encarna habla mucho con los chinos. Cree que la entienden mejor si utiliza verbos infinitivos. Los chinos están abiertos desde las nueve de la mañana hasta medianoche. El señor desaparece varias horas al día, pero se queda de guardia la señora, que atiende la tienda mientras alimenta, distrae o reprende dulcemente a un niño de año y medio y una media tonelada de peso. Ambos se asombran mucho de la cantidad de vacaciones y días libres que tienen los canarios:
–Vacaciones. Muchas vacaciones. ¿Otra vez vacaciones? Siempre vacaciones.
El chino es un penetrante aunque discreto observador. Solo una vez se tomó con su familia un día libre y recorrieron la isla en el coche de un amigo chino. No se le escapó nada.
–Dicen que aquí cosas muy mal. Poco trabajo. Pero todo el mundo vacaciones.
— Hombre, hombre, las cosas sí están mal…
–Pero fruta en el suelo. Mucha fruta en el campo. En el suelo, tirada en la tierra. Manzanas. Higos. Muchas por ahí y nadie recoge. Entonces mucho mal no está la gente. ¿Quiere un paraguas?
Encarna me ha acercado – aunque no lo ha comprado en los chinos – el opúsculo de Sthépane Hessel, Indignaos, porque estaba segura que no lo iba a comprar. Le tuve que dar la razón.
–¿Y por qué, si puede saberse?
–Es uno de esos libros que uno tiene la gentileza de dejar que te lo regalen los amigos. Entre otras razones, porque es muy barato.
–¿Lo ve usted? Ya estamos con sus apriorismos. Hay un fondo de desprecio en esa observación.
–Para nada. Si incluso veo el libro con simpatía. Claro que existen razones para indignarse…
–¿Pero? En usted siempre hay un pero…
–¿Por qué?
–Los socialdemócratas y socioliberales sienten debilidad por las preposiciones adversativas…
–Lo único que digo es que indignarse es condición necesaria, pero no condición suficiente para entender lo que pasa y reaccionar. Uno se indigna pero a condición de lograr un camino para dejar de estar indignado… Si no te da un infarto o te conviertes en epiléptico.
–¿Y qué? Eso es obvio. Periodísticamente obvio.
–Pues eso, simplemente. La indignación colectiva, por sí misma, no es revolucionaria. Ni siquiera reformista. Ya ve usted cómo muchos franceses indignados votan por el Frente Nacional… ¿Y ese grupo de finlandeses indignados que ha votado también por la extrema derecha?
–Se trata de proponer una indignación ilustrada…
–Ya…
–Una indignación contra la dictadura de los mercados financieros. Nunca antes la brecha entre pobres y ricos ha sido tan profunda y ahora mismo…
—Malditos sean los mercados y la confiscación de los sistemas democráticos y la propia deslegitimación de los sistemas democráticos y de los poderes públicos. Está bien. Pero mire, Encarna, cabe discutir lo de las diferencias entre pobres y ricos…
–¿Cómo? ¿Qué dice?
— Me refiero a esa brecha cada vez mayor. No es universal, ¿sabe usted? En 1989, un 41% de la población mundial vivía en condiciones de pobreza extrema (ingresos por debajo de 1,25 dólares al día). El año pasado, este porcentaje rondaba el 15% de la población mundial. Si en vez de mirar porcentajes observamos cifras absolutas, los resultados son aún más llamativos: en los últimos cinco años 500 millones de seres humanos han abandonado la pobreza más absoluta. Vamos, usted conoce algunos casos, seguro. En China el porcentaje de habitantes que viven por debajo del umbral de la pobreza ha caído del 85% en 1981 al 15% en 2005. En India del 60 al 40%. En Brasil del 17 al 8%. ¿Conoce el crecimiento de Perú en los últimos años? Su PIB creciendo a un ritmo superior al 7% anual y se está creando una nueva clase media, cada vez más pujante, en las grandes ciudades.
— ¿Y de dónde saca usted esos datos supuestamente maravillosos?
— De la revista Foreign Policy.
–Una publicación fuera de sospechas, por supuesto. Alzad los corazones. Pero, en serio…Está usted peor aun de lo que pensaba…Al parecer suscribe ahora el viejo cuento: el capitalismo nos hará ricos a todos…
— Por su propia naturaleza, querida vecina, el capitalismo no nos hará ricos a todos. Y esos crecimientos están preñados de desajustes, desequilibrios, zonas de marginalidad social, abusos, agresiones medioambientales y paisajísticas, agotamiento de recursos no renovables. Por supuesto que sí. La cuestión, sin embargo, es que en esos países, en esas comunidades cuyos sistemas políticos están agusanados por la corrupción, por cierto, no encontrará usted a mucha gente indignada por la dictadura de los mercados financieros del capitalismo global. Encontrará usted a gente obsesionada por salir de la pobreza, por aumentar sus ingresos, por comprar una buena casa, por mandar a sus hijos a la Universidad, por adquirir un automóvil cada cuatro o cinco años, por disfrutar de quince días de vacaciones, por ascender en la escala jerárquica de la empresa, por adornarse con todos los símbolos del éxito social. ¿Entiende usted? Como le oí el otro día en la cafetería de la plaza, no van de su rollo. Ni del mío. Pero lo cierto es que una propuesta política que se basa en el rechazo, y que se funda más o menos abstractamente en un principio ético universalista, tiene francas dificultades para materializarse en cualquier cosa cuando quienes deben suscribirla no comparten dicho principio en su praxis cotidiana, por no hablar de aquellos instalados en un sistema de valores distintos, que tiene su centro en el triunfo profesional, laboral o empresarial. El capitalismo globalizado, en efecto, es un sistema cada vez más universal. Pero no tiene enfrente algo ni remotamente parecido a una oposición organizada política e intelectualmente y que relacione en ambos planos problemas y adversidades locales y universales. La promesa de la riqueza y bienestar a través del trabajo, que era toda la promesa del capitalismo antes del Estado asistencial, se ha trasladado a otros países y regiones, y ahí goza de una espléndida salud, y lo hará durante bastantes años. La indignación está muy bien. Pero siempre corres el peligro de que se reduzca a un desahogo. Después se pone la gente, incluso la gente que ha leído a ese anciano magnífico, Hessel, a ver la boda de los principitos windsord en Londres. No me diga que usted no la ha visto…
— Yo..No, pero…Bueno, estuve viéndola diez minutos, en la tienda de los chinos…
–¿En la tienda de los chinos?
–La trasmitía en chino un canal chino, por internet…
— ¿Y les gustó a los chinos?
— No quitaban ojo. Les encantó.

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