Alfonso González Jerez

Candidatos

Que no se diga que la campaña electoral no va mejorando. Ahora toca lucirse en bikini saliendo de la playa como Venus Victrix. O sentada en el paseo de Las Canteras con un objeto raro, llamado libro, en la mano. O paseando en bicicleta, motocicleta o patinete. Soy incapaz de entender lo que pretende con exactitud esta gente. Las razones obvias, lo que señala cualquier manualito al uso de psicología electoral, es que los candidatos quieren mostrarse tan obvios e inmediatos como nosotros mismos pero, ¿qué cabe pensar de alguien que escenifica su supuesta cotidianidad o intenta elevarla a nivel de icono fugaz? A los electores estas exhibiciones más o menos impúdicas o pueriles les traen absolutamente sin cuidado. Pero es uno de los instrumentos de campaña más socorridos al que nadie parece dispuesto a renunciar. Ya Quinto Tulio Cicerón le recomendaba a su hermano que se mezclara con la plebe hasta ganar su aprecio, pero sin confundirse del todo con ella.
En este mecanismo tradicional hay algo ligeramente insultante, porque presupone que los ciudadanos no han advertido que los candidatos son seres humanos, corrientes y molientes, tan sencillos que compran en los supermercados, utilizan la bicicleta o incluso se pasean por la calle poniendo una patita y después otra y así sucesivamente. Es una expresión de condescendencia narcisista. Bajo su apariencia ligera, simpática y anodina oculta una altanería un pizco insoportable. Le contaré un pequeño secreto, si por azar algún candidato lee esta columna: somos perfectamente conscientes de su calidad de personas del montón. Y por lo general hemos dispuesto de cuatro años para corroborar que, en demasiados casos, no proceden del montón más airado o airoso, precisamente.
Las administraciones públicas cuentan en Canarias con unos 130.000 funcionarios y ahora, gracias a estadísticas oficiales, sabemos que más de 80.000 isleños trabajan en la economía informal, habitualmente dedicados a los cáncamos de pura supervivencia. El gigantismo funcionarial de las administraciones públicas, las añagazas de la economía sumergida, la deficiente articulación de la sociedad civil y la debilidad de los espacios públicos de información y debate son las razones que explican, precisamente, que aquí estemos instalados en una resignación milenarista y los candidatos sigan paseándose, remojándose y mandándose una papa en palcolor sin dejar de sonreír.

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La lengua sacrificada

De vez en cuando, desde que tengo (mala) memoria, se publica algún curioso estudio o una estadística tremolante que insiste en la pobreza de lenguaje de los adolescentes o los jóvenes. En los últimos años lo más frecuente es relacionarla con el voraz consumo de televisión, el fracaso escolar o el uso de las videoconsolas. Más recientemente se insiste en la malvada influencia de la telefonía móvil e Internet. No sé. Es posible. Un amigo me insiste en que gracias a las redes sociales, particularmente a facebook y a twitter, la gente escribe más que nunca. Expreso mi escepticismo de guardia. El twitter es una falsa conversación entre aforistas frustrados. Un señor que sabe mucho de esto, don José Luis Orihuela, el responsable de una bitácora de referencia, e.cuaderno.com, seleccionó hace algún tiempo sus “favoritos en twitter”, una suerte de antología de mensajes memorables en 140 caracteres. Entre los más brillantes figuran los siguientes:
“Cuando el título del cargo del funcionario (sic) ocupa más de una línea ese tipo está puesto para complicarlo todo”
“¿Y tu media naranja? Por ahí, rodando con las mandarinas equivocadas”
“Haciéndome demasiadas preguntas que nadie podrá contestar…Relax, estamos a lunes”
“La mujer maravilla, el hombre araña”
“Que no te preocupe la muerte, sino poner algo importante entre tú y la muerte”
“Qué difícil es decir no y hacerlo bien”
“Conozco a una chica tan fashion que en ligar de nachos pide Ignacios”
“Trabajar es la manera más rentable de perder el tiempo”
“No quiero comodines, sino bazas firmes. Si no llegan, continuaré haciendo solitarios”.
“En el descanso, Internet sigue 2.0”
Ejem. Maese Orihuela debió leerse muchos miles de mensajitos durante un año para espigar este florilegio de prodigios, en los que es difícil encontrar influencias de Canetti o de Óscar Wilde, precisamente. La mayoría de los twitter seleccionado se me antojan greguerías frustradas, como las que sus seguidores le remitían inmisericordemente en cartas o postales al pobre Ramón Gómez de la Serna, cuando no chistecillos del tres al cuarto. Por supuesto, en cualquier momento puede llegar Agustín Fernández Mallo y convertir esto en un subgénero posliterario. Creo que la más prudente es no lanzar análisis precipitados (como los del propio Orihuela: “twitter es el sistema nervioso de la nueva sociedad de la información”) ni confundir las redes sociales con una explosión de participación en lo público o una salutífera recuperación de la palabra y sus valores éticos y estéticos. A mi amigo le contesté que, en el plazo de una década, sería posible eludir la escritura en facebook o en el twitter: emitirías oralmente tu mensaje o tu apunte y el dispositivo técnico en cuestión se encargaría de convertirlo en letra impresa o imprimible. Quizás puedas igualmente, a golpe de voz, colgar fotografías, gráficos o vídeos. Veamos entonces lo que queda de excipiente literario en las redes sociales.
La habitual jeremiada del empobrecimiento lingüístico entre los adolescentes es más una expresión de hipocresía que la constatación de una obviedad. Basta con un somero análisis de las retóricas y los mensajes de candidatos y partidos políticos en la actual campaña electoral para comprobar que su uso del lenguaje no desdice el de un adolescente con problemas para superar el bachillerato. De hecho, después de leer tres intervenciones públicas, espigadas al azar, de Paulino Rivero, José Miguel Pérez y José Manuel Soria puede asegurarse que ninguna de las mismas utiliza más de un millar de palabras, poco más de las 700 que puede manejar con cierta soltura un quinceañero escolarizado. Lo peor, con todo, no es la pobreza léxica y la expulsión del matiz a los infiernos, sino la momificación de una sintaxis misérrima que a veces linda con el agramatismo. No se trata de una torpeza compartida que tenga como precio la insignificancia: es la insignificancia mantenida como objetivo comunicativo central. La insignificancia del mensaje político (sea nacionalista, conservador o socialdemócrata) busca la desidentificación frente al electorado para no perder un solo voto: los coalicioneros buscan no parecer demasiado nacionalistas para no extraviar sufragios que ni siquiera merecen ser llamados regionalistas, los conservadores persiguen no ahuyentar a ningún segmento del electorado centrista y moderado, los socialdemócratas, atraer a quienes no son socialdemócratas. La simplificación y la rutinización de la banalidad resultan, igualmente, el soporte de la crítica y descalificación del adversario político-electoral, que viene a ser la principal actividad retórica de los partidos mayoritarios y de muchos que no lo son: el adversario ni siquiera es descalificado por lo que hace y propone sino, especialmente, por lo que es: un nacionalista, un derechista, un socialdemócrata, un ecologista o hasta un antisistema.
En un espacio público fuertemente intervenido por los intereses partidistas y por la ideología de status quo, este miserabilismo lingüístico y cultural se convierte en el sistema gramatical de legitimación de las estructuras de poder. A través de un conjunto de técnicas y recursos lingüísticos (circunloquios, elìpsis, frases-titulares, adjetivos de distracción, falacias esculpidas en el mármol de la estupidez propia y ajena) la realidad queda debidamente amaestrada y a cualquier intromisión en este enjuague se le aplica la disonancia cognitiva. Los medios de comunicación tradicionales tienen una responsabilidad ineludible en esta catástrofe cotidiana que convierte cualquier proclamación de pluralismo, en el mejor de los casos, en un propósito hilarante y al cabo frustrado. Y eso es lo peor, porque como nos enseñó Karl Kraus, la degradación de la lengua es equivalente a la degradación del pensamiento, de la cultura y de la participación política. “El poder no solo no es separable de las víctimas, sino también de la lengua. Lengua y poder se nutren”. Gracias a eso, a la destrucción del lenguaje como instrumento de reflexión y crítica, Paulino Rivero puede afirmar que Canarias tiene el mejor sistema educativo de Europa, José Manuel Soria criticar acerbamente la política económica de un Gobierno en el que fue consejero de Economía y Hacienda durante tres años y medio, José Miguel Pérez aseverar que su objetivo principal será la mayoría social cuando sus compañeros en el Gobierno español están aplicando una política de ajustes presupuestarios brutales y recorte de derechos sociales, los dirigentes socialistas andaluces proclamar su honestidad incólume o Francisco Camps presentarse de nuevo a la Presidencia de la Generalitat valenciana rodeado de una docena de imputados en las listas del Partido Popular. Un carrusel de insignificancias verbales adorna y pretende justificar esta descarada putrefacción moral cuya descomposición comienza a heder en los adjetivos y circunloquios empleados en cada caso. Nadie respeta la lengua porque nadie respeta ya los principios y exigencias del sistema democrático y viceversa. En el altar de los parlamentos, las cúpulas empresariales y los grandes medios de comunicación la lengua es burlada, martirizada y reducida a un guiñapo e ignoramos que lo que se está sacrificando no es otra cosa que nosotros mismos. “Enseñar a ver abismos allí donde aparecen lugares comunes: eso sería una tarea pedagógica para una nación crecida en pecado (…) Ninguna imaginación es más grande que la posibilidad de pensar dentro de ella. La imaginación consigue figurarse un afuera que abarca la plétora de felicidades de las que uno ha carecido: es una recompensa para el alma y para los sentidos y aun así abrevia. La lengua, en cambio, es la única quimera cuya capacidad de engaño no acaba nunca: es lo inagotable que no empobrece la vida. ¡Que el ser humano aprenda a servirle!” (Karl Kraus, La Antorcha).

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Hallazgos

Gracias a un artículo de Carmelo Rivero me entero de que en los sótanos del Museo Municipal de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife han sido encontradas dos cajas que contenían a) ropas y zapatos con los que se ataviaron los participantes en los actos conmemorativos del primer centenario de la derrota de Nelson en 1897 y b) los estandartes de todos los municipios tinerfeños que participaron en esa lejana efemérides. Sin duda, tal y como señala Carmelo Rivero, material de gran interés etnográfico y vexilológico, si es que la vexilología, en fin, tiene algún interés fuera de círculos monomaníacos. Pero lo más sorprendente – y con un gran interés informativo también – no es lo que se ha encontrado, sino que se haya encontrado ahora.
Como el Museo Municipal de Bellas Artes no se levanta sobre una gruta de los reinos de Sauron, donde podrían cenar los comensales de todos los restaurantes chinos del planeta, cabe la razonable pregunta de cómo es posible que todavía se encuentre material desconocido en sus entrañas. Han disfrutado de más de un siglo para un inventario más o menos apañado, pero, por lo visto, todavía no han tenido tiempo de completarlo. Solo conozco un inventario del Museo Municipal de Bellas Artes, publicado incluso en un folletito a principios de los años noventa, pero que se refería exclusivamente a los cuadros que pueden disfrutarse (es un decir) en su pinacoteca. Al parecer nos esperan todavía sorpresas portentosas en los ilimitados sótanos del establecimiento. No descarto que aparezca parte del brazo de Nelson cuidadosamente envuelto en papel satinado o un pedazo del queso que le ofreció el general Antonio Gutiérrez en un tapergüer. O el sostén de la Tetuda del parque García Sanabria. O el primer bocadillo de pollo de El Imperial conservado en una urna de cristal, un cacho de la escultura mutilada de Chirino, el esqueleto de un concejal republicano y masón y en un rincón del ángulo oscuro, por su dueño tal vez olvidadas, las zapatillas que solía calzarse José Emilio García Gómez en su mandato municipal, cuyo valor etnográfico está igualmente fuera de toda duda. Cualquier cosa puede encontrarse en los sótanos del Museo Municipal de Santa Cruz. Un museo que no se encarga de catalogar y exhibir rigurosa y debidamente todos sus fondos, sino que muestra una porfiada originalidad que lo distingue entre todos: podría encontrar cada día, si así se lo propusiese, nuevo material en su interior para pasmo y maravilla de propios y extraños. Un museo donde no se entra para conocer y comprender la herencia del pasado, sino para comprobar las inepcias del presente.

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Correcciones

El pasado domingo publiqué aquí un artículo en el que citaba a un egregio anarcocapitalista carpetovetónico, Jorge Valín, socio del Instituto Juan de Mariana y colaborador de varios medios de comunicación de nuestro patrio seudoliberalismo ultraderechista, entre otros, Libertad Digital. Pues bien, el mismo domingo, a la hora de la merienda, el señor Valín ya había publicado una réplica en su blog: desenfundan rápido, estos anarcocapitalistas. Pero digo mal: no se trata de una réplica, sino, como el propio Valín puntualiza, de un conjunto de correcciones. Curiosos liberales estos, que no replican para argumentar sus diferencias, sino que te corrigen con menos misericordia informativa que desdén profiláctico.
Citaba al señor Valín por lo que se me antojaba una disparatada apología de las últimas decisiones de la directiva de Telefónica, insertada en un argumentarlo que, en realidad, prescindía de cualquier análisis económico realista para fundirse en estridentes obsesiones ideológicas, que es con lo que más disfruta. Valín insistía en justificar las prejubilaciones y despidos de Telefónica (al parecer no le preocupan los costes para el Estado, es decir, para el contribuyente) y defendía los nuevos privilegios económicos de los directivos, porque lo están haciendo bien y es solo asunto de los accionistas y nada más. Bueno, los accionistas de Telefónica son los únicos a los que no se informa del sueldo y prebendas del presidente de su Consejo de Administración entre las compañías españolas que cotizan en bolsa pero, lo que es más importante, desde un punto de vista estratégico los directivos no están haciendo bien su trabajo y se han limitado a clonar su vetusto modelo de negocio tradicional en Latinoamérica. Y precisamente porque lo están haciendo mal, y saben que la compañía lo pagará a medio plazo, especialmente en España, se llenan preventivamente las faltriqueras y, en un rato de creatividad empresarial, disminuyen costes, es decir, despiden empleados, con la red del Estado para soportar parte de la factura.
Nada de esto parece interesarle al señor Valín, que aprovecha la noticia para impartir su doctrina: hasta que no se arrase con los servicios públicos y se supriman todas las prestaciones y subvenciones este país no remontará el vuelo hacia la prosperidad y la libertad. Con un corolario final, definitivo y definitorio: “La democracia no funciona, es un mal innecesario y una falsedad”. Lo más asombroso de esta gente es que cuando alguien les llama fascistas, se indignan y todo.

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Cadáveres

En las primeras páginas de la última novela que publicó, Nuestro amigo común, una obra maestra incondicionalmente admirable, Dickens nos muestra una profesión en el Londres de mediados del siglo XIX: el recolector de cadáveres en el río Támesis. Por aquel entonces todavía algunos pescaban en la corriente que atraviesa la capital británica, pero mucho más lucrativa era la labor a la que se dedicaban, durante la noche, hombres discretos a borde de botes que surcaban silenciosamente la oscuridad y la niebla. Todos los días se ahogaban en Londres un apreciable número de individuos: mendigos que caían borrachos por los petriles, prostitutas asesinadas y arrojadas por los puentes, ladrones víctimas de ajustes de cuentas y hasta miserables que, muertos por el frío o por el hambre, eran ultimados como fardos que hundía en el barro la propia policía. Los recolectores de cadáveres buscaban sus presas antes de que se hundiesen para siempre o las corrientes traicioneras se los arrebatasen en las manos. De la ropa se podía sacar algunos peniques, con suerte hallabas un reloj, un collar o una pitillera, pero la vía de ingresos fundamental estaba en la Facultad de Medicina. Con recolectar un cadáver semanal ya vivías más o menos holgadamente.
En Santa Cruz han muerto dos sintecho en la última semana. El último amaneció tieso en la plaza del Príncipe y murió mientras a escasos metros los niños se dirigían al colegio, los oficinistas de la zona se mandaban su primer barraquito y medio de lomo y los periódicos se asomaban a las fauces de los kioscos. Se me antoja una barbaridad acusar a nadie de esta muerte, pero más obsceno todavía es afirmar que nadie tiene nada que ver con ella. Simplemente no podemos permitir que se nos muera gente por la calle: personas enfermas, personas desnutridas, personas destrozadas anímicamente y hundidas, como los cadáveres en las aguas del Támesis, en la exclusión social. No podemos permitirlo, más allá de cualquier negligencia, cualquier indiferencia, cualquier consideración legüleya o reglamentaria, porque son vidas tan valiosas e insustituibles como la suya y la mía, y porque, por ese abyecto camino, profundizaremos aun más en el proceso de bestialización que nos está llevando a renunciar a nuestra condición de ciudadanos responsables. La indiferencia no nos llevará a estar más tranquilos, sino a ser más canallas, y sin tener ni siquiera a un Dickens para recordárnoslo.

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