Retiro lo escrito

Reforma constitucional

Sería una agradable sorpresa que una mañana, antes o después de desayunar, un presidente nacionalista (canario) improvisara algo diferente sobre ese gran y trascendental asunto, digno de una edición completa de Sálvame: la reforma de la Constitución. No sé, que se pronuncien sobre si república o monarquía, la estructura político-administrativa del Estado, la supresión del Senado o el reforzamiento o aniquilación de los deberes y derechos de los ciudadanos. Pero tendremos que esperar. Ayer, en los fastos celebrados en el Senado por el primer centenario de los cabildos insulares, el presidente Paulino Rivero repitió de nuevo, agónicamente, el discurso de sus predecesores: es necesario reformar la Constitución para que “plasme mejor” la singularidad de Canarias a fin de conseguir un “mayor encaje” en el Estado español. Esto quiere decir, más o menos, que se piden más perras, y en todo caso las florituras técnicas pues ya se verían en su momento. A continuación los presidentes de los cabildos emitieron emocionadas y carrasposas obviedades, entre las que destacan las palabras de un conspicuo constitucionalista como Alpidio Armas, que encuentra impensable a Canarias sin los cabildos. También es cierto que para el señor Armas es impensable prácticamente cualquier cosa.

La reforma de la Constitución ha pasado de ser un asunto puntual y melindroso a convertirse, por primera vez desde 1979, es centro de un debate de cierta intensidad, como fruto de la catástrofe económica y social que padece el país. Desde la izquierda (y no hablo del PSOE, porque los dirigentes socialistas están encapsulados en una parálisis letal) se entiende que la Constitución en vigor corresponde a un régimen político, el pactado durante el posfranquismo, que evidencia una descomposición apabullante. Correspondería, por tanto, abrir un proceso constituyente y superar instituciones, mecanismos y disposiciones que ya no garantizan siquiera la vigencia de los principios básicos de una democracia parlamentaria.  Yo no estoy tan seguro de que impulsar un proceso constituyente para usarlo como una trinchera política desde la que disparar al desorden del capitalismo financiero y globalizado sea la estrategia más viable y más inteligente. Más bien creo que esta meta, todo lo generosa e indignada que se quiera, es una promesa de derrota y que solo se logrará un amplio consenso social (y en última instancia político y electoral) apostando por una estrategia reformista.

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Totus tuits

Aseguran que Benedicto XVI – y su tropelía de asesores y tiracasullas, entre los cuales no esta José Carlos Mauricio porque no quiere – encontró dificultades en hallar un nombre para su nueva cuenta en twitter, porque los impostores ya los habían pillado todos. Su Benedicticidad encontró la solución recurriendo a tomarse muy en serio, algo que a humoristas y vacilonistas nunca se les hubiera ocurrido, y así encontró @pontifex, que a pesar de los arrumacos de la curia, que explican que en latín significa “constructor de puentes”, es una expresión que apunta directamente al título de Pontifex Maximus, la máxima jerarquía religiosa en la antigua Roma. Cientos de miles de personas esperaron hoy el primer tuit del Papa que llegó puntualmente al mediodía: “Me uno a vosotros con alegría por medio de Twitter”. Algunos quedaron ligeramente defraudados, como si hubieran estado esperando un resumen en 144 caracteres de la Summa Teológica, la prueba definitiva de la existencia de Dios o la opinión papal sobre las orgías sexuales de Berlusconi o las orgías financieras de Monti.

El Papa no va a decir absolutamente nada en twitter. En realidad el Papa no está ni estará en twitter. El Vaticano ha explicado que el Papa no seguirá a nadie, aunque admite generosamente que lo siga todo el mundo. El principal fundamento y atractivo de esta red social – posibilitar una conversación potencialmente abierta a todos los usuarios —  resulta incongruente con la naturaleza de la Iglesia Católica en particular y de cualquier iglesia en general. ¿Una conversación abierta? ¿Preguntas, bromas, ironías, cuestionamiento, crítica y el Papa ahí, en pelota dialéctica y a la vista de todos, desde la Señorita Puri hasta Fernando Ríos Rull?  Por el amor de Dios. Es impensable. Por lo tanto, el Santo Padre no sigue a nadie. A nadie tiene que escuchar. Todo ese incesante y cacofónica corriente de memeces atrabilarias, observaciones inteligentes, ingenio charcutero, curiosidad chismosa y talento sintético le resulta indiferente. En realidad es una cuestión de marca. La marca del Papa de la Iglesia Católica debe estar, como la de cualquier empresa, presente, aunque reducida a su mínima expresión, en las redes sociales que abarcan todo el planeta. El chispazo entre las supersticiones religiosas y las nuevas tecnologías añaden un plus de estupefacta fascinación. Sin embargo, se lo tiene que currar. Apenas ha conseguido 800.000 seguidores. El Dalai Lama cuenta ya con más de cinco millones. Pero tampoco sigue a nadie. Ni al Papa. Son muy suyos. Son lo que siempre han sido, a caballo, en carroza, en silla gestatoria o en twitter.

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La espoleta

Me repugnan profundamente los gritos de alegría y las expresiones de mofa y satisfacción que pueden encontrarse en múltiples foros y publicaciones electrónicas por el agravamiento de la salud del presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Es vomitivo. Chávez  ha sido al mismo tiempo el creador y el emblema de un régimen político cada vez más autoritario, venal y obsesionado por el control social. Chávez es, sin duda, el máximo responsable de una política económica demencial que le saldrá carísima a los venezolanos de las próximas generaciones. Pero ha ganado democráticamente cuatro elecciones presidenciales y ha demostrado que no le excita el olor de la sangre ni le entusiasma la tortura policial. Los que se alegran por la muerte de Hugo Chávez, además de exhibir una catadura moral francamente desagradable,  parece no reparar en que supondrá un terrible factor de desestabilización que puede llegar a incendiar una guerra civil en toda la República.

Después de resistirse a la realidad de su desmoronamiento físico (y de mentir bellacamente a los electores sobre su muy maltrecho estado de salud) Chávez tomó la decisión de designar vicepresidente y ministro de Asuntos Exteriores a Nicolás Maduro, y el pasado sábado urgió a sus partidarios a que lo aceptaran no como su sucesor, sino como su sustituto. Ni Diosdado Cabello – ex militar y antiguo compañero de asonada sobre el que pesan sombras de corrupción particularmente pestilentes – ni Elías Jaua – una suerte de Robespierre con faldas de Marta Harnecker al que se le coloca en el sector más izquierdista del PSUV. Maduro, que se curtió en el sindicalismo y es un civil chavista de primera hora, mantiene relaciones correctas con todos los sectores y familias del régimen, y no es imposible que haya ganado esta primogenitura gracias a apoyos y presiones  de las mismas frente a Cabello y su particular cuadrilla. Pero aunque puedan recibirse los cargos y magistraturas, no puede heredarse ni la autoridad política ni el carisma popular. Los partidarios del chavismo quizás estén convencidos de que el difuso, confuso y asilvestrado proyecto de socialismo del siglo XXI puede mantener la unidad gracias a la ideología, pero una compleja coalición de facto como es el régimen venezolano solo se ha mantenido unida por el hiperliderazgo de un presidente que ahora, de un momento a otro, puede morir.

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Cubillo

Antonio Cubillo jamás entendió Canarias. Pero nunca se preocupó por ello. Le bastaba la Canarias que imaginaba y que no era otra cosa que un término adjetivo de su propia personalidad.  Falsificó una patria –como tantos otros –para poder convertirse en un patriota. La patria canaria – más guanchinesca que guanche – era el galvanizador de un ególatra convicto y casi confeso, porque casi es una confesión psicoanalítica contar en sus delirantes memorias que, no solo en materia independentista, lo había inventado todo, incluso la rueda. Lo curioso es que durante cerca de veinte años llevó una vida realmente aventurera y conoció a líderes revolucionarios y seudorevolucionarios de media África y llegó a tomar café con el Che Guevara, quien endureció la expresión cuando le dijo que luchaba por la independencia de Canarias. Pero ese fabuloso tránsito que llevó a un mediocre y parlanchín abogado al cruce de caminos de las independencias africanas, a despachos ministeriales y a las oficinas de la UEA nunca le fue suficiente. En esa época de procesos emancipatorios y exaltaciones políticas, en la que pululaban voluntarios, espías, iluminados, déspotas en agraz y oportunistas hambrones, desde principios de los sesenta a mediados de los setenta,  cualquiera que se presentara con un supuesto proyecto anticolonialista bajo el sobaco tenía una oportunidad para recibir simpatías, un pasaporte y hasta un currito de supervivencia. Cubillo, astuto y esquinero, aprovechó la oportunidad. Pero solo aprendió a barloventear felizmente por las burocracias del régimen revolucionario argelino, muy pronto petrificado y militarizado. De política, economía o historia, en cambio, no aprendió nada.

Y es que lo sabía todo. Sabía que, salvo en matices insignificantes, Canarias era como Argel, Mauritania o Túnez: colonias de metrópolis que se enriquecían con la explotación feroz de sus recursos naturales. Así que se limitó a aplicar el mismo rasero, la misma fórmula, el mismo diagnóstico. E inevitablemente terminó por acuñar un independentismo racista y una fantasía política basada en un régimen corporativista pero con moneda propia. Al final, tras un atentado criminal y reiteradas escisiones y excomuniones en sus minúsculos partidos,  derivó en un icono inofensivo, pintoresco y televisable, no de los independentistas, sino de la clase política gobernante y de los medios de comunicación.

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Contrato

Que dice el presidente del Gobierno autonómico, Paulino Rivero, que debe reformularse el contratoentre Canarias y el Estado español. Un contrato, tenemos un contrato, y nosotros, y los notarios, sin enterarnos. Quizás cabe advertir que el presidente Rivero habla metafóricamente, que es como suele hablar en su blog, que a ratos parece escrito por Gabriel y Galán y a ratos por el guionista de Spiderman. La almendra del contrato que el jefe del Ejecutivo quiere reformular no es otra que la lealtad institucional al Reino de España: el propio sentido de pertenencia al Estado español. Ese contrato político, ciertamente, existió durante siglos. La oligarquía canaria (primero la élite terrateniente y agroexportadora, luego una burguesía que, con importante lazos con la primera, se dedicó al comercio portuario) mantenía la lealtad a la Corona, o si se prefiere, al Estado, a cambio de un conjunto de libertades exenciones y excepciones comerciales y fiscales (desde la suspensión del monopolio de Sevilla hasta la creación de los puertos francos) en un acuerdo que se entendía como mutuamente beneficioso para ambas partes. Hasta cierto punto, impremeditada y confusamente, Coalición Canaria ha querido actuar, desde mediados de los años noventa, como la sucesora, desde el Archipiélago, de esa venerable praxis política, y como tal registró algunos éxitos en el pasado inmediato. Pero el viejo contrato entre el Estado español y Canarias parece irremediablemente roto. Es ya un artefacto inservible. Y ni Rivero ni CC parece en condiciones de recomponerlo ni, menos aun, agitarlo como espantajo amenazante.

El contrato se empezó a cuartear cuando los fondos europeos empezaron a adquirir mayor volumen y (sobre todo) importancia estratégica que los presupuestos generales del Estado. Como cabe adivinar por el peso económico y político de las islas, el nacionalismo canario necesita imperiosamente el concurso de conservadores y socialistas en Bruselas y Estrasburgo. Todavía peor: Rivero no puede avanzar por la senda del enfrentamiento con el Estado a la grupa de una retórica soberanista. Básicamente porque está solo, como lo estaría Coalición en semejante tesitura. En Cataluña Artur Mas y CiU cuentan con el apoyo de una fracción no desdeñable del empresariado catalán – que no se limita al Círculo Catalán de Negocios – a favor del nuevo pacto fiscal e, incluso, de la apertura  formal de un proceso de independencia a lo largo de la próxima década, y lo mismo ocurre en la izquierda catalana, en el mundo sindical y en ámbitos universitarios e intelectuales. Los coalicioneros, con Paulino Rivero al frente, no pueden ni soñar con una situación semejante. Por eso, cuando el presidente afirma que tiene la renovación del contrato entre Canarias y el Estado español sobre la mesa, cabe deducir que se refiere a la mesa de su cocina, entre una ensalada de la huerta y una tacita de agua de toronjil.

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