Nuevo protocolo

El Congreso de los Diputados convalidó ayer el Apocalipsis según San Mariano, en una sesión en la que Cristóbal Montoro supuró tanta estupidez, cinismo y nerviosismo que el personal de limpieza de la Cámara tardará días en limpiar, fregar y sulfatar la tribuna de oradores, pero ahora que los incendios tinerfeños parecen a punto de ser controlados quizás debemos sistematizar todas las experiencias de los últimos días y establecer nuevos protocolos de actuación para ocasiones futuras. A este respecto estimo que sería muy conveniente agrupar e implementar las medidas que se han demostrado más eficaces y eficientes:

a) Convocar ruedas de prensa cada diez minutos, que cuenten con la presencia de autoridades autonómicas, insulares y locales que repitan un y otra vez que no hay motivo de alarma y que la situación está bajo control y que mucho cuidado ahí.

b) Solicitar la inclusión en el Diccionario de la Real Academia Española de  locuciones como “flanco derecho” y “flanco izquierdo”, sin excluir necesariamente expresiones como “franco derecho” y “franco izquierdo” a modo de coloquialismos que no le hacen mal a nadie y pueden, incluso, enardecer los ánimos de algunos mandos militares. La lista deberá incluir vocablos espléndidamente confusos como “perimetrado”, “acotado” o “estabilizado” cuyo pretendido contenido técnico tranquiliza al público y oculta la ignorancia (a veces mastuerza) de las autoridades políticas.

c) Sacar en procesión a todas las vírgenes disponibles en los municipios afectados por las llamas, entendiéndose como tales aquellas figuras escultóricas objeto de veneración  popular dentro de la Iglesia Católica. Si el fuego no disminuye se optará por sacrificar una cabra, un cochino negro y, en caso de siniestro total, a Roberto Kamphof y al sujeto que perpetra las cuñas radiofónicas de Neumáticos El Paso 2000, atados espalda contra espalda y debidamente amordazados.

d) Los periodistas deberán felicitarse profusa y continuamente en sus propios medios, y a través de las redes sociales, por el magnífico trabajo que están desarrollando. Nada de cortarse un pelo. Somos los mejores, somos un equipazo, somos incomparables. Si se repite cien veces el fuego se detiene automáticamente en una colada volcánica.

e) En caso de un incendio de grandes dimensiones el Gobierno autonómico contratará inmediatamente al grupo Taburiente, que a bordo de una avioneta dotada con el mejor equipo de altavoces cantarán sobre las llamas hasta que comience a llover torrencialmente y todo haya acabado, triste y melancólicamente, ahul, pero acabado.

f) Se adquirirán veinte hidroaviones a través de una colecta popular con el objeto de inducir a la depresión nerviosa a los pirómanos de la Isla que les incapacite física y mentalmente para emprender nuevas fechorías.

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Un asesinato

El pasado domingo asesinaron a un hombre en el centro de Santa Cruz de Tenerife. Fue en la plaza de España. A esa hora –las nueve y media de la noche, aun con una temblorosa línea de luz en el horizonte – cientos de ciudadanos pasaban la tarde en la plaza y los paseos y calles próximas. Abuelos, jóvenes matrimonios con sus hijos, adolescentes en pequeños grupos, corredores que bufaban al empezar o terminar la tortura de la ruta anticolesterol. Al parecer – el hecho no es digno de mayores precisiones – un individuo se incorporó en un banco y se dirigió a un pelotón de jóvenes más o menos ociosos. Mediaron algunas palabras y un pibe le propinó un puñetazo. El agredido – un ciudadano italiano que frecuentaba el albergue municipal y que ocasionalmente trabajaba como guardacoches – cayó al suelo, sin sentido. Los jóvenes huyeron. Pocos minutos después llegó una ambulancia, pero el italiano ingresó ya cadáver en el hospital.

Por supuesto, no ocurre nada. Los niños sorben helados, los padres amenazan a los remolones que insisten en seguir jugando, los novietes se besan lentamente, los jubilados no renuncian a alimentar a las cochinas palomas. Y la insignificancia se prolonga en los medios de comunicación en los días siguientes. Intuyo que ya estamos casi preparados para el futuro. Por supuesto, se trata de casi un mendigo. Casi un indigente. Y extranjero. Probablemente sin familia conocida ni amigos íntimos en la ciudad. Pero no es un mal comienzo para embrutecernos como es debido. Ocurre aquí, en Santa Cruz, y no se trata de una turista a la que un psicópata le arranca la cabeza, por ejemplo, por esos sures enigmáticos. Es un asesinato –o si lo prefieren un homicidio – carente de cualquier elemento extravagante, de cualquier contexto que nos lo haga cómodamente ajeno, estrambótico, horroroso pero inofensivo. Es un crimen que se comete como quien tira una colilla a la calle o se rasca la cabeza en una esquina. Un crimen despreocupado, deliberado pero casual, plenamente moderno y digno de una ciudad moderna. Hasta cierto punto, un crimen fundacional. Aquí ya se mata entre pequeñas multitudes.

Entiendo que la carbonización de dos o tres mil hectáreas de monte a causa de un incendio muy posiblemente provocado es mucho más importante, llamativo, emocionante. La invisible vida de un sintecho no merece tanta atención. Está ahí, rellenando un hueco de nuestro mísero paisaje urbano, y después, en un segundo, ya no está. Visto y no visto. Limosneado y no limosneado. No lo echarán de menos los camareros, ni los heladeros, ni las hediondas palomas que cagan con tan hermosa saña sobre calles y estatuas. Pero para qué nos vamos a engañar. Sin los incendios tampoco se hablaría ni escribiría demasiado. El periodismo debería contestar esas preguntas, rellenar ese hueco antes de que se desdibuje la figura. Quién era, cómo llegó aquí, cual había sido su vida, cómo murió exactamente. Pero el periodismo hace siglos está esperando la pertinente nota informativa de la Guardia Civil o la Policía Nacional dormitando sobre el ordenador. Lloramos por los bosques calcinados mientras suena la grasienta ternura de Taburiente, y nos revolcamos ferozmente en la ceniza, pero el asesinato no interesa a nadie.

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Fuego

Fuego. Por Tenerife, La Palma y La Gomera corre, salta, brinca y se enseñorea el fuego de los incendios forestales. Cuando escribo esto uno de los incendios tinerfeños ha entrado en el Parque Natural del Teide por el municipio de La Orotava. A los canarios la destrucción del monte por el fuego nos exaspera. No solo por lo relativamente poco que queda: es una cuestión cultural y sentimental. Al fin y al cabo hace apenas cuarenta años éramos una sociedad básicamente rural. Y hemos perdido el entramado de valores y símbolos de una sociedad rural sin habernos convertido del todo en urbanitas. Una sociedad muda, sorda, desmemoriada y temerosa de la crítica y la innovación no es una sociedad plenamente urbana y carece de casi cualquier urbanidad. Cuando se quema el monte crepitan las almas, pero las almas no se suelen caracterizar por la lucidez, como los desalmados no se suelen distinguir por su bonhomía. Y entonces comienza el aquelarre.

El incendio se transforma, invariablemente, en una enorme hoguera en la que sacrificar a los dioses y demonios de la tribu. Cuando las llamas están en el máximo esplendor de la ruina y la devastación, cuando aun se está luchando angustiosamente por domeñarlas, hay que encontrar un culpable. Pirómanos, al parecer fueron pirómanos. Miserables. Habrá que quemarlos vivos. Sí, quemarlos vivos. Pero eso es lo de menos. Lo principal es el banquete metafórico con los políticos, faltaría más. Dimisiones. ¿Cuándo se van a presentar dimisiones? ¿Por qué han tardado dos o tres horas los hidroaviones y no llegaron, por ejemplo, a los diez minutos de producirse el conato? ¿Por qué no se ataja el incendio por el “franco izquierdo”(sic)? ¿Y estos caraduras? ¿Qué hacen ofreciendo una rueda de prensa, qué hacen ahí? O la reclamación intercambiable: ¿por qué no están ahí? Y ya puestos: ¿por qué no están en dos sitios de una vez, manada de gandules, ineptos, vendepatrias, cómplices de la ruina de nuestros recursos naturales?

Hace muchos años no se producía un incendio de esta magnitud en Tenerife. Y no ha sido por casualidad, sino por la labor que desempeñan los técnicos y el personal operario del Cabildo de Tenerife, debidamente equipados, que en colaboración con los ayuntamientos han desarrollado una labor técnicamente espléndida. Durante todos estos años, en primavera y otoño, en los montes y los barrancos isleños, se han retirado toneladas de escombros, de coches y electrodomésticos abandonados, de basura, detritus y material de construcción hecho trizas. No los dejan ahí ni los políticos, ni los técnicos de protección civil, ni el sadismo de los pirómanos. Esa mierda es nuestra y solo nuestra. Pero esa no la olemos. Como suele pasar con todos los desechos propios.

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Lucha de clases

A finales de los años setenta un grupo de estudiantes universitarios se manifestaban en las puertas de un salón en el que estaba programada una conferencia de la filósofa Agnes Heller. Llevaban una pancarta que agitaban entre pitidos: “Mejor un final horroroso que un horror sin fin”.  Cuando la profesora Heller llegó no pudo evitar leer la pancarta y se dirigió a los pibes. Con cierta timidez le contaron que les habían recortado las becas y varios de ellos se habían visto obligados a trabajar para pagarse la manduca o el alquiler de sus modestas habitaciones. Agnes Heller, que había sobrevivido de milagro al exterminio judío de los nazis y que no conoció una ducha y un desayuno calientes hasta bien cumplidos los veinte años, les explicó: “Trabajar y estudiar al mismo tiempo es duro, pero exageran ustedes un poco: no es un horror sin fin”. Y entró sonriente en el aula. Los estudiantes se quedaron un poco decepcionados, sinceramente.

Algunos afirman que la lucha de clases ha resucitado en España. Supuestamente la lucha de clases había sufrido un proceso de hibernación – congelada por el modesto Estado de Bienestar y el crédito bancario —  pero ahora se reactiva furibundamente. Tengo mis dudas. La lucha de clases –así le ocurre a cualquier concepto teórico – no es como una merluza que se pueda congelar o descongelar a placer. Una definición conceptual y operativa de clase resulta bastante más complicada que hace medio siglo. Los desempleados, por ejemplo, no son una clase y, como es obvio, no tienen conciencia de tal. La resurrección de la lucha de clases como espantajo simbólico más que como producto de un análisis político y sociológico forma parte de la ofuscación –entre colérica y esperanzada – de una parte sustancial de la izquierda del país. Aquellos que hablan de tomar el Congreso de los Diputados. Muy bien: entras en la Cámara Baja, transitas a oscuras por sus pasillos y llegas al hemiciclo, donde una pequeña multitud de manifestantes rompe a aplaudir entre lágrimas y sonrisas. ¿Y después? ¿Votación entre monarquía y república?  ¿Estatalización de la banca y los medios de producción? ¿Abolición de la deuda pública? ¿Pedir unas pizzas?  ¿Aplaudir al motorista cuando llegue con la peperoni por haber burlado a 500 policías y a una división acorazada? Sí, se trata de una paparruchada de tuiteros insomnes,  pero esta fantasía es, literalmente, el sueño pueril de un golpe de Estado. Cuando oigo a Cayo Lara proclamar que las manifestaciones y concentraciones de protesta deben transformarse – gracias a un mágico voluntarismo pseudorevolucionario – en instancias directas de poder político me quedo estupefacto. Pensar, o simular pensar, que la política de un país puede dirigirse y coordinarse desde las manifestaciones callejeras es solo un síntoma de la confusión, el oportunismo y la imbecilidad que hoy se enseñorean en amplios sectores de la izquierda española.

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Democracia intervenida

Desde un punto de vista fáctico, y hablando en puridad, Mariano Rajoy ya no es presidente del Gobierno español. Mariano Rajoy es una suerte de testaferro que gestiona con su equipo un conjunto de políticas económicas y fiscales impuestas desde los órganos de dirección de la Unión Europea cuyo cumplimiento será supervisado periódica y sistemáticamente. Como es obvio, las Cortes tampoco legislan en sentido estricto: su principal cometido, en los próximos años, consistirán en la convalidación de los decretos-leyes que, por lo general con cierta urgencia, les remitirá el Ejecutivo. Como el presidente ya se abrasará bastante con su propia política, no menudeará sus visitas al Congreso de los Diputados a fin de evitar críticas, diatribas y sofocones superfluos. El proyecto de la UE supone una cesión de soberanía estatal a favor de instancias federales o confederales superiores; algo muy distinto es la intervención de una economía, que tiene como correlato inevitable una democracia intervenida. Una situación que, tal y como expone José Fernández-Albertos en su muy recomendable libro, parte del premeditado aislamiento de la política económica respecto a las demandas de la ciudadanía y nadie sabe dónde termina, aunque cabe sospechar que en ningún lugar demasiado salutífero para los principios democráticos y los derechos cívicos que han costado muchas décadas conquistar y consolidar.

Lo realmente terrible de esta circunstancia es que las fuerzas de resistencia ante semejante catástrofe parecen, para decirlo con suavidad, más bien exiguas. Ciertamente decenas de miles de personas recibieron en Madrid a los obreros del carbón, entre aplausos y piropos, pero uno comienza a sospechar que más que compromiso político en esas manifas se practica una catarsis colectiva sin efecto alguno en el curso de los acontecimientos. Luego media docena de idiotas provocan un incidente policial y los cuerpos y fuerzas de Seguridad del Estado ya tienen pretexto para soltar patadas y porrazos con una seña que, hace un par de años, hubiera supuesto una fulminante solicitud de dimisión del ministro del Interior. Sí, soy pesimista. Y cuando leo algunas de las alternativas que se plantean desde sensibilidades dizque de izquierdas mi pesimismo empieza a transformarse en desolación. Observen ustedes las propuestas de una Asociación de Inspectores Fiscales para aumentar la recaudación. Estos técnicos de buen corazón apuntan, por ejemplo, que la reducción de la economía sumergida “en diez puntos” supondría una recaudación fiscal de nada menos 38.577 millones de pesetas. Pero, hombre, hombre, si tú obligas a aflorar fiscalmente la economía sumergida, la mayoría de los negocios que reptan por esas alcantarillas se extinguirían. Porque la mayor parte de las actividades de la economía sumergida tienen ese margen de rentabilidad que las convierte en interesantes a sus desaprensivos muñidores, precisamente, en eludir cualquier responsabilidad tributaria. Con estos fantasiosos placebos nos consolamos mientras se construye a martillazos, sobre la espalda de la mayoría, un modelo social depredador, encanallado y brutal cuya legitimidad democrática se evapora entre telediario y telediario.

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