machismo

Arte, pasado, misoginia

Las protestas (supuestamente feministas) ante la exposición Poesía y pintura. La tradición canaria del siglo XX, financiada por el Ejecutivo regional y comisionada por Andrés Sánchez Robayna y Fernando Castro Borrego, rezuman confusión y trivialidad. Habría que empezar señalando que una exposición es, al mismo tiempo, una interpretación. Las exposiciones – y en especial aquellas que se definen programáticamente desde un principio – son siempre interpretaciones más o menos argumentales de sus promotores o sus comisarios. Y esta no es, estrictamente hablando, una exposición historicista. Su objeto no consiste en reunir a los mejores talentos literarios y plásticos de la modernidad canaria sino registrar valorativamente, tal y como señalan Andrés Sánchez Robayna y Fernando Castro Borrego, a aquellos poetas y pintores que articularon un imaginario simbólico compartido a través de una red de relaciones a veces sólidamente evidentes y otras sutiles y esquivas. Para los profesores Sánchez Robayna y Castro Borrego solo tres mujeres artistas han compartido ese repertorio simbólico, basado en un concepto (y una praxis) moderna, modernista y luego vanguardista de la imagen: Maribel Nazco, María Belén Morales y Maud Bonneaud. Sospecho que es una decisión excesivamente limitativa incluso desde sus premisas, pero se me antoja disparatado tachar la muestra como una deplorable exhibición de misoginia. Otra cosa es que a uno le guste o no. Personalmente estimo que es una muestra bastante desafortunada, conceptualmente endeble, precipitada y al borde de la irrelevancia. Pero la ausencia y presencia de mujeres entre las figuras convocadas nata tiene que ver con este pequeño desastre.
En realidad es necesaria una verdadera inmersión en la más profunda ignorancia para lanzar semejante acusación a ambos catedráticos. Sin entrar en excesivo detalle, basta recorrer las brillantes páginas que le ha dedicado Sánchez Robayna a Sor Juana Inés de la Cruz o a María Zambrano para evitar el ridículo charloteo sobre la misoginia de uno de nuestros principales poetas y críticos literarios. Porque la embobada polémica sobre la exposición  Pintura y poesía es una manifestación más de esa ideología de género que, con un espíritu imperialista satisfecho de sí mismo, pretende infectar cualquier espacio público e imponer una absurda, pazguata y desinformada jerarquía valorativa. El hecho de que la Dirección General de Cultura del Gobierno autonómico se haya apresurado a afirmar que se trata de una situación “que será corregida de inmediato” solo se entiende desde la ignorancia común entre altos cargos y escandalizados críticos. ¿Quién la va a corregir? ¿Se echarán a un bombo una veintena de nombres de escritoras y artistas para que el azar elegida a las más meritorias? ¿Qué porcentaje de mujeres debe alcanzar la exposición para que la misoginia se disuelva en la buena voluntad de género? ¿Quizás un mínimo del 50%?
Los criterios que informan la muestra importan un bledo a los escandalizadores. Deberíamos entender que nuestra sociedad, la sociedad canaria, ha sido pobre, muy pobre, y que todavía en los años sesenta más de un 30% de los isleños padecía analfabetismo. Los escritores, pintores y escultores de la vanguardia histórica en Canarias – para no hablar del romanticismo o del modernismo – eran una exigüa minoría dentro de una minoría social compuesta por las élites agroexportadoras y las muy estrechas clases medias urbanas. Y como nadie ignora en esa ínfima minoría cultivada que se dedicaban a la creación artística en una sociedad azotada por la hambruna, las enfermedades, la ignorancia y el caciquismo la presencia de las mujeres – sometidas a una vida dependiente y subalterna en lo político, lo jurídico, lo social y lo cultural – resultaba casi irrelevante. Esa es la otra clave de su escasa relevancia numérica en una exposición como la que se ha podido ver en el TEA: no  un imaginario supremacismo machista de los comisarisos, sino las atroces injusticias del pasado que transformaba casi siempre a las artistas y escritoras en figuras estrafalarias y esquinadas.

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Despertar de la pesadilla

“Algo estamos haciendo mal”, le escuché a un cargo público anonadado por un nuevo caso de asesinato machista en Canarias en menos de quince días: un individuo que, según confesión propia, mató a su pareja e incendió la casa donde, al parecer, convivían. No basta, claro está, con el grotesco consuelo de la sanción moral y la protesta ceñuda minutero en mano, y menos aun quizás con ese amuleto según el cual nos enteramos de más barbaridades porque ahora se denuncian y antes no. La violencia de género – vamos a llamar así a la violencia física y psicológica que ejercen hombres sobre sus parejas y exparejas mujeres – es un horror moralmente insoportable que ya no basta con considerar grave y relevante: debe convertirse en prioritario en la agenda política de todas las administraciones públicas españolas. Simplemente esta no es una sociedad soportable, civilizada, tolerante y tolerable, si la mitad de la población todavía debe soportar distintas discriminaciones  por su sexo y es víctima potencial de una violencia asesina que se cobra decenas de vidas todos los años. Esta indignidad nos envilece a todos. Esto es una pesadilla y debemos despertar de una vez.
Son imprescindibles mayores recursos financieros para unas políticas públicas más potentes, más transversales, más y mejor conectadas entre los distintos niveles de la administración. El Instituto Canario de Igualdad (antiguo Instituto Canario de la Mujer) ha visto recortados sus recursos económicos y técnicos miserablemente a lo largo de la última década. Al ICI se le trata lo mismo que muchos hombres tratan a demasiadas mujeres: como una cuquería a la que se mantiene porque limpia la conciencia a cambio de un puñado de euros, pero al que no se presta puñetera atención. Lo mismo ha ocurrido en el Gobierno central, y a las transferencias presupuestarias a las comunidades autonómicas, y todavía debe soportarse a hijuelas del PP como Asier Antona impartiendo lecciones sobre políticas sociales. Son imprescindibles más técnicas y técnicos cualificados en los distintos ámbitos (educación, psicología social, economía, pedagogía) para contar con los profesionales mejor formados para cada programa, cada iniciativa, cada proyecto.
Y es imprescindible también, por último una revisión crítica de todas las herramientas legales y normativas, las propuestas y los modelos de intervención acumulados por la experiencia: desde la Ley Integral contra la Violencia de Género hasta los programas municipales y detectar errores, contradicciones, solapamientos. Algunos creemos que lo que debe priorizarse es, precisamente, el acceso al mercado de trabajo por las mujeres y la igualdad de oportunidades y de condiciones laboraes entre ambos sexos. Porque en general – y con todas las matizaciones y las reservas que se consideren necesarios – a una mayor dependencia material y económica mayor vulnerabilidad. La autonomía material del ser humano es la primera condición – no desde luego la única – para decidir sobre sus propias opciones vitales, para respetarse y para ser respetado. Por supuesto que vivimos en una estructura social masculinizada y que el imaginario de nuestra sociedad es todavía referencialmente masculino y patriarcal. Nadie duda de la imperiosa necesidad de una educación en valores fundamentada en el respeto y la igualdad. La correlación entre femenización de la pobreza y aumento de los asesinatos y malos tratos quizás no establezca una relación de causalidad, pero sí una patología social con una base en el nivel de ingresos y expectativas vitales.  Solo con mujeres libres y soberanas se podrá vivir un día en una sociedad libre y soberana, autónoma y crítica, democrática y digna y para todos y todas,

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Azúa como pretexto

Me sentí ligeramente defraudado cuando Félix de Azúa  descalificó a Ada Colau al decir que su lugar estaba despachando pescado y no gobernando el ayuntamiento de Barcelona. Azúa dispone de muchos más recursos – solo hay que conocer mínimamente su espléndida obra literaria, en la que el rigor verbal es rasgo característico – para definir los graves límites de la señora Colau como alcaldesa, cada vez más evidentes. Pero lo realmente impresionante ha sido la réplica. Circula por ahí una desmesurada y un punto ridícula solicitud  para que la Real Academia de la Lengua expulse a Félix de Azúa , avalada ya por un montón de miles de firmas. Casi todos aquellos que han insultado a Félix de Azúa en los últimos días tienen algo en común: desconocen absolutamente quién es. No tienen ni la más puñetera idea de su trabajo como escritor, intelectual y profesor universitario. Por lo que se lee por las redes sociales los ofendidos – y especialmente las ofendidas — por la ocurrencia contra Colau creen que están tratando con una suerte de Fernando Vizcaíno Casas nacido casualmente en Cataluña. La infautada tontería de la alcaldesa la ha llevado a publicar su expediente académico, gracias a lo cual se ha podido constatar que ni siquiera terminó la carrera. No es necesario disponer de un doctorado en Economía y uno en Derecho – como tenía el último gran alcalde de Barcelona, Pascual Maragall – para gobernar una capital de cuatro millones de habitantes. Pero si la acumulación de títulos no garantiza la solvencia gestora los discursos y los hechos sí demuestran palmariamente la ignorancia, la falta de proyecto político y la voluntad inequívoca de control social del colausismo. Colau está utilizando este incidente – obviamente menor, trivial – para ejercitar el músculo de su marketing político con el método que mejor conoce: el víctimismo operativo, el presentarse como una heroína anstisistema y por eso mismo vituperada y despreciada, la política entendida como gesticulación incesante.
Azúa ha enseñado a varias generaciones de universitarios españoles–mujeres y hombres– a pensar críticamente no solo los fenómenos estéticos y sus contextos históricos, sino todo lo que merece la pena llamar cultura. Ha escrito novelas memorables sobre las trampas de la fe ideológica y las miserias insalvables del arte y la literatura, y su poesía rara vez defrauda a un lector inteligente. Una figura como la de Félix de Azúa dignifica culturalmente un país. Ha tenido el coraje suficiente para denunciar contundentemente a un nacionalismo avasallador y emprender una nueva vida al entrar en una vejez espléndida.  Suponer que todo eso desaparece como por ensalmo porque se permitió un insulto errado y poco eficaz  es pueril, sencillamente. Pero ahora mismo, en este país, cientos de miles de personas están dispuestos a creerlo. A creerse que esto es una batalla entre malos y buenos, y los suyos, por supuestos, son los buenos, y los malos, no hace falta mayores precisiones, son los otros, a los que no hace falta ya reconocer, sino conocer simplemente. Este guerracivilismo de la indignación, de la queja, de las unanimidades tuiteras y la burla infinita al otro nada tiene que ver con una ciudadanía activa, crítica, insatisfecha, exigente y responsable.

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Una patología social

Hace poco un programa de televisión que no suelo ver (Salvados) dedicó su tiempo a la explotación de niños y adolescentes en Asia por grandes firmas de ropa norteamericanas y, sobre todo, europeas, sin excluir, como es obvio, a las españolas. Los únicos que hicieron más ruido que las plañideras indignadas fueron aquellos que señalaron las virtudes de este modelo de explotación neocolonial por empresas de capital globalizado y dotadas de una estrategia de deslocalización permanente. Estos realistas venían a decir que sin trabajo en los talleres textiles los niños y adolescentes asiáticos morirían de hambre o, en todo caso, sufrirían unas condiciones de vida todavía peores. Insistían en que, gracias a Inditex y otras bienaventuranzas, poco a poco aumentaría el consumo interno, se incrementarían los salarios, se formaría una clase media democratizadora que construiría o fortalecería una sociedad moderna. Es muy sorprendente. Al parecer el desarrollo libre y natural del capitalismo conduce invariablemente al bienestar generalizado y al Estado democrático. Y de eso nada, por supuesto. Es muy recomendable la lectura de una investigación historiográfica impresionante, El imperio del algodón. Una historia global,  de Sven Beckert,  para demostrar que el paso del capitalismo de guerra (basado en mano de obra esclava) al capitalismo industrial (basado en mano de obra más o menos remunerada) requirió tanto de luchas y revueltas como de la colaboración sistemática de los nacientes Estados liberales. Y de la misma forma el capitalismo industrial no prohijó los derechos laborales ni el voto democrático ni los servicios sociales y asistenciales propios del Estado contemporáneo. Los derechos políticos y sociales han sido el resultado de  un combate terrible y complejo entre las fuerzas del trabajo y los intereses del capital, sostenido durante muchas décadas a través de avances y retrocesos, empleando inteligencia, sacrificios, tenacidad, sentido de la dignidad, organización y liderazgo.
Con las condiciones políticas, sociales y laborales de la mujer en nuestra sociedad  ocurre exactamente lo mismo. Las Constituciones democráticas no transforman inmediatamente la realidad, las leyes no son sortilegios que basta pronunciar para que sean cumplidas. Si así fuera no se asesinaría cada cuatro o cinco días a una mujer en este país por el hecho de serlo. Hay que repetirlo: por el hecho de ser mujer y no por ninguna otra razón, y eso es lo miserable, lo terrible, lo intolerable. Si cada tres o cuatro días se asesinara a un musulmán, a un otorrinolaringólogo o a un señor pelirrojo un pasmo furibundo recorrería todas las esquinas del mundo social y se exigirían medidas ya y más medidas mañana para acabar con esa salvaje conspiración. Que las asesinadas sean mujeres, en cambio, solo produce una apesadumbrada indiferencia, y esa aceptación, por más que está enraizada en cierto malestar, señala una patología moral supurante en la sociedad española. Más recursos económicos y técnicos contra la violencia femenicida, más esfuerzos programáticos y lucidez docente para la educación en valores desde la primera infancia, más reformas legales y reglamentarias (para igualar los permisos por maternidad y paternidad, por ejemplo) y más inversión en guarderías públicas con el objetivo que la carrera laboral de las mujeres no contemple el desgarro entre la ambición profesional y el cuidado de los hijos. Estamos embadurnados de sinrazones y estupideces cotidianas que continúan trasmitiendo jerarquías y estereotipos insoportables. Acabo de contemplar, por ejemplo, a un ciclista que, después de ganar la carrera es premiado con besos y sonrisas por una azafata minifaldera, como ocurría en los torneos mediavales, en los que las más bellas coronaban a los más fieros vencedores.  Por eso lo imprescindible es activar el compromiso de todos contra ideologías legitimadoras y hábitos culturales machistas, porque esto es un problema común de mujeres y hombres si se prefiere vivir una vida civilizada y digna y compartir las maravillas y pesadumbres del mundo. Lo que no se comparte no existe.

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Pobreza y dependencia en la raíz de la violencia machista

Cada cinco o seis días muere una mujer víctima de la violencia doméstica en España.  ¿Saben por qué elegido esta frase? ¿Por qué, por ejemplo, no escribo asesinada por un hombre? Bueno, porque a los periodistas nos enseñaron (con peor o mejor fortuna) que hasta que no exista una sentencia, y salvo casos de una demoníaca obviedad,  no podemos hablar de asesinato o de homicidio. ¿Y violencia doméstica en lugar de violencia machista? Reconozco que es un diminuto pero inútil intento de aplacar la indignación moral – justificada – para pensar mejor. La indignación moral, tan elogiada y jaleada en los últimos años como incontrovertible valor cívico, no puede pretender ser un sistema ético, y menos aun un sistema ético con respuestas para todo amasadas con maximalismos inacabables. ¿Podríamos intentar indignarnos menos y a la vez pensar, analizar y proponer algo que mejore esta situación, que ponga dique y luego reduzca este río de sangre que no cesa de manar? ¿Es posible que deje de graznar esa colaboradora de la SER que ahora mismo escucho, a mi pesar, y que explica que mirarle el culo a una ciudadana en el metro es una agresión machista, cuando anteayer detallaba en antena como se comería a Rusell Crowe con papas fritas empezando, hummm,  por sus bíceps y sus tetillas? Es imposible avanzar en este pantano humeante de exasperación, juicios morales, condenas fulminantes, generalizaciones sobre el género masculino y antropología recreativa que acaba con un coro sulfúrico dispuesto a dejar bien claro que nada tiene remedio y que las mujeres viven en un infierno cotidiano. No los viejos mal atendidos, los enfermos crónicos o los niños desescolarizados, sino las mujeres. Las mujeres en general. Todas y cada una de las mujeres. Pero no es así. El sexo, aisladamente,  no deviene en el principal factor de origen del maltrato: es el sexo en un contexto de valores masculinos y masculinizados y, sobre todo, en un ámbito socioeconómico de desigualdad, pobreza y exclusión. Más del 85% de los asesinatos anuales se producen en esos espacios sociales de conflictividad y pauperismo. Es muy raro que maridos, compañeros o novios asesinen a catedráticas universitarias, odontólogas, físicas nucleares, consejeras delegadas de grandes empresas o diputadas.

Se deberían estudiar con mayor detenimiento – y proyectar y debatir esos estudios – las raíces económicas de la violencia de género. La expulsión del mercado laboral como ejército de reserva para la contratación temporal, la precarización del empleo, la diferencia de salarios entre mujeres de hombres y en definitiva la feminización de la pobreza en el último lustro, con el regreso o el reforzamiento de la dependencia económico y social respecto al varón, probablemente facilite el incremento de la violencia asesina y los malos tratos. La disminución de más de un 60% de los fondos públicos a políticas y programas de prevención y de ataque contra la violencia de género desde 2012 por el Gobierno español  –reproducida más o menos en todas las comunidades autonómicas – no puede haber sido irrelevante. Algunas particularidades de la ley 1/2004 de Protección Integral contra la Violencia de Género o en general de nuestro derecho procesal tampoco. Estas muertes no son una maldición bíblica ni forman parte de un orden biológico aterrador o un dominio simbólico inmanejable por una sociedad democrática, Pueden y deben evitarse con voluntad política, diagnósticos sociales y económicos apropiados, propuestas claras y abandono (también)  de las cursiladas y los tremendismos de   lo  políticamente correcto.

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