Pablo Iglesias

Ruina y silencio

El próximo día 31 la dirección de Podemos ha convocado una manifestación que no tiene otro objeto que sí misma. Una exhibición de fuerza para demostrar su capacidad de movilización y anunciar la buena nueva del comienzo del fin del régimen. Entiendan ustedes régimen (como la expresión casta) según prefieran. Como ha apuntado algún agudo analista, Podemos no vende un partido, ni siquiera se compromete con un programa concreto y específico, sino que ofrece un relato, según las más novedosas técnicas del marketing político, y para que todo el mundo lo comprenda y comparta y jalee, se trata de un relato de naturaleza básicamente alegórica y de una simplicidad a menudo catecuménica. Estoy convencido de que tendrán éxito.
Se me antoja improbable que se avizore al final de ningún régimen, aunque las elecciones autonómicas y locales – seguidas al cabo de apenas medio año por las generales – agudizarán la crisis política e institucional en España y en Canarias. Lo que se avecina, según todos los estudios demoscópicos, es una crisis de gobernabilidad fruto de una fragmentación de los mapas electorales a todos los niveles, no la III República ni la socialdemocracia sueca ni la lectura obligatoria de Thomas Piketty en los parvularios. Obviamente Pablo Iglesias y sus compañeros no lo ignoran y es predecible que gestionen la inestabilidad política a favor de sus propios intereses inmediatos, no que la eviten. Si el PSOE opta por incorporarse a un Gobierno con el PP, está muerto; si los socialistas apoyan a un Gobierno presidido por Iglesias, está acabado. Podemos ha crecido movilizando a abstencionistas y devorando la base del PSOE – cada vez más erosionada desde mediados de los años noventa — en las clases medias urbanas. El tripartito que se dibuja en lontananza será un instrumento para acabar de desollar el rabo de los socialistas y quedarse con los restos – aun golosos – de lo que fue su patrimonio político-electoral. Para Podemos, por tanto, las próximas elecciones son muy relevantes, pero no sustanciarán su objetivo último, que es, como ocurre con cualquier otra fuerza organizada, la llegada al poder. Cuando se les pregunta a los podemistas más serios y mejor informados sobre su programa político responden con una contestación sincera, pero muy preocupante: depende de la relación de fuerzas. El programa, por lo tanto, es una suerte de work in progress, una operación en curso permanentemente renovable, y no un compromiso nítido, coherente y cerrado. Como suele ocurrir con los partidos revolucionarios.
En Canarias, por supuesto, se desconoce totalmente cuál es el diagnóstico político y económico del país que maneja Podemos y el programa de gobierno que considera imprescindible aplicar en los próximos años en una situación de crisis global enquistada en un sufrimiento social espeluznante. Y así estamos: entre un sistema político que amenaza ruina y una alternativa que, envuelta en un estruendoso silencioso, se alimenta taimadamente de los mismos escombros y tienda a transformar la indignación en un chucho amaestrado.

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Hacer política no es tener razón

Quizás los más emocionados con el miedo (verdadero o falso) que produce una hipotética victoria electoral de Podemos sean los simpatizantes de Podemos, y ni siquiera sus promotores fundacionales. En las encuestas los ciudadanos consultados parecen exactamente jugar a generar miedo a los partidos del establishment político, desde el PP a IU: mayoritariamente no confían en que Pablo iglesias y su germinal organización cuenten con un programa político coherente y bien definido, incluso viable, pero les votarían y así lo expresan porque sus vais a cagar. Personalmente me entusiasma la imagen de Iglesias recibido por Felipe VI y  saliendo de palacio con el encargo de formar gobierno. El profesor Iglesias como presidente del Gobierno constituiría una simpática enmienda a la totalidad del análisis político que sostiene el discurso de Podemos, según el cual en el Estado español la democracia es una indigna fantochada. Como según sus documentos Podemos descree de la reforma del sistema político y las instituciones públicas si no es mediante la apertura de un proceso constituyente,  sería magnífico comprobar como se las arreglan para consensuar una nueva Constitución única y exclusivamente consigo mismos, porque a buen seguro no tolerarían contaminarse con conservadores, liberales socialdemócratas, reformistas, nacionalistas, regionalistas y demás ralea.
Si las expectativas electorales de Podemos siguen creciendo no es porque sus propuestas resulten irresistiblemente convincentes para muchísimos españoles, sino porque en el ecosistema político del país no se vislumbra ninguna alternativa verosímil que ataque resolutivamente el desempleo, la pobreza, la desigualdad, la destrucción de los servicios públicos, la corrupción política y el abuso de poder. Ninguna. Al contrario: la corrupción, el empleo inestable y mísero, el paro, la crisis fiscal y la desarticulación del Estado de Bienestar, lejos de ser problemas coyunturales, son el resultado inevitable de las políticas económicas y fiscales que se han transformado en una ortodoxia pontifical. Se ha confiando cínicamente en la infinita capacidad de aguante y resignación de los ciudadanos en una democracia progresivamente jibarizada y los ciudadanos han recordado que les queda una carta potentísima, que es su propio voto. Estas circunstancias elementales no le restan un ápice de valor e inteligencia a los impulsores de Podemos como proyecto político bastante más abierto de lo que muchos niegan y muchos menos experimental que lo que sueñan sus afiliados. Iglesias y compañía ya han demostrado todo los votos que se puede atesorar como fuerza de oposición. Para ser un partido de gobierno debe ganar credibilidad no como vocero del malestar, sino como un gestor público convincente, democrática y eficientemente, y eso la gente tiene que verlo. Hacer política no es tener la razón. Ni siquiera de vez en cuando.

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La casta de Podemos

A la pregunta de si Podemos tiene futuro como fuerza política la única respuesta que no se me antoja pura nigromancia es sencilla: Podemos durará lo que la gente quiera. Y la gente (muchos cientos de miles de ciudadanos) quiere marcha. El equipo fundador del invento, encabezado por Pablo Iglesias, ha tenido el pasado fin de semana en Vista Alegre un paseo militar (con perdón) entre aplausos enfervorizados y un conato de oposición interna ha quedado sumergido –aunque no asfixiado — en el entusiasmo general. No creo que Iglesias, Monedero y Errejón tengan mayores dificultades en implantar como modelo político- organizativo ese centralismo democrático, de matriz indisimulablemente leninista, que supuestamente sacrifica la participación en la toma de decisiones a favor de la eficacia. Un leninismo 3.0 que, como es obvio, no se extiende a la oferta programática de Podemos, que se mantiene en un nivel de abstracción lo suficientemente vago para no espantar a ningún elector potencial céntrico, centrista o centrado. Los círculos, por sí mismos, no pueden acceder a una lúcida conciencia democrático-revolucionaria, que solo se articula y cristaliza estratégicamente en el seno de la dirección del partido. Slavoj  Zizek defendió el argumento de Matrix como una acertada metáfora de la civilización del capitalismo tardío; pues bien, la selva de círculos de Podemos podría considerarse un matrix de asambleas, reuniones, propuestas y críticas que transcurren en una realidad esencialmente simbólica, ficcional, desiderativa. Lo real, es decir, las verdaderas decisiones políticas, como no presentarse a las próximas elecciones municipales, quedarán en manos de un reducido grupo de dirigentes más o menos profesionalizados.
Más vale no concretar demasiado en asuntos como el aborto, o la reforma de la estructura del Estado o las relaciones con la UE – aunque tengas cinco eurodiputados – para no intranquilizar a nadie. Más vale no citar demasiado la palabra izquierda y en cambio referirse más de una vez a la patria (mancillada). Más vale no decirle a los círculos que sus propuestas son respetables, pero que no pueden ser aprobadas e incorporadas a ningún acervo en virtud de su propia convicción. Más vale insistir en que el liderazgo es una pesada carga que se asume por razones de eficiencia política y no por un pecaminoso exceso de testosterona. La incongruencia de eludir concreciones programáticas y simultáneamente estigmatizar cualquier tentación de pacto y consenso se disuelve en la retórica del asalto al cielo, una pedantería pueril de profesor asociado que se aplaude y jalea desde una minoría de edad que se concede el público para disfrutar de diez minutos de catarsis peatonal.
Más vale, en definitiva, que los seguidores, afiliados y simpatizantes de Podemos no se den demasiada cuenta de que se está constituyendo un partido político. Uno de esos odiosos partidos que representan el más sórdido obstáculo para que la gente no se empodere hasta independizarse de su propio subconsciente, donde también habita el Estado y las complejas trampas del deseo urdidas por el capital.
El triunvirato que dirige y controla la más reciente experiencia política española quedará ungido como la verdadera casta de Podemos durante esta semana. Su principal objetivo es mantener la ficción de un movimiento político plural, autónomo y autogestionado hasta alcanzar el poder.

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Con IU no Podemos

Cada día siento una mayor admiración por los impulsores de Podemos, que demuestran una inteligencia política y una astucia estratégica poco menos que intachables. Ayer Pablo Iglesias, referente fundamental y grímpola televisiva de Podemos, descartó definitivamente cualquier pacto político-electoral con Izquierda Unida, para desolación de Alberto Garzón y otros compañeros obsesionados por el cortejo. Iglesias explicó – de veras, es para quitarse el sombrero – que su objetivo no es  confluir en un frente de izquierdas, sino estimular y encauzar “la unidad popular”. Por supuesto, lo que vote finalmente esa unidad popular es un asunto lateral al que Iglesias no se quiso referir. Ya no sirven las decisiones que toman “dirigentes políticos en un despacho”  ni los pactos “por arriba”. Lo fascinante de las declaraciones de Iglesias es que dibujan implícitamente las verdaderas razones por las que los promotores de Podemos no quieren saber absolutamente nada de IU.
Con el uso de esas expresiones derogatorias (“acuerdos en despachos, pactos por arriba”) Iglesias alude, como es obvio, a la coalición que encabeza Cayo Lara, no a su plataforma política. Podemos no pactará con Izquierda Unida porque las encuestas demuestran que no necesitan semejante acuerdo. Es más: podría ser contraproducente para los intereses de Podemos, porque la vincularía con un partido del establishment, con su herencias, sus derrotas, sus debilidades y contradicciones. El principal patrimonio de Podemos es la novedad o, si se quiere, la inocencia política y, sobre todo, histórica. Están libres del pecado mortal de la gestión y por eso tiran piedras evangélicas y las que se les devuelven apenas les afectan.  Demasiado sabe Pablo Iglesias – que fue no hace tantos años asesor de IU – que cualquier acuerdo con Podemos no dependería de un ukase de Lara o Garzón, sino que  se vería sometido a discusión y votación en los órganos de representación y dirección de la coalición nucleada alrededor del PCE. Pero para justificar sugestivamente su negativa el profesor Iglesias tiene que caricaturizar a Izquierda Unida como si fuera el Partido Liberal Fusionista de don Práxedes Mateo Sagasta.
Y atención: Podemos todavía no ha celebrado su asamblea o congreso fundacional que lo transformará, Íñigo Errejón mediante, en una organización política con estructura propia y reglamentos definidos, y sin embargo, su modesto portavoz ya ha sentenciado con claridad meridiana que con IU, ni a la esquina, porque las esquinas, gracias a Podemos, ya están a reventar con gente empoderándose de lo lindo. Empoderándose básicamente para votar a Pablo Iglesias

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El éxito presente y el futuro problemático de Podemos

En mi colegio electoral, abierto en pleno centro de Santa Cruz de Tenerife, una zona de apabullante mayoría de familias de clases medias, Podemos fue la segunda fuerza más votada. Estuve un buen rato ahí y no detecté cerca de las urnas a ninguna turba de facinerosos con la hoz y el martillo entre los dientes. En Canarias Podemos consiguió el cuarto puesto en las elecciones al Parlamento Europeo, el pasado 25 de marzo, con 62.371 votos y un 10,99% del total de votos emitidos, aunque es interesante señalar que  casi 40.000 de esos sufragios los recogió en la provincia de Las Palmas, y la mitad de los mismos, en la capital grancanaria. Fueron unos resultados espléndidos, pero en la estupefacción que han generado se han colado lecturas ligeramente distorsionadas. La versión local de esa categoría maldita (el bipartidismo) es, en la jerga habitual de la izquierda isleña, el tripartito, es decir, PP, Coalición Canaria y el PSC-PSOE. Como cabía esperar la trompetería desplegada por la pronunciado desgaste del PP y el PSOE a nivel nacional, que no consiguieron sumar el 50% de los votos, calló en el Archipiélago, donde los tres partidos mayoritarios sufrieron un evidente desgaste, pero sumaron casi 340.000 papeletas, es decir, el 57,79% de los sufragios.  Más significativo aun es la evidencia que las opciones de izquierda no han crecido globalmente en España: solo se ha fragmentado. Y, por supuesto, la escandalosa abstención, que superó el 62% (la más alta del Estado español) no mereció más que un comentario residual. La abstención siempre pasa a ser un asunto menor cuando uno cosecha buenos resultados en las urnas.
Lo más sorprendente es que Podemos – que terminó ganando cinco eurodiputados – no era, en las vísperas del 25 de marzo, absolutamente nada. Espero que no se tome esta consideración como una grosería derogatoria. Simplemente se intenta señalar que Podemos carecía prácticamente de estructura organizativa ni implantación territorial. Sus mismos artífices han admitido que se inscribieron como partido político “por imperativo legal”, es decir, para cumplimentar un trámite normativo que les posibilitase participar en las elecciones. En Tenerife el Círculo Podemos no comenzó tímidamente su actividad hasta el mes de febrero en una cafetería lagunera en la que apenas se solía reunir una quincena de ciudadanos. En estas condiciones es lícito afirmar que Podemos se presentó a los comicios europeos porque eran los únicos a los que, dada su irrelevancia organizativa, podían presentarse razonablemente.
Los proyectos políticos rara vez nacen espontáneamente como champiñones bajo la lluvia de primavera. La épica de una marea de la Historia que irrumpe desde el seno embravecido del pueblo para inundar y destruir los palacios del poder quema las neuronas, pero no calienta ni madura proyectos políticos. Podemos es un inmejorable ejemplo de una iniciativa que toma una reducidísima minoría – en este caso un grupo de profesores de Ciencias Políticas y ciudadanos de intensa militancia en organizaciones de izquierda  y movimientos sociales–  y  cuyo conocimientos empíricos les indica un nicho electoral potencialmente importante.  En su génesis estaban plataformas como Jóvenes Sin Futuro y partidos como Izquierda Anticapitalista cuya dirección articuló discretamente (y a espalda de sus bases) la gestión organizativa de la candidatura. En el núcleo duro figuran,  entre otros, Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero, Miguel Urbán e Iñigo Errejón. Es un proyecto creado verticalmente de arriba abajo aunque refrendado con el apoyo (y la adhesión) de grupos y grupúsculos de entidades y ciudadanos, multiplicados desde la noche del 25 de marzo. Sus dos mayores bazas eran – en gran medida siguen siendo – la popularidad de Pablo Iglesias como figura destacada en tertulias televisivas y un uso dinámico e inteligente de las redes sociales.  Y el nicho de votos en las castigadas clases medias y trabajadoras empobrecidas – cuando no excluidas socialmente – por la recesión económica que ya no confían en el carácter reformista del PSOE, Izquierda Unida se les antoja un partido clásico o consideran, simplemente, que en el vigente sistema político e institucional su situación no puede mejorar, si no ocurre lo contrario.
Confieso mi ignorancia – ampliamente compartida por lo visto – sobre los autores últimos de su programa electoral, que incluye propuestas como jubilación a los sesenta años, nacionalización de grandes empresas y auditoría de la deuda externa entre otros unicornios inofensivos o peligrosos. En esta lista maravillosa de regalos a nosotros mismos  subyace un relato de sencillez catecuménica: unas élites políticas, financieras y empresariales nos han robado lo que es nuestro, lo que nos corresponde, lo que nos merecemos, y no podemos permitirlo. En algunos aspectos (los menos) la música programática suena como un aggiornamiento de la socialdemocracia clásica; en otros (los más) es evidente un heavy metal antiestablishment. Pero su mensaje político-electoral insiste más en lo segundo que en lo primero. Haciendo gala de una brillantez táctica innegable sus dirigentes (y señaladamente Pablo Iglesia) han desideologizado su mensaje básico. Pese a su constatable compromiso profesional e intelectual con opciones de izquierda y revolucionarias dentro y fuera de España Iglesias y sus compañeros de viaje han deseinfectado su lenguaje de retóricas y tics doctrinales para abrir la base electoral de su opción con un éxito bastante rotundo: la mayor parte del voto a Podemos procede del PSOE y de IU, a los que sumaron abstencionistas habituales. No se habla de derechas o izquierdas: el nuevo eje explicativo es el ejemplificado con la expresión “los de arriba y los de abajo”.  La importación de una expresión, la casta, procedente de Italia y popularizada ahí por Beppo Grillo al frente del movimiento Cinco Estrellas, ha gozado de singular fortuna. La casta resulta una expresión vacía de un contenido conceptual preciso, pero con un impacto emocional innegable y lo suficientemente polisémica (o ambigüa) para que todo el mundo vea en ella lo que prefiera. Y esa ambigüedad, en realidad, deviene imprescindible para la expansión de Podemos como oferta política en el mercado electoral español. Lo explicaba muy bien Iglesias cuando, en una reunión política, un joven le pedía que en sus intervenciones televisivas se refiriese sin ambages al capitalismo como un sistema de dominación política y económica de carácter criminal. “Si yo digo eso en la tele”, le replicó pacientemente el profesor de Ciencias Políticas, “el espectador me consideraría un friki…Hay que adaptar el lenguaje para que la gente lo entienda…” Algunos podrán considerar que lo que expone Iglesias es un ejercicio de pedagogía política, pero creo más acertado caracterizarlo como un astuto mecanismo de marketing político y, sobre todo, electoral.
El reto que espera a Podemos en los próximos meses es formidable porque el funcionamiento de un partido asambleario resulta terriblemente complicado, inestable y costoso en término de construcción de acuerdos y mayorías. La experiencia acumulada demuestra que el asamblearismo es un espacio propicio para las escisiones, las rupturas, el descontrol, el aplastamiento de las minorías o la cooptación de voluntades. Iglesias y sus adláteres han ganado el primer asalto: los círculos (o asambleas) les han concedido la potestad de diseñar su modelo organizativo y su congreso fundacional. Lo han podido hacer por dos razones: porque los dirigentes están mejor organizados que las bases y porque están bendecidos por el éxito electoral. Esto último, y su papel de partido nuevo e inocente que no se ha manchado las manos explica, asimismo, que para sus votantes (y no solo) cualquier crítica a Podemos se disuelva en una sonrisa irónica, en una absolución cómplice. La base socioelectoral de Podemos – ha ganado el pasado marzo en distritos de clase trabajadora y media baja y la mayoría de sus votantes tiene menos de cuarenta años – es firme y su recién adquirida fuerza le facilita una política de alianzas electorales amplia y variada: ya no están condenados a cortejar a IU. En 2015 podrían presentarse en Tenerife en listas conjuntas con Sí se puede o en Gran Canaria en solitario. Claro que entonces no bastará con tertulias televisivas, condenas a la casta o promesas justicieras de una renta básica. La contradicción entre un discurso edulcorado y de pulidas aristas “que cualquier persona decente puede compartir” (el doctor Errejón dixit) y las propuestas concretas que dibujan un modelo social que poca o ninguna relación guarda con las socialdemocracias más avanzadas de Europa resultará cada vez más evidente. Y deberán descender a la política cotidiana, municipal y espesa, donde los ángeles y demonios son indiscernibles y demasiado a menudo intercambiables.

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