Periodismo

Cercenar las libertades públicas

La Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE), la Asociación de Editores de Diarios Españoles (AEDE), el Foro de Organizaciones de Periodistas (FOP) y varias entidades empresariales y profesionales más firmaron ayer un documento contra la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que está a punto de entrar en el Senado, lo que significa, dada la aplastante mayoría absoluta del PP en la Cámara Alta, que la modificación normativa podría entrar en vigor el próximo julio. Como una muestra más del proceso de bunkerización del Partido Popular – y de una voluntad inequívoca de recorte y domesticación de las libertades públicas – la derecha cavernaria ha añadido al artículo 520.1 referido a las detenciones  — ¿recuerdan el caso de Rodrigo Rato? – una coletilla (de rata infecta) según la cual “se deberán adoptar las medidas necesarias para asegurar el respeto a los derechos constitucionales (de los detenidos) al honor, intimidad e imagen en el momento de practicarse así como en los traslados ulteriores”. ¿Se impondrán cordones sanitarios alrededor de juzgados y comisarías para evitar que periodistas y fotorreporteros se mantengan a menos de cien metros de distancia? Esta sinvergüencería apenas resulta el complemento de la mucho más preocupante ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, recurrida en el Constitucional por toda la oposición parlamentaria, que convierte lo que eran faltas establecidas en el Código Penal en sanciones administrativas con multas de hasta 600.000 euros por el abominable acto de fotografiar o filmar a las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado o, sencillamente, “por la perturbación grave de la seguridad ciudadana con ocasión de reuniones o manifestaciones”. Es una ley innecesaria para mantener el orden público, pura arqueología punitiva que añade a los porrazos y las hostias la amenaza coercitiva de multas a individuos y a organizaciones políticas, sindicales o cívicas,  y cuya manifiesta inconstitucionalidad ha sido señalada por numerosos juristas.
En estos días se ha escuchado un montón de cantos aurorales por parte de los nuevos y viejos partidos, ofertas y promesas, saludos y epifanías, juramentos por lo más sagrado o lo más terrenal y metáforas ya marchitas antes de salir de las bocas sobre retos, caminos, épicas hazañas o disposiciones administrativas por venir. Quisiera uno aprovechar tanto fervor para recordar a los nuevos o renovados representantes populares – ni siquiera cabe desdeñar al propio PP – que lo que está en juego con la Ley de Seguridad Ciudadana o la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal no son privilegios de una profesión tan puteada y ningüneada como en los últimos años, este oficio atroz y disparatado que es el periodismo, sino el derecho a la libertad de información y expresión, que no es de nadie, porque es de todos.

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Pícara nadería

En Doctor Pasavento Enrique Vila-Matas escribió una novela sobre el arte de desaparecer. El protagonista del relato intenta esforzadamente disolverse en las palabras, transmutarse en un nombre sin rostro ni firma, convertirse (o traspapelarse) en un escritor secreto. “Una vez hecha, la obra solo ofrece testimonio de la disolución del autor, su desaparición, su desafección y, para decirlo brutalmente, su muerte”, escribe Vila-Matas. Frente al arte de desaparecer – un ejercicio que tienta invariablemente a los verdaderos escritores y que se suele saldar con el fracaso más ridículo– está la artesanía de aparecer dónde sea y como sea para simular una personalidad, unos lectores, un reconocimiento liliputiense, batuecasiano y pinturero. Estos tercos artesanos bordean a menudo la frontera más cómica de la impostura. La pasada semana ese límite a la vez patético e hilarante se traspasó con una noticia fulminante: el escritor tinerfeño Javier de la Rosa había sido propuesto como candidato al Premio Nobel de Literatura.
Cualquiera es libre, por supuesto, para leer al señor Javier de la Rosa. El horror puede ser considerado una opción. “Yo he nacido/en un lugar/de huertas/donde el sol/se derramó por azoteas/donde el árbol vió a la luna/sobre la punta de una veleta/de tejas y verodes/y un gato dormitando/en las ventanas de la casa/vieja”. Sí, “vieja”.  Un verso cegador. La candidatura al Nobel está promovida por una llamada Asociación Internacional de Escritores y Artistas entre cuyos 1.500 asociados en difícil –quizás no imposible – encontrar un escritor cuyo mayor reconocimiento no sea formar parte de la Asociación Internacional de Escritores y Artistas. Por supuesto, el señor Javier de la Rosa es miembro de dicha sociedad, que hace algunos años le mandó un diploma – estas cosas o se ponen en un diploma o carecen de valor – en el que se le declaraba el mayor escritor canario vivo, si bien es verdad que no precisaba nada sobre los muertos, los todavía no escolarizados o los que nacerán en los próximos siglos. En su propuesta para la candidatura al Nobel, que obviamente sorprendió mucho al señor Javier de la Rosa, la Asociación Internacional de Escritores puntualiza que su expresión literaria – sea esto lo que sea – es “única en el mundo”. Nada que ver con las de Manuel Padorno, Luis Feria, o Arturo Maccanti, por supuesto.
Con una consulta de cinco minutos en la red uno se entera perfectamente de lo que es la Asociación Internacional de Escritores y Artistas, fantasmal entelequia de auxilios y bombos mutuos, y bastan otros cinco para constatar la bibliografía disponible sobre los poemas, las novelas y los ensayos del señor Javier de la Rosa. Finalmente, por supuesto, lo grave no reside en estos juegos fatuos de intercambio de diplomas, elogios disparatados, galardones espectrales y estampitas encomiásticas. Lo grave es un periodismo tan astroso, despistado, gandul e ignorante que concede a esta pícara nadería la categoría de  noticia.

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Cierra el Savoy

Cuando Ernie nos dijo anoche que era la última vez que nos servía una copa en el Savoy algunos creímos que se había sacado la lotería, pero no era la tristeza de Ernie la que cerraba, sino el propio club. Extrañamente nadie pareció demasiado afectado; yo mismo, después de un fugaz respingo, me limité a sumergirme en el whisky con una extraña sensación de euforia, como Paulino Rivero se ha sumergido en el mar para impedir que mane petróleo. “Yo creo, muchacho”, me dijo Ernie sonriendo tan amablemente como en una rueda de reconocimiento, “que nada se parece tanto a una fiesta como cerrar un club imaginario: lo recordarás mientras vivas”.  Tonino Fiore, que estaba al lado, intentando tragar la comida del local  — ya se sabe que la comida del Savoy solo mejora si la vomitas —  farfulló que de todas formas no le importaría tatuarle un balazo en la cabeza al responsable del cierre. Clausurar el club precisamente esa noche, cuando, después de tantos años, tenía donde volver cuando se evaporara la madrugada, una chica que había descubierto la vibrante ternura de sus bíceps al arrancarle el vestido, se le antojaba a Tonino una putada.

En el fondo, entre la humareda de los cigarrillos, se oyó la voz del bueno de Chester Newman, suave como el ruido de una rata huyendo de una alcantarilla, que explicó que le tocaba emborronar una necrológica en el Clarion y solicitó que le pusieran otra botella, a ver si se intensificaba la agonía de su estómago y conseguía la empatía suficiente con el muerto para que en lugar de una hagiografía no le saliera un exorcismo. Había fallecido, para colmo, un periodista, y Newman consideraba la necrológica de un periodista sobre otro una masturbación mutua  en la que era más difícil conseguir un orgasmo feliz que en el dormitorio de Al Capone. Newman explicó que el periodista era gallego, pero ninguno de los presentes supo situar con alguna exactitud a Galicia en el mapa. Larry, el camarero, que no limpiaba los vasos porque lo consideraba una intromisión grosera en la intimidad de los parroquianos, opinó que Galicia quedaba a unas doscientas millas al este de Detroit. Es posible. En el Savoy todo era posible aunque casi nunca ocurría nada. El Savoy es un pantano de quietud mineral, alcohol mortífero y cansancio interminable  donde desembocan todos los fracasos que  acaso no consintieron ser vividos, pero que siempre merecieron ser contados. A la salida, cuando el sol nos deslumbró como a vampiros desdentados, le pregunté a Ernie si conocía a José Luis Alvite. “Muchacho”, me dijo, “como suele ocurrir en estos casos, yo lo conocía mejor que él a mí”. El Savoy había cerrado, y lo peor es que a estas horas del siglo ya no queda ningún sitio abierto hasta el amanecer de los hombres y las palabras.

 

 

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Los santos inocentes

Hay gentes que son muy selectivas sobre sus sospechas. Defienden noblemente una ética de la sospecha como principio de lucidez cívica siempre que se ajuste a sus convicciones ideológicas o, más frecuentemente, a los perjúmenes de los que abonan campañas publicitarias a través de amistades que van más allá o más acá de la muerte. Y así se ven deontológicamente obligados – lo suyo es un servicio público exquisitamente independiente, lo de lo demás, despreciable lameculismo mercenario — a lo siguiente:

1) La autoridad judicial termina todas las diligencias previas un año y medio antes de proceder a imputar a varias personas, entre ellas, un alcalde, Fernando Clavijo, que había sido elegido pocas semanas antes candidato a la Presidencia del Gobierno. El juez instructor eligió ese momento, y no otro, para proceder a las imputaciones y al levantamiento del secreto sumarial. No existe un trámite procesal intermedio entre las diligencias previas y la imputación. Esta circunstancia, tan clamorosamente llamativa, no merece absolutamente ninguna atención por los entusiastas de la sospecha. El juez sostiene en su auto, con cierta prolijidad, que no pudo hacerlo antes porque le faltaba un escáner. La mayoría de las fotocopiadoras disponen de la función de escáner, pero vaya usted a saber. Igual se atascó. Igual la fotocopiadora tiene sus propias sospechas, sus propias convicciones, sus pequeñas manías. No hay que tomárselo en cuenta. La vida de una fotocopiadora en un juzgado es muy dura.

2) Fernando Clavijo solicita ser interrogado cuanto antes por el juez. Esto, por supuesto, motiva cierto escándalo entre los santos inocentes. Es indiferente que se haya escrito hasta la saciedad que la lentitud caracolesca de la administración de Justicia en España actúa contra cualquier criterio de eficacia y eficiencia. Alguno de los santos inocentes lo ha escrito, incluso, cuando el imputado era él. Gracias a indignaciones y sarcasmos humeantes se hace pasar lo que es el derecho elemental de cualquier ciudadano por el privilegio intolerable de un político y tiro porque me toca. Siempre toca.

3) Para pasmo universal se descubre que el auto que autorizaba las escuchas telefónicas – y que hipotéticamente firmó la juez que inició la investigación — no figura en el sumario. Ah, da lo mismo. Está en sistema digital Atlante. Por desgracia lo que está en el sistema digital Atlante no es el auto, sino un mensaje de word sin firmar, así que debe hacerse un pequeño esfuerzo suplementario para que todo parezca normal. Por tanto se proclama que el auto jamás se extravió, contra las declaraciones explícitas en sentido contrario de la secretaria del juzgado. Es más, hay que escenificar un auto sacramental en la que el juez instructor da una lección de Derecho Procesal al asesor jurídico de uno de los imputados, expresidente del Tribunal Constitucional. El extravío del auto no agota su relevancia en que dicho documento ordena a la policía a montar las escuchas telefónicas, sino en que el mismo debe explicitarse debidamente la motivación justificativa de las mismas. Minucias de legüleyos empecinados en que no brillen la Verdad y la Justicia e que incluso tienen el descaro de cobrar a sus clientes. Palante.

4) El mismo día en que el juez reúne a las partes se hace público que la Fiscal Anticorrupción imputa a Clavijo de varios delitos más. Una vez más, no es así. Lo que hace la fiscal es solicitar que se le retire a Clavijo una de las imputaciones y que se investiguen varios puntos concretos de las conversaciones telefónicas grabadas por si pudieran encontrarse indicios delictivos.

Ah, ese periodismo que no pretende transmitir lo que ocurre, sino ser el acontecimiento mismo. Un periodismo que ignora u olvida que la única objetividad posible consiste en describir y transmitir lo que pasa con independencia de tus convicciones, y no guiado por ellas con el entusiasmo de un burro atado a una noria. Como decía Kart Kraus, en la distorsión de la realidad que practican en sus informaciones está la información verídica sobre la realidad. Sobre todo, por supuesto, de la suya.

 

http://youtu.be/W0WRfuDQHs4

 

 

 

 

 

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Entrevistas caballerosas

El bisabuelo de un amigo, criado bajo sucesivas boinas en los Monegros, nunca entendió lo de la televisión. Discutía a gritos con el aparato. Una aciaga tarde el metereólogo del telediario anunció un tiempo espléndido mientras fuera descargaba una tromba de agua apocalíptica. Para el anciano ya fue demasiado. Comenzó a gritar, le tachó de mentiroso y se levantó a tientas para abrirle la ventana de la habitación y enseñarle al locutor el diluvio. En ese preciso momento estalló un trueno, se desconectó la electricidad y la pantalla se quedó a oscuras. El viejo aulló de indignación:
–¿Y ahora te escondes, cobarde?
La relación del bisabuelo de mi amigo con la televisión es la que tiene Mariano Rajoy con el periodismo. Ah, los periodistas. Esa excrecencia tumoral de una democracia por encima de las posibilidades del mercado. Gente que habla y habla para nada y lo único que consigue es confundir las cosas. Fuera luce el sol y se empeñan en decir que están granizando parados que luego se reducen a pequeños charcos donde mean todos los perros callejeros y los subsecretarios de Estado. Aseguran que Rajoy es un excelente orador parlamentario, pero un monologuista del Club de la Comedia no es un actor cómico. Cualquiera puede ser un gran orador parlamentario. Yo he leído que José Carlos Mauricio era un gran orador porque hablaba sin leer papeles, exactamente igual que hacía al gestionar los recursos públicos. Quizás tenían razón, pero en la oratoria no interviene para nada la praxis democrática. Y eso es lo que le molesta a Rajoy. El presidente es un coqueto anacronismo que se encontraría realmente cómodo en el régimen canovista, donde el poder político no dialogaba, ni daba explicaciones, ni buscaba esa pesadez ortopédica, el consenso. Cualquier entrevista periodística con Rajoy, incluso la más lacayuna, está destinada a un fracaso más o menos cómico. Las entrevistas, para Rajoy, son un gesto de cortesía, como ceder el paso a las damas o estrechar la mano a los caballeros. Instalado en ese terminante y cortés desprecio hacia los medios – la mitad de los cuales, sin embargo, difunden la afasia como una de las virtudes del estadista — Rajoy puede prolongar su silencio mientras sus ministros invocan a santas y vírgenes o se pasean por España – como lo hará hoy Wert en Tenerife – escoltados por 300 piadosos policías.

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