Periodismo

Superviviente

El periodismo es un oficio ingrato, si es que sigue siendo un oficio y no un automatismo verbal, un recipiente retórico diseñado para las relaciones públicas y progresivamente vaciado de cualquier significado, como democracia, soberanía, pueblo, Estado, opinión pública. Contemplen ustedes a ese joven que, una mañana de principios de los años sesenta, en una Santa Cruz  diminuta y casi a oscuras, se acercaba a la delegación del Ministerio de Información y Turismo, en la calle del Pilar, para que un funcionario de bigotitos le aprobara un artículo, tan joven y ya cansado de su propio miedo, modesto equilibrista del pánico cotidiano, un pánico que era una sintaxis obligatoria, periodista en agraz en medio de una dictadura feroz que ahora, según la Real Academia de la Historia, queda apenas como un régimen autoritario paternalmente dirigido por un noble militar, al que solo faltó ser alto y rubio como la cerveza. Ese mismo periodista joven fue requerido en alguna ocasión por el propio gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, y entonces el miedo se alarmaba y crecía como una herida que te doblaba la espalda, y el gobernador civil le explicaba, fumando un cigarrillo con boquilla marfileña, que cómo se le ocurría, don Gilberto, decir que se estaba vendiendo barras de pan de 100 gramos que solo pensaban 75 gramos, eso es un error, don Gilberto, y el error es la guarida de la confusión, y la confusión solo genera desconfianza y desorden, don Gilberto, y el periodista sabía que el repetido tratamiento deferencial era una burla, un pequeño eructo burlesco del gobernador sobre su cara pálida, vaya, vaya, pero no se confunda más ni confunda a la buena gente, don Gilberto, el error es disculpable si no se reincide en él, y la pequeña figura abandonaba el despacho y respiraba, de nuevo en la calle.
O pueden verlo quince años después, el periodista corriendo al aeropuerto con una pequeña maleta, porque lo habían amenazado de muerte en esta encantadora y recoleta ciudad, por independentista y socialista, volando para deslomarse a trabajar de nuevo en Venezuela, de la regresó para partir de nuevo de la nada con cincuenta tacos a las espaldas y una familia que fue la tribu de un dios menor, atrabilario e indulgente: su refugio final.
Gilberto Alemán fue un magnífico periodista cuya dimensión profesional no cabe, simplemente, en el tramo final en el que se convirtió en el zahorí literario y fotográfico de una nostalgia melancólica e impura. Hizo muchas cosas, se agotó en muchos frentes, sirvió a la noticia y nunca se sirvió de ella, y sobre todo sobrevivió al periodismo: poquísimos periodistas pueden decir lo mismo, maestro.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Retiro lo escrito ¿Qué opinas?

Un escritor en defensa propia

Empezaré con una cita. A Ezequiel le encantaban las citas, y en la relación que mantuvimos, que nunca fue una relación de amistad, sino un estado de irritación y expectativas frustradas que solo rescataba la literatura, en esa relación confusa y atrabilaria, a lo único que conseguimos jugar es a las citas. La literatura como casa de citas. Ezequiel defendía las citas como dispositivos de estímulo y de cohesión literaria. Para evitar la pedantería se debía citar con pertinencia, pero se debía citar también como acto de agradecimiento, decía Ezequiel, y tenía razón. La cita a la que me quiero referir es del Doctor Johnson, uno de los hombres más citados, precisamente, en la historia de la literatura occidental. En su libro Vida de poetas, y al hablar de los poemas de George Granville, Johnson dice que son “fruslerías escritas por el ocio y publicadas por la vanidad”.  El programa literario de Ezequiel Pérez Plasencia fue, exactamente, todo lo contrario. Para él la literatura no era un engendro del ocio, sino una luz de belleza que se confundía con la vida y la iluminaba moralmente, y por tanto, había que corresponderla con el máximo nivel de exigencia y una entrega incondicional. Y la publicación de lo escrito consistía, apenas, en el último acto de entrega a esa pasión una vez consumada. Publicar era fijar para los demás el combate pasional con las palabras y con su propia memoria, y no únicamente un acto de vanidad, y por eso Ezequiel sufrió tan intensamente, tan furibundamente, cuando se le editó mal. La traición del editor lo llevaba a traicionar su texto. Traicionar sus palabras. Suyas y solo suyas. ¿Cómo tolerar al traidorzuelo incompetente que te convertía en traidor a tí mismo?
Creo que esa actitud ligeramente sacerdotal de Ezquiel, el estricto cenobita  de esa casa de citas que era la literatura y era su literatura, la que más desconfianza sembraba entre nosotros. Por usar otra cita, Ezequiel no hubiera admitido, quizás no hubiera comprendido, esa afirmación de Byron en una de sus estupendas cartas: “Escribir es una costumbre, como la coquetería en una mujer”. Se le hubiera antoja una broma intrascendente, una pequeña frivolidad de un poeta cuya máxima creación fue él mismo, y nada más. Para Ezquiel Pérez Plasencia la literatura, el acto de escribir, era una vía de autoconocimiento, una defensa ante las ofensas de la vida, dicho pavesianamente, y un compromiso moral que se resolvía en una expresión que buscaba la belleza de lo exacto, de lo preciso, de lo inevitable, de lo imaginado desde el infierno para comprenderlo mejor, denunciarlo y no quedar reducido a cenizas insignificantes. La mayor parte de sus maestros son escritores de raigambre moral: Camus, Pavese, Clarice Lispector, Chéjov, Onetti, Thomas Bernhard, ese talentoso llorón que estuvo a punto de destruirlo, y se lo dije, y se cabreó mucho cuando le aseguré que el único escritor al que Thomas Bernhard no condenaba al suicidio era a Thomas Bernhard. En definitiva, se podía jugar, como jugaba maravillosa y admirablemente Cortázar, al que Ezequiel adoraba, queríamos y queremos tanto a Cortázar, pero siempre que se volviese al redil después del recreo, o si lo prefieren ustedes, siempre que el jugador fuera una persona política y moralmente decente. No quiero decir con esto que Ezequiel sufriera el más ligero sectarismo ideológico en sus preferencias literarias: es una de las poquísimas personas con la que, en esta isla, he podido hablar apasionadamente de Louis-Ferdinand Cèline, brutal, antisemita y filofascista y uno de los grandes escritores del siglo XX para Ezequiel y para mí y para cualquier lector que no sea un animal prejuicioso. Políticamente sí usaba y a veces abusaba del sectarismo: era comunista, con toda la quebrantada grandeza moral, la intransigencia inquisitorial, las perplejidades y decepciones de un comunista español trasquilado por lo que se llamó transición democrática. Es significativo  lo que a Ezequiel le interesaba de Cèline: su exploración, cargada de lucidez y desprecio y asco, de la vorágine del alma humana, y por eso encabezó con una cita del excepcional escritor francés su libro La ilusión de los vencidos: “Es más difícil renunciar al amor que a la vida”.  Quizás lo que quiero decir es que Ezequiel se tomaba la literatura mortalmente en serio, un asunto de vida o muerte sobre el haz o el envés de las palabras, y a mí esas apuestas, cuando están cargadas de dolor y conmiseración, me ponen ligeramente nervioso. Yo no soy demasiado pavesiano. Yo creo que, en algunas ocasiones, en algunos periodos y autores, la literatura se ha dedicado con demasiada saña a ofender a la vida, si así puede decirse, que diría Bernhard.
Un escritor que lo ha tenido todo en contra para su propia formación, para construir su propia identidad, como lo fue Ezequiel Pérez Plasencia, y para el cual la literatura es una forma de estar en el mundo, identificar sus trampas y añagazas y blindar a sangre y fuego su dolor es, casi necesariamente, un escritor antirretórico. Ezequiel abominaba, con un desprecio militante, de la prosa churrigueresca que se suele presentar y a veces aplaudir como prodigiosa orfebrería barroca en el periodismo y en la literatura de España. En un decálogo delicioso (y discutible) para escribir correctamente Ezequiel citaba a Horacio Quiroga a propósito del estilo. El estilo, como las uñas, es más conveniente tenerlo limpio que brillante. Los sustantivos son tan importantes como los adjetivos, porque no hay tropel de adjetivos que resuciten una frase convertida en un cadáver. Los poetas le enseñaron que la palabra es lo único que oculta lo que la palabra dice. La exactitud, el laconismo, la brevedad son el mandato y la praxis de la prosa de Ezequiel, una prosa que, en sus mejores momentos, es un mecanismo perfecto, íntimamente armonioso, irreprochable en su espléndida y aseada humildad. Es la mejor prosa escrita en Canarias en las últimas décadas y no le fue fácil conseguirla: se sometió a un proceso de febril despojamiento que empezó en sus primeros borradores y que en El teléfono, su primer libro de cuentos, era ya una elección deliberada. La prosa de Ezequiel deviene, por supuesto, otra construcción retórica, que debe su maduración al aprendizaje al calor de los maestros, y también a la sabia frecuentación de los poetas que amaba, desde Leopardi a Manuel Padorno, pero tal vez se ha olvidado el extraordinario oído de Ezequiel Pérez Plasencia a las voces de la calle, a las voces de su barrio, a los hallazgos de la literatura oral de una pequeña comunidad entre la barriada obrera y la marginalidad social. Ya saben  ustedes que el título de Los caminadelado es la sugerencia de El Farola, “un parado, un pibe ya no tan pibe de mi barrio”, como explicaba Ezequiel mismo. “Estos políticos caminan de lado, parecen que van enfilados a lo que prometen, pero siempre se tuercen para defender lo suyo, no lo nuestro”, dice Ezequiel que le dijo El Farola. Cuando en sus cuentos o artículos afloran las voces del barrio están perfectamente inscritas en el discurso y su naturalidad expresiva se incorpora con pasmosa eficacia al relato o al apunte reflexivo: esa sensibilidad lingüística, esa astucia retórica, que como siempre parece lo más fácil del mundo, es algo que he visto en poquísimos escritores canarios.  Demasiado a menudo los narradores canarios tienen una relación con la lengua parecida a la de un inquilino con su casero. Él no: el era el soberano dueño de su casa en el idioma. Una de las últimas veces que hablé con Ezequiel, antes de su marcha a Cartagena, quedamos en la plaza de El Príncipe y nos sentamos a tomar un café. Hablábamos de su último libro, y de los libros de todo el mundo, y sancochamos la pútrida realidad política y social isleña en sarcasmos interminables, y de repente Ezequiel me tomó del brazo y me dijo en voz baja: “Escucha lo que le dice la viejita de al lado al niño”. Y nos pusimos a escuchar los dos en silencio, atentamente, la conversación de la señora, que le explicaba a su nieto, debía ser su nieto, quien había sido su abuelo y por qué vivían en Los Gladiolos. Un relato perfecto, medido, esmaltado de expresiones habituales pero que parecían tan nuevas y tan recientes como la lluvia. Ahora, cuando pienso en Ezequiel, nos recuerdo a los dos esa mañana tibia de Santa Cruz, callados en la plaza de El Príncipe, escuchando a una anciana que, en ese momento, era el propio idioma en acción, con toda su belleza casual, indestructible, intacta.
Que uno de los mejores escritores canarios trabajase como corrector en los periódicos tinerfeños, despiojando los disparates y estupideces de un periodismo de baja intensidad y sospechosa ignorancia, es una de las paradojas más asombrosas de la vida de Ezequiel Pérez Plasencia, y un espectáculo que pocos olvidaremos. Si la vida tuviera algún sentido hubiera sido al revés, pero la vida no tiene sentido, y probablemente el periodismo tampoco. El orden del día fue el descarnado ajuste de cuentas de Ezequiel contra el periodismo,  y no le voy a quitar  razón por dos razones: porque es una novela espléndida, lo mejor que nos dejó a todos, y porque el periodismo se merece esta descarga ácida, para bien y para mal. Pero intuyo, con todo, que Ezequiel Pérez Plasencia, con El orden del día, había cerrado una etapa de su narrativa. La etapa en la que un héroe romántico (a pesar de todo) era la víctima propiciatoria de la avasalladora estupidez de un mundo intolerable y venenoso y poblado de personajes mezquinos, idiotas, encanallados, polichinescos.  Una explosiva y dolorida indignación fue el combustible moral de la literatura de Ezequiel pero, al mismo tiempo, esa indignación, ese afán vindicativo por resarcirse de la vida y sus injusticias en la imaginación de las palabras, suponía el peligro de un lastre para su evolución como escritor. En sus últimos años, felizmente instalado en Cartagena, había ganado la paz, la serenidad, el disfrute de los primores de lo vulgar, el comienzo de una auroral sabiduría que fusionaba todas sus dolorosas contradicciones: solitario y solidario, hosco y parlanchín, desconfiado y generoso, leal y resentido, melancólico y entusiasta, curioso y desdeñoso, soberbio y humilde, colérico e indulgente. Ezequiel Pérez Plasencia estaba entre lo mejor que le esperaba a la literatura canaria a principios de este siglo. Ahora nos corresponde también a nosotros, y ya no solo a él, multiplicar sus lectores para que sus libros sigan asombrándonos, conmoviéndonos, irritándonos. Para demostrar que es la vida, y no la muerte y sus incontables aliados, quien tiene la última palabra.

(*) Intervención en el acto de homenaje “Malditos y benditos. El tránsito existencial y literario de Ezequiel Pérez Plasencia”, organizado por la Fundación Pedro García Cabrera y el Ateneo de La Laguna el viernes 20 de mayo.

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La bendita maldición de escribir

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Debates

Puede que estemos todos los periodistas firmando el manifiesto que impulsa la FAPE – “Sin preguntas no hay cobertura” – pero otros aspectos decisivos de la relación entre declaraciones políticas y actividad periodística seguimos uncidos al yugo obligatorio que marcan los candidatos y direcciones de los partidos. En Canarias – como ocurrirá en el resto de España – no van a celebrarse debates electorales. Se hará pasar como tales un conjunto de monólogos cronometrados en el que los candidatos aprovecharán para regurgitar titulares precocinados. Así ocurrió ayer en la SER: Paulino Rivero, José Miguel Pérez y José Manuel Soria se marcaron sus respectivas retahílas verbosas sin que en cada una de sus parrafadas se registraran referencias a los otros. Garrulería compartimentada. Gesto inútil el de acudir personalmente a los estudios de la cadena en Las Palmas: podrían haber enviado sus intervenciones en un CD. Solo en un momento Paulino Rivero quiso interrumpir a José Manuel Soria, que soltaba una de sus habituales malevolencias sobre el Servicio Canario de Salud, y el líder del PP le dijo que no podía interrumpirle, que no estaban en la televisión autonómica. Al parecer Rivero interrumpe a Soria en la televisión canaria todo el rato. Su modelo favorito, sin duda, es TeleMadrid.
Quizás sea Soria el candidato presidencial que mejor se adapta a este fraudulento modelo de debate, porque no está acostumbrado a interrupciones de ningún género. Me parece comprensible. Porque a Soria se le podría interrumpir para recordarle que en el organigrama de la RTVC siguen intactos y cobrando los cargos directivos que propuso el PP en 2007. Se le podría interrumpir para recordarle que el caso Lifeblood apestaba tanto que debió suspenderse el concurso de adjudicación del servicio de hemodiálisis para Gran Canaria y Lanzarote. Que durante su etapa como consejero de Economía y Hacienda solo se pasaba un par de veces a la semana por el despacho, entretenido en pasear su palmito vicepresidencial. Que su equipo dejó un agujero de decenas de millones de euros que obligó a un precipitado cierre presupuestario. Que los presupuestos generales para 2011 diseñados por Rosa Rodríguez y sus geniales mariachis eran una rocambolesca catástrofe al que se debió practicar una cirugía de emergencia para no paralizar la comunidad autonómica. Quizás Rivero o Pérez, por distintas razones, no estaban en disposición de interrumpirle con impertinentes obviedades pero, ¿dónde estamos los periodistas?

Publicado el por Alfonso González Jerez en General ¿Qué opinas?

Tenga la vergüenza de escribir esas cosas en su casa

Habría que exigirle al Gobierno autonómico…Me detuve en la frase. No porque no supiera qué exigirle al Gobierno autonómico, sino porque había demasiado entre lo que elegir inútilmente… Entonces levanté los ojos de la pantalla y encontré frente a mi mesa a una mujer morena que me observaba con burlona curiosidad. Me sostuvo la mirada sin mayores dificultades durante varios segundos y después afirmo mientras simulaba preguntarme:
–Usted es González Jerez.
Generalmente respondo a esto que no, que es un primo segundo mío afectado desde chico por un problema neurológico, pero estaba cansado y dije que sí. La mujer se sentó y antes de encender un cigarrillo preguntó de nuevo:
–¿Me permite que me siente? Bien. Veo que está escribiendo un artículo. Aquí. En esta terraza. En esa ridícula tableta supermoderna y tal. ¿Pretende ser una versión tecnológicamente vanguardista de César González Ruano? ¿No sabe que para compararse con González Ruano no está usted lo suficientemente gordo y calvorota? ¿No puede escribir en su casa?
— Si no le importa…
— A ver que pone… “Hay que exigirle al Gobierno autonómico”… Pero qué bajo ha caído usted… Como si exigirle al Gobierno nada en una columna tuviera alguna utilidad…
— Las columnas son tan inútiles como las églogas o los sonetos…
–Usted transpira culturalismo ortopédico…Un letraherido como decía mi madre…
–¿Le decía eso su madre? A veces, sobre todo como lector, es difícil sobrevivir a una madre… Mire, señorita…
— ¿Señorita? Eso es una forma condescendiente de machismo…
— Bueno. ¿Cómo prefiere que la llame?
— Me llamo Encarna.
— Como su madre.
–Pues sí. ¿Algún inconveniente?
–Me imagino que plantearle inconvenientes sería tan inútil como exigirle nada al Gobierno.
— El Gobierno no es más que una abstracción. Toda este gaita de la crisis económica, de los mercados internacionales y los rescates bancarios lo que viene a demostrar es lo de siempre: los gobiernos, en lo sistemas capitalistas, operan como los consejos de administración de la burguesía…
–Admirable. Sobre todo admirable memoria lectora…
–Usted ha perdido la memoria de lo que son o no son las cosas y, sobre todo, de lo que pueden ser. Ha perdido cualquier rabia. En realidad nunca la tuvo…
— Eso se lo concedo.
–Por eso ha elegido la ironía. La ironía es paralizante. La ironía es la opción retráctil del que no toma ninguna opción.
— ¿Y cuál es su opción?
–Cualquiera que no me conduzca a escribir columnas como si fueran églogas…
–¿Pero usted escribe? ¿Es periodista?
–Son preguntas contradictorias. Aquí los periodistas no escriben. Juntan letras y se vengan diariamente de algo terrible que les debió hacer la sintaxis cuando pequeños.
–Usted, por supuesto, no sabrá definirme aquí y ahora la burguesía como categoría social…
–Voy a pedirme un café, no a hacerle un tratado de sociología… Un café con hielo, por favor… La verdad es que no sé porque pierde usted el tiempo con sus columnistas…
— No pierdo el tiempo, paso el rato…
— ¿No iría usted a escribir sobre las elecciones, no?
— Pues más o menos.
— ¿Ve usted? Al escribir sobre cosas que, en el fondo, carecen de importancia, de verdadera importancia política y económica, usted pone un granito de arena en la legitimación de este sistema podrido. En realidad usted forma parte, con todas sus irritaciones y sus murrias, de este podrido sistema…
— No será usted de Socialistas por Tenerife…
Encarna se puso realmente encarnada.
–¿Usted por quien me toma? Los de SXT son un grupito de gente que pierde una batalla interna en un partido y se van corriendo a fundar otro para que se note que son los buenos. Ahora descubren que el PSOE es socioliberalismo en el mejor de los casos. Que Dios les conserve la vista…
— ¿Izquierda Unida?
–No fastidies. No han firmado un acuerdo electoral con ese embaucador, Román Rodríguez, porque no les han dejado en el resto de Canarias. Con Román y con el PIL. ¿Sabe por qué Ramón Trujillo firma el acuerdo con SXT y estaba dispuesto a firmar con Román? Pues ni siquiera para ganar. Lo hizo para saber que existe. Para palparse la ropa y poder murmurar: “Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí…”
–Se van a dar una hostia de consideración.
–Bah, están acostumbrados. Y el responsable del hostión será cualquiera, menos ellos: la normativa electoral, el resto de IUC, los medios de comunicación, los que no se sumaron a la alianza por pura miopía política, desde luego. Cualquiera, menos ellos. Un día solo quedará un militante de Izquierda Unida en Tenerife y donará su cuerpo al Museo Arqueológico y así, por fin, podrán socializar algo…
— Es usted brutal…
— Es que insiste en presentarme como de izquierdas partidos que no son de izquierda. Incluso haciendo abstracción de los pintorescos y habituales fulanismos, son partidos reformistas, muy tenuamente reformistas, no lo que necesita Canarias.
— ¿Y qué necesita Canarias?
— Es obvio, aunque le asuste: una revolución.
— Caramba.
— Sí, una revolución, aunque se le antoje una barbaridad. ¿Ha visto lo que ha hecho la gente en Islandia? Pues eso.
— ¿Qué ha hecho la gente en Islandia?
— Borrón y cuenta nueva. Nueva Constitución. Nuevos partidos. Anulación de los abusos bancarios. Los bancos, nacionalizados, y un banco malo para meter todos los activos bichados. Procesos judiciales abiertos a los verdaderos responsables de la crisis y el empobrecimiento. Ya está.
— Es un resumen un poco apresurado. Habría que verlo…
— Parece usted Paulino Rivero…
— Mujer…
— Usted siempre lo llama “el presidente Rivero”…
— Es que resulta que es el presidente…
–“Vamos a ver si lo vemos”. Muy canario. Casi diría muy nacionalista burgués. En realidad es un lenguaje donde los trillizos se encuentran muy bien instalados…
— Ah, los trillizos. La Trilateral de CC, PP y PSOE.
— Ríase, ríase usted, pero no se olvide de los seis o siete nombres de los que siempre están en todo e intercambian sillas en la Cámara de Comercio y la CEOE…
— No vendrá usted de la Plataforma contra el PGO…
— Pues no. Otro nido de reformistas vocingleros… Aunque le reconozco que Felipe Campos…
–¿Felipe Campos? ¿Qué?
–Es un tipo atractivo…
— ¿Cómo?
— Sí, me cuesta reconocerlo, pero sí… A usted, por supuesto, se le antojará risible…
— A mi no se me antoja nada…
— Es que así…Tan fiero siempre… Tan indignado y dolorido… Hum…¿No le recuerda a Paul Newman?
— Sea por Dios…
–Como a todos los ateos no se le cae Dios de la boca…Pues a mí me parece que sí…Un Paul Newman con tuberculosis al que no le funciona bien la ducha, pero sí…Me tengo que ir… No puedo estar de cháchara con usted todo el día…
Se levantó, en efecto, y dejó un reluciente euro sobre la mesa. Se detuvo un momento y me dirigió otra mirada burlona:
— Se lo digo, sobre todo, como vecina: tenga por lo menos la vergüenza de escribir esas cosas en su casa…

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