Retiro lo escrito

Infiltrados

Hace algunas semanas pude leer y escuchar un lúcido descubrimiento: los más violentos y vociferantes sujetos que saltaron al campo en el último partido de liga de la UD Las Palmas eran un manual de sociología, aunque con muchas patas y algunos tatuajes. Les comentaré brevemente – quizás sea innecesario – cómo resolver una columna al respecto. Si ocurre algo como lo sucedido en el estadio de la UD Las Palmas hay que ser a la vez valeroso y clarividente y explicar que lo ocurrido es una amarga expresión – sin duda indeseable, puede añadir – del incremento de las desigualdades sociales, del fracaso de nuestro sistema educativo público, de la creciente exclusión de las clases populares y la pauperización de las clases medias y así. Se trata de practicar una discreta victimización de los gamberros – no, no se le ocurra llamarlos gamberros, que son seres humanos como usted o yo y eso puede herir aun más su maltrecha autoestima – y diluir hermenéuticamente cualquier responsabilidad individual. Dicho esto usted puede despedirse de los lectores con un gesto adusto señalando, singular lucidez la suya, que resulta paradójico que la gente clame porque su equipo pierda una oportunidad de ascenso y en cambio – qué tristeza — no proteste mayoritariamente por los recortes en educación, sanidad y políticas asistenciales.
La práctica justiciera y/o comprometida de la sociología recreativa – que puede llevarte a la conclusión de que la Unión Deportiva no ascendió por culpa de Mariano Rajoy, Paulino Rivero o el capitalismo financiero globalizado – no contribuye, en realidad, a aclarar absolutamente nada, salvo los pruritos morales del comentarista. Pero he encontrado otra joya similar. En la manifestación contra las prospecciones de Repsol, el pasado 7 de junio, un grupo de individuos rodearon a una fotoperiodista  y le acusaron de ser una infiltrada a sueldo de las hordas policiales.  De nada valió que la periodista se identificase como tal: fue insultada y zarandeada, le sustrajeron la cámara para reventarla contra el suelo y recibió amenazas. Obviamente se interpuso la correspondiente denuncia contra los matones y la policía los detuvo: se les tomó declaración y salieron a la calle a la espera del juicio. Pues bien, leo ahora un artículo de un sujeto llamado Ramón Afonso que habla de una “detención arbitraria” y de la “tortura de baja intensidad” infringida a los agresores y que consistió en pasar algunas horas en comisaría. La agresión contra la fotógrafa deviene irrelevante porque lo fundamental es que sus responsables tienen un gran corazón y destilan compromiso y solidaridad y cuidadito con tocarles un pelo. Ellos no agredieron y aterrorizaron a un periodista. Ellos luchan – oh, heroísmo escarnecido — por la libertad y la dignidad del pueblo. Y el pueblo son ellos, y los demás, infiltrados.

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Tertulia o muerte: venceremos

Muchos simpatizantes de Podemos se escandalizan por las críticas que empiezan a arreciar sobre el proyecto político –todavía germinal – que consiguió cinco diputados en las elecciones europeas; arremetidas que se centran, básicamente, en estimular el descrédito de Pablo Iglesias. Sinceramente no sé que se esperaban y dudo mucho que al núcleo fundacional de Podemos le haya sorprendido. Más allá de los deleites conspiranoicos, cuando uno se lanza al espacio público para exponer ideas y programas se expone a la crítica, a la descalificación y hasta al matonismo. Lo dicho hasta ahora sobre Iglesias palidece frente a lo que en su día les tocó aguantar a Julio Anguita o a Felipe González, por mencionar a dos enemigos íntimos. El profesor Iglesias – al que cada vez con más frecuencia le segundan o sustituyen Juan Carlos Monedero o Iñigo Errejón, para eludir su sobreexposición mediática – sigue consumiendo muchas horas en televisión. Su cuota de pantalla no guarda ninguna relación directa con su relevancia político-electoral. Por mucho que les pasme a sus más recalcitrantes seguidores, Pablo Iglesias y compañía no ocupan diariamente espacio televisivo por el interés que concita sus análisis o sus propuestas entre las productoras, sino porque generan audiencia. El share es la única ideología que les alegra el corazón, es decir, la cartera. En términos estrictamente publicitarios Pablo Iglesias es la Belén Esteban de La Sexta. Un poco de bronca, de ataques despepitados, de infundios y de críticas no les viene mal del todo al equipo directivo (con perdón) de Podemos para mantenerse en las pantallas.
Se equivocan estúpidamente los que lanzan libelos sobre Iglesias, como la información pretendidamente escandalosa con la que El Mundo abrió ayer su portada. Así no se le restará un solo voto. Los que coinciden más ajustadamente con los pujos ideológicos de Iglesias le aplaudirán con las orejas; los que no, la mayoría de sus votantes, les trae sin cuidado porque el anhelo de cambio y esperanza alimenta una disonancia cognitiva amplia y generosa.  Los libelistas, lanzados a una contrapropaganda pueril, siguen creyendo que Iglesias es un pelafustán populista y no un individuo inteligente y culto, bregado en cientos de asambleas y singularmente ducho en técnicas de propaganda política. Basta con que diga irónicamente: “Sí, yo, como antes el 15-M, y antes Rodríguez Zapatero, yo soy ETA” para transformar el estoque en cenizas. Quedan, por supuesto, sus simpatías pringosas – y para nada irrelevantes – con la izquierda abertzale, la más oligofrénica, cerril y doctrinaria de toda España. Pero el propio simplismo escandaloso del titular le excusa y libra de cualquier explicación. Una batalla más ganada y hasta la próxima. Tertulia o muerte: venceremos.

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Huída desde Miami

Paulino Rivero ha hablado desde Estados Unidos. Desde los Estados Unidos – donde el presidente se ha trasladado para demostrar, por enésima vez, la patética ausencia de una estrategia de promoción económica de Canarias por el Ejecutivo sobre el que reina –solo se pueden articular cuchufletas trascendentales. Rivero ha aprovechado la ocasión para anunciar que, con autorización o no del Gobierno central procederá a convocar un referéndum sobre las prospecciones petrolíferas en aguas cercanas a Lanzarote y Fuerteventura.  Unas horas antes su vicepresidente, José Miguel Pérez, había pedido, justo con la indignación imprescindible, que no se compare la demanda de esta consulta por el Gobierno autónomo con la de Cataluña “porque lo que queremos votar está dentro de los límites legales de nuestras competencias”. Claro que sí. Pero el problema no está en lo que se quiere votar, sino en que para que dicho referéndum cumpla con la legalidad debe contar con la autorización expresa del Gobierno español. Si no es así, simplemente, no se puede convocar.
Rivero mantendrá este envite todo el tiempo posible. Sabe que el enfrentamiento con el Gobierno de Mariano Rajoy – y en particular con el ministro de Industria y Energía, José Manuel Soria – a causa de los sondeos de Repsol es la única acción política que cuenta con el apoyo de amplios sectores de la población canaria. Le permite adquirir una dimensión política diferenciada y al mismo tiempo le exime de cualquier responsabilidad, como la que tiene, inevitablemente, en el estratosférico desempleo, la pauperización creciente o el colapso de los sistemas sanitarios y asistenciales. Pero convocar un referéndum ilegal  tiene sus consecuencias. No consecuencias políticas que hoy estallan y pasado mañana se olvidan, sino consecuencias en los tribunales,  sin que quepa excluir las de carácter penal, y al ser el Gobierno autonómico un órgano de responsabilidad colegiada, ninguno de sus consejeros debería olvidarlo. Una medida tan extrema – y disparatada – como la del presidente Rivero, ¿no merece siquiera ser debatida en el comité ejecutivo de CC? ¿Cuántas veces discutió  CiU en sus órganos de dirección la convocatoria de un referéndum sobre ese remilgado derecho de decidir? Y si el candidato presidencial de CC para las elecciones de 2015 no es Rivero, ¿qué ocurrirá con toda esta espumeante fanfarria? De verdad, ¿cuánto tiempo aguantarán los dirigentes coalicioneros – y soportarán los hastiados ciudadanos – está huída hacia delante que hiede a obcecado oportunismo personal?

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Abismo changa

Si me permiten pronunciarme desde el exterior de la pasión, desde fuera del dominical banquete de testosterona, cabe sospechar que lo que hoy se considera como fútbol es un asunto solo lateralmente deportivo. Los que disfrutan del fútbol deportivamente son una minoría ilustrada que, en las conversaciones al respecto, suelen ser brutalmente silenciados, como si fueran críticos literarios en un encuentro con J.K. Rowling, y creo que no terminan en prisión porque los clubes de fútbol no disponen de su propio sistema judicial.  La inmensa mayoría de los aficionados comenzaron a jugar al fútbol entre los siete u ocho años y terminaron de hacerlo entre los doce y catorce. Han visto mucho más fútbol en la tele que el que han practicado en las canchas o en la calle. El fútbol se ha transformado – como tantas otras – en una experiencia vicaria. Millones de personas las viven intensamente participando en una emoción identitaria. Un placer identitario construido segmentariamente. Soy de la Unión Deportiva. Soy de Las Palmas. Soy grancanario. Pero la raíz es futbolística: lo demás son abstracciones más o menos incómodas. A ver cómo puede sentirse uno orgulloso de Lorenzo Olarte o de los dulces de Moya. El fútbol lo entiende cualquiera como demuestra las legiones de entendidos que a los que no participamos en esta patulea nos amargan las mañanas de los lunes con comentarios interminablemente crípticos. Ayer en Tenerife:
–Se fue Ayose.
— Déjalo ir.
–¿Y ahora el 3-3-2?
–Eso está acabado.
–Ayose podía.
–Ayose tal y cual, primo.
Por las declaraciones furiosas, las lágrimas arrasadoras y los gestos compungidos de las últimas horas Las Palmas de Gran Canaria parece a punto de hundirse en el mar, perdida la ciudad como un balón pateado a la estratosfera. Algunos han descubierto que a los estadios –sobre todo si se les abran las puertas con solicitud paternal — asisten innumerables changas y que los changas, por alguna misteriosa razón, gritan, insultan, amenazan y agreden. El presidente del Cabildo de Gran Canaria, José Miguel Bravo de Laguna ha explicado, con la elegante pedagogía que le conceden sus corbatas y blasones, que esto pasa por escuchar los cantos de sirenas con coletas soviéticas que llaman a la subversión y al libertinaje. Otros explican que nada se puede explicar si no se recuerdan los parados, el fracaso escolar y el sistema de dominación del capitalismo globalizado. No sé que es peor: el abismo changa o las hermenéuticas pachangueras de unos y otros.

 

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El éxito presente y el futuro problemático de Podemos

En mi colegio electoral, abierto en pleno centro de Santa Cruz de Tenerife, una zona de apabullante mayoría de familias de clases medias, Podemos fue la segunda fuerza más votada. Estuve un buen rato ahí y no detecté cerca de las urnas a ninguna turba de facinerosos con la hoz y el martillo entre los dientes. En Canarias Podemos consiguió el cuarto puesto en las elecciones al Parlamento Europeo, el pasado 25 de marzo, con 62.371 votos y un 10,99% del total de votos emitidos, aunque es interesante señalar que  casi 40.000 de esos sufragios los recogió en la provincia de Las Palmas, y la mitad de los mismos, en la capital grancanaria. Fueron unos resultados espléndidos, pero en la estupefacción que han generado se han colado lecturas ligeramente distorsionadas. La versión local de esa categoría maldita (el bipartidismo) es, en la jerga habitual de la izquierda isleña, el tripartito, es decir, PP, Coalición Canaria y el PSC-PSOE. Como cabía esperar la trompetería desplegada por la pronunciado desgaste del PP y el PSOE a nivel nacional, que no consiguieron sumar el 50% de los votos, calló en el Archipiélago, donde los tres partidos mayoritarios sufrieron un evidente desgaste, pero sumaron casi 340.000 papeletas, es decir, el 57,79% de los sufragios.  Más significativo aun es la evidencia que las opciones de izquierda no han crecido globalmente en España: solo se ha fragmentado. Y, por supuesto, la escandalosa abstención, que superó el 62% (la más alta del Estado español) no mereció más que un comentario residual. La abstención siempre pasa a ser un asunto menor cuando uno cosecha buenos resultados en las urnas.
Lo más sorprendente es que Podemos – que terminó ganando cinco eurodiputados – no era, en las vísperas del 25 de marzo, absolutamente nada. Espero que no se tome esta consideración como una grosería derogatoria. Simplemente se intenta señalar que Podemos carecía prácticamente de estructura organizativa ni implantación territorial. Sus mismos artífices han admitido que se inscribieron como partido político “por imperativo legal”, es decir, para cumplimentar un trámite normativo que les posibilitase participar en las elecciones. En Tenerife el Círculo Podemos no comenzó tímidamente su actividad hasta el mes de febrero en una cafetería lagunera en la que apenas se solía reunir una quincena de ciudadanos. En estas condiciones es lícito afirmar que Podemos se presentó a los comicios europeos porque eran los únicos a los que, dada su irrelevancia organizativa, podían presentarse razonablemente.
Los proyectos políticos rara vez nacen espontáneamente como champiñones bajo la lluvia de primavera. La épica de una marea de la Historia que irrumpe desde el seno embravecido del pueblo para inundar y destruir los palacios del poder quema las neuronas, pero no calienta ni madura proyectos políticos. Podemos es un inmejorable ejemplo de una iniciativa que toma una reducidísima minoría – en este caso un grupo de profesores de Ciencias Políticas y ciudadanos de intensa militancia en organizaciones de izquierda  y movimientos sociales–  y  cuyo conocimientos empíricos les indica un nicho electoral potencialmente importante.  En su génesis estaban plataformas como Jóvenes Sin Futuro y partidos como Izquierda Anticapitalista cuya dirección articuló discretamente (y a espalda de sus bases) la gestión organizativa de la candidatura. En el núcleo duro figuran,  entre otros, Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero, Miguel Urbán e Iñigo Errejón. Es un proyecto creado verticalmente de arriba abajo aunque refrendado con el apoyo (y la adhesión) de grupos y grupúsculos de entidades y ciudadanos, multiplicados desde la noche del 25 de marzo. Sus dos mayores bazas eran – en gran medida siguen siendo – la popularidad de Pablo Iglesias como figura destacada en tertulias televisivas y un uso dinámico e inteligente de las redes sociales.  Y el nicho de votos en las castigadas clases medias y trabajadoras empobrecidas – cuando no excluidas socialmente – por la recesión económica que ya no confían en el carácter reformista del PSOE, Izquierda Unida se les antoja un partido clásico o consideran, simplemente, que en el vigente sistema político e institucional su situación no puede mejorar, si no ocurre lo contrario.
Confieso mi ignorancia – ampliamente compartida por lo visto – sobre los autores últimos de su programa electoral, que incluye propuestas como jubilación a los sesenta años, nacionalización de grandes empresas y auditoría de la deuda externa entre otros unicornios inofensivos o peligrosos. En esta lista maravillosa de regalos a nosotros mismos  subyace un relato de sencillez catecuménica: unas élites políticas, financieras y empresariales nos han robado lo que es nuestro, lo que nos corresponde, lo que nos merecemos, y no podemos permitirlo. En algunos aspectos (los menos) la música programática suena como un aggiornamiento de la socialdemocracia clásica; en otros (los más) es evidente un heavy metal antiestablishment. Pero su mensaje político-electoral insiste más en lo segundo que en lo primero. Haciendo gala de una brillantez táctica innegable sus dirigentes (y señaladamente Pablo Iglesia) han desideologizado su mensaje básico. Pese a su constatable compromiso profesional e intelectual con opciones de izquierda y revolucionarias dentro y fuera de España Iglesias y sus compañeros de viaje han deseinfectado su lenguaje de retóricas y tics doctrinales para abrir la base electoral de su opción con un éxito bastante rotundo: la mayor parte del voto a Podemos procede del PSOE y de IU, a los que sumaron abstencionistas habituales. No se habla de derechas o izquierdas: el nuevo eje explicativo es el ejemplificado con la expresión “los de arriba y los de abajo”.  La importación de una expresión, la casta, procedente de Italia y popularizada ahí por Beppo Grillo al frente del movimiento Cinco Estrellas, ha gozado de singular fortuna. La casta resulta una expresión vacía de un contenido conceptual preciso, pero con un impacto emocional innegable y lo suficientemente polisémica (o ambigüa) para que todo el mundo vea en ella lo que prefiera. Y esa ambigüedad, en realidad, deviene imprescindible para la expansión de Podemos como oferta política en el mercado electoral español. Lo explicaba muy bien Iglesias cuando, en una reunión política, un joven le pedía que en sus intervenciones televisivas se refiriese sin ambages al capitalismo como un sistema de dominación política y económica de carácter criminal. “Si yo digo eso en la tele”, le replicó pacientemente el profesor de Ciencias Políticas, “el espectador me consideraría un friki…Hay que adaptar el lenguaje para que la gente lo entienda…” Algunos podrán considerar que lo que expone Iglesias es un ejercicio de pedagogía política, pero creo más acertado caracterizarlo como un astuto mecanismo de marketing político y, sobre todo, electoral.
El reto que espera a Podemos en los próximos meses es formidable porque el funcionamiento de un partido asambleario resulta terriblemente complicado, inestable y costoso en término de construcción de acuerdos y mayorías. La experiencia acumulada demuestra que el asamblearismo es un espacio propicio para las escisiones, las rupturas, el descontrol, el aplastamiento de las minorías o la cooptación de voluntades. Iglesias y sus adláteres han ganado el primer asalto: los círculos (o asambleas) les han concedido la potestad de diseñar su modelo organizativo y su congreso fundacional. Lo han podido hacer por dos razones: porque los dirigentes están mejor organizados que las bases y porque están bendecidos por el éxito electoral. Esto último, y su papel de partido nuevo e inocente que no se ha manchado las manos explica, asimismo, que para sus votantes (y no solo) cualquier crítica a Podemos se disuelva en una sonrisa irónica, en una absolución cómplice. La base socioelectoral de Podemos – ha ganado el pasado marzo en distritos de clase trabajadora y media baja y la mayoría de sus votantes tiene menos de cuarenta años – es firme y su recién adquirida fuerza le facilita una política de alianzas electorales amplia y variada: ya no están condenados a cortejar a IU. En 2015 podrían presentarse en Tenerife en listas conjuntas con Sí se puede o en Gran Canaria en solitario. Claro que entonces no bastará con tertulias televisivas, condenas a la casta o promesas justicieras de una renta básica. La contradicción entre un discurso edulcorado y de pulidas aristas “que cualquier persona decente puede compartir” (el doctor Errejón dixit) y las propuestas concretas que dibujan un modelo social que poca o ninguna relación guarda con las socialdemocracias más avanzadas de Europa resultará cada vez más evidente. Y deberán descender a la política cotidiana, municipal y espesa, donde los ángeles y demonios son indiscernibles y demasiado a menudo intercambiables.

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