Retiro lo escrito

Chapuceros, pero irresponsables

La anunciada reforma del sistema fiscal español ha sido mínima y en realidad lo que se producirá entre 2015 y 2016 es un conjunto de rebajas impositivas que afectan principalmente al IRPF y al impuesto de sociedades. Llamar esto reforma es como calificar de nueva repostería a una pastelería que venda más baratas las tartas de toda la vida. En este caso las tartas serán más baratas para la clase media y media baja y para los ricos, a los que también les gusta lo dulce, malditos populistas. Apenas se han rozado los aspectos que convierten estructuralmente al sistema fiscal español en uno de los más deficientes de Europa y gracias al cual se recauda menos y peor, por ejemplo, que en Italia. Sobre el papel el sistema fiscal en España es muy progresivo, pero una pródiga selva de deducciones, reducciones y créditos fiscales, inteligentemente aprovechado, puede conseguir y consigue que las grandes sociedades empresariales – las que pertenecen al IBEX 35 – consigan pagar poco más de un tercio del 30% del tipo nominal que les correspondería.
El Gobierno evalúa en unos 5.000 millones de euros los que dejará de recaudar en 2015 y 2016 con las nuevas medidas fiscales de Cristóbal Montoro y compañía. Lo que persigue, obviamente, es el favor de los electores – y particularmente de sus votantes y simpatizantes – en los próximos comicios autonómicos, locales y generales. Un ciudadano que gane 20.000 euros anuales pasará de tributar el 30% a tributar el 25%. Quizás disponga de unos 120 euros más mensuales y se acuerde agradecidamente de Mariano Rajoy. Las rebajas fiscales – junto a la firma de decenas de miles de contratos basura – sería el aldabonazo del fin de la crisis y los sacrificios en el relato mítico de un Gobierno que ha salvado a España – donde de nuevo comienza a amanecer – de la catástrofe. Una perfecta falsedad que, al mismo tiempo, abre una intrincada incógnita. Han aumentado las sospechas sobre cierta contabilidad creativa – a través del aplazamiento de ciertos pagos – que permitió al Ejecutivo cerrar con un 6,6% el déficit sobre el PIB el pasado año. Pero es que los compromisos con Bruselas establecen que a finales de 2015 dicho déficit debe reducirse al 4,2% y en 2016 al 4,8%. Casi tres puntos porcentuales. Unos 30.000 millones de euros hasta 2017 que serán 60.000 cuando se consiga ese objetivo final del 2,8%. Y solo puede conseguirse aumentando la recaudación o procediendo a nuevos (y feroces) recortes de gasto público.
El Gobierno es un artesano de la chapucería electoralista pero, sobre todo, hace gala de un cinismo gozosamente irresponsable.

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De la urna a la pedrada

La estupefacción de los más conspicuos dirigentes políticos y los tertulianos todólogos en la noche de las elecciones europeas fue un espectáculo inolvidable. Por supuesto que no se descompusieron. Son profesionales más o menos solventes y lo último en descomponerse, precisamente, serán ellos. Tanto el abrupto descenso de los votos de los dos partidos mayoritarios como –sobre todo – la irrupción de Podemos con cinco eurodiputados los dejaron tartamudeando. En vísperas de los comicios, sin embargo, las principales empresas demoscópicas, en sus informes al PP y al PSOE, les concedían entre dos y tres escaños. Podemos es un fenómeno político germinal pero muy atractivo y lo más sorprendente de su victoria es la relativa uniformidad de su apoyo electoral en todo el Estado español. Ha crecido básicamente gracias a votos emigrados del PSOE e Izquierda Unida, pero según el análisis del CIS un 9% de sus votantes había apostado anteriormente por el Partido Popular. Varios cientos de miles de ciudadanos de clase media y media alta le concedieron su confianza a lo que no era por entonces más que una magnífica campaña de marketing alrededor de la labia telegénica de Pablo Iglesias, experto en Gramsci que ha descubierto que la nueva hegemonía se puede construir sibilinamente desde las tertulias de La Sexta.
Este aviso de creciente deslegitimación del sistema político e institucional ha llegado por vía electoral y ha abierto una crisis agónica en el interior PSOE, pero el Gobierno de Mariano Rajoy, el PP y las élites financieras y empresariales del país no han pestañeado. En Canarias tampoco. Es un mal asunto. Porque muy probablemente la próxima advertencia no silbará desde las urnas, sino desde la calle. En estas islas los desempleados de larga duración –aquellos que llevan en el paro más de dos años — ya  rondan los 165.000. En informe presentado por Cáritas recientemente es aterrador: en el año asistieron con alimentos y apoyo sanitario continuo y directo a casi 22.000 personas, aunque la ayuda puntual de la organización llegó a 55.000 canarios. La desnutrición entre niños y ancianos se está convirtiendo en hambre, el cansancio en desesperación, la humillación cotidiana en ira. No es solo una fractura social, como comentó José María Rivero, al borde del precipio de un 30% de isleños abismados en la pobreza y sin la más remota esperanza de liberarse de la misma. Es un síntoma lacerante del fracaso de un país que comienza a no ser viable política y socialmente. Si creen que la gente – decenas y decenas de miles de personas – están dispuestas a transformarse en zombis silenciosamente y para siempre no se sorprendan al recibir el primer mordisco.

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Por un republicanismo convincente

Cuando me espetan reivindicaciones republicanas me sublevo un tanto. No es a mí, ni a los republicanos que vivimos en este país, a los que hay que convencer, sino a la mayoría que no lo son. Y pedagogía republicana se escucha o lee muy poca. Ahora y durante los últimos cuarenta años. Una señal inequívoca de la debilidad del neorrepublicanismo español consiste, precisamente, en que se manifiesta como una identidad ideológica, no como un programa (o parte de un programa) político. Para proponer la república uno se tropieza con evidencias incómodas, aunque sorteables, entre las que la principal es que el reinado de Juan Carlos I ha sido, globalmente, el periodo de mayor estabilidad democrática y descentralización política de la historia de este país, enfermizamente acostumbrado a fracasar entre guerras civiles. Es un tanto irritante. Pero también es cierto que el modelo político-institucional establecido por la Constitución de 1978 demanda reformas perentorias, agusanado por una praxis prostibularia, y en este sórdido contexto resulta perfectamente razonable  reclamar un cambio en el modelo de Estado.
Sin embargo, se me antoja muy discutible que  la mejor fórmula para hacerlo sea agitar la bandera de la II República y pedir que se encarcele a la Familia Real. No promueve la causa republicana repetir sandeces como esa de que “no queremos ser súbditos, sino ciudadanos” ni descubrir ahora escandalizadamente, con apenas medio siglo de retraso, que el monarca que abdicó ayer desayunaba con Franco. Los españoles no son jurídica ni políticamente súbditos de Borbón alguno y su auténtica carta de ciudadanía reside, precisamente, en la Constitución actualmente en vigor, y más concretamente, en sus dos primeros títulos. La soberanía reside en el pueblo, del que emanan los poderes del Estado, y este principio no creo que sería perfectible en ninguna futura Constitución, lleve barba o coleta. La impostada nostalgia por la II República forma parte de esa irreprimible tendencia de las izquierdas de mitologizar sus peores derrotas y –sobre todo — olvidar su responsabilidad en las mismas. Merece respeto como causa perdida, no como ejemplo a seguir. La república en España solo tendrá una oportunidad de éxito cuando sea una aspiración ampliamente mayoritaria, es decir, ni real ni potencialmente conflictiva para una sociedad abierta y plural. Votar a opciones republicanas, fomentar los valores cívicos del republicanismo, solicitar un referéndum pero no para perderlo — como ocurriría ahora mismo — y respetar y aprovechar entretanto el orden constitucional son opciones más oportunas y menos oportunistas.

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Aceleración

Muy a finales de los años sesenta un grupo de marxistas – latinoamericanos, aunque debidamente sobornizados – acuñó la expresión “aceleración histórica” para aludir a los cambios políticos que se sucedían velozmente en el continente: desde la revolución cubana hasta el inminente triunfo de la Unión Popular chilena en un continente el que hervían conflictos, esperanzas, luchas e indignaciones. Después pasó lo que pasó: la habitual lección de la historia burlándose de la retórica. Pero como metáfora la aceleración histórica quizás no sea un instrumento inútil. Hay años en los que la Historia permanece tumbada en el sofá devorando pipas como si no hubiera mañana y años en los que se pone los tenis y se lanza a correr por las calles para estupefacción, confusión o terror de los viandantes.
El establishment siempre tiende a creer que, en esos casos, lo mejor es volver al sofá y seguir por la televisión la mejoría ineluctable de las cosas. Por el contrario están los que piensan que los que han levantado a la Historia de su postración han sido ellos porque la Historia no es otra cosa que ellos mismos cuando se han decidido pasar a la acción y que el miedo cambie de bando: una de las expresiones de mayor hediondez moral que puedan elegirse, porque no se inspira en un sentido de justicia, sino que supura un resentimiento nauseabundo. Al lado del sofá están aquellos que, en en un plazo de tiempo relampagueante, están metamorfoseando un modelo social –y al cabo político – que solo obedece a la autorreproducción indefinida de las élites de poder aniquilando derechos, promoviendo activamente la desigualdad y la transferencia de rentas, eludiendo cualquier auténtica reforma de modernización del país, incluso desde un punto de vista genuinamente liberal. Los que se consideran la misma Historia en movimiento, en cambio, confunden y esparcen la confusión entre sus píos deseos y los limites de la realidad, lo que no quiere decir que sus deseos sean necesariamente compartibles y la realidad no reclame urgentes reformas en un país cuyo entramado institucional cruje y se gana a pulso diariamente una creciente deslegitimación social. Jamás se ha visto un bloque de poder tan estúpida y sórdidamente egoísta y unas izquierdas tan engatusadas en asaltar un cielo que no existe. En estas circunstancias – en este metafórico acelerón – los que expresan dudas, reservas, matizaciones o críticas son unos aguafiestas y habrá que resignarse –como siempre – a ser coceados con entusiasmo o desprecio  por unos y por otros. Hace tiempo ya dejó escrito Walter Benjamin que el ángel de la Historia avanzaba de espaldas y aterrorizado e impotente por lo que va dejando atrás.

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Postureo antisionista

Gracias al profesor Domingo Garí nos hemos podido enterar de que en La Laguna opera, entre sombras y verodes, un poderoso lobby sionista. Para ser justos el descubrimiento parecen compartirlo un conjunto de organizaciones políticas (entre las que figuran IU y Sí se puede) que han denunciado airadamente la celebración en un conjunto de exposiciones y conferencias que, organizadas por la Embajada de Israel y el Centro Sefarad, se celebran hasta el próximo domingo en la ciudad universitaria. Más concretamente el objeto de la indignación son dos exposiciones al parecer intolerables: una muestra del pintor Joseph Bau, quien escapó milagrosamente de los campos de concentración nazis, y una colección de dibujos y viñetas de humoristas gráficos españoles e israelíes con ocasión de los 25 años de relaciones diplomáticas entre ambos países. Un formidable aparato propagandístico con el que el Estado de Israel intenta, presuntamente, sustituir los chalecos por la kipá en La Laguna y diluir en el vino con vino del Tocuyo los crímenes en la franja de Gaza.
Esta reacción de la izquierda local, ligeramente histérica, se apuntala en un conjunto de buenas, malas y discutibles razones. La principal se basa en considerar Israel un Estado criminal. En otro artículo reciente, Domingo Garí especifica aun más la taxonomía y lo denomina un Estado nazi y aun le alcanza el resuello para calificar como cabrones a los que no compartan su punto de vista. En todo momento (es muy sintomático) los judíos son presentados como un bloque tan homogéneo como criminógeno y los palestinos como víctimas que se limitan a defenderse como pueden. Es mucho más cierto lo segundo que lo primero, pero a demasiados antisionistas suele perturbarles la mirada una neblina antisemita. Las élites políticas y militares de Israel están llevando a su país – al que desde los años cuarenta los árabes sueñan con borrar físicamente del mapa – a un dramático callejón sin salida y han hundido sus manos en sangre de miles de inocentes. Pero Israel es también escritores como Amos Oz y David Grossman, políticas como Shulamit Aloni, fotógrafos como Aïn Deülle Lüski y Miki Kratsman, cineastas como Juliano Mer-Khamis. Israel es también las decenas de miles de activistas de una veintena de organizaciones no gubernamentales que combaten a diario contra la militarización de su sociedad y la nefasta influencia de los ortodoxos ultraderchistas y a favor del diálogo y la paz con los palestinos. No comprenderlo, no interesarse por ello, y meter ritualmente un hocico espumeante en una trinchera ideológica no ayuda ni a los israelíes ni a los palestinos, ni en La Laguna, ni en ningún otro sitio.

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