25 de Julio

Afirma el general Abad que si el comandante Gutiérrez no hubiera frustrado el desembarco de Nelson y sus tropas en Santa Cruz de Tenerife, hoy estaríamos hablando inglés. Yo le rogaría al general Abad – aprovechando su bonhomía y su ilustrado carácter – que no dé ideas al Gobierno autonómico para extender el bilingüismo, por favor. Quizás recuerden que el presidente Paulino Rivero – me cuenta recordar que hayamos tenido otro presidente e intuyo que esa percepción será aun más aguda en el futuro – afirmó jacarandosamente, hace un par de años, que los canarios serían bilingües en muy poco tiempo. Rivero no se conformaba, no, con que los niños y adolescentes de las islas aprendieran un buen inglés o un inglés, al menos, comprensible fuera del ámbito de los chistes de Arévalo. Anhelaba en las aulas a miles de clones de Nabokov, Borges o Steiner. Por el momento la cosa va despacio, pero la observación del general Abad puede transformarse en semilla de un futuro disgusto.
Ignoro por qué el general Abad considera implícitamente que hablar inglés sea peor que entenderse (por decir algo) en español. Supongo que trata de señalar así que el Archipiélago, en caso de éxito de Nelson, hubiera caído en manos de la pérfida Albión. Como todas las ucronías, incluso las más modestas, la emborronada por el general Abad en su ocurrente reflexión solo es posible cuando no se ha cumplido. En efecto, si Horacio Nelson hubiera desembarcado en Tenerife y las Canarias se hubieran integrado en el Imperio Británico (por más que no exista plena seguridad causal entre una y otra hipótesis) nos encontraríamos en la prensa con un afable general diplomado en Sandhurst que nos advertiría, henchido de amor patriótico, que si el tal comandante Gutiérrez hubiera rechazado el ataque del almirante Nelson, todos nosotros, qué espanto, hablaríamos en español, y nunca hubieran surgido el pudding de gofio, ni el Trío Zapatista versionaría a The Animals, ni el CD Tenerife estaría jugando al rugby con la cabeza de Miguel Concepción, ni se hubieran traducido por fin al español las novelas de José Manuel de Pablos, y ni siquiera Milagros Luis Brito recitaría a Shakespeare en la solemne apertura del Torneo Interinsular de Criquet “Bakery The Godfathers”. En definitiva, si actualmente formáramos parte de la Commonwealth el desastroso dominio español de tres interminables siglos sobre las islas se nos antojaría un molesto, vergonzoso paréntesis que terminó, como es debido, un 25 de julio inolvidable y sin duda ya olvidado.

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Mentiras

“La realidad vivida es materialmente invadida por la contemplación del espectáculo hasta el punto de que no hay más realidad que la que surge en el espectáculo, y como la realidad surge en el espectáculo, el espectáculo se torna real hasta el punto que todo lo real se torna entonces en un momento de lo falso”. Francisco Camps anuncia que dimite por el bien de España y de Mariano Rajoy. Esta penúltima y grandilocuente cuchufleta es la pincelada final de su autorretrato: un hombre obsesionado por el poder, por sus grotescos delirios de grandeza, por el dolor torturante de dejar de ocupar el trono instalado en su fantasía. Camps se marcha porque no tiene otro remedio: o reconocía en una declaración ante el juez que había cometido un delito o estaba abocado a ser procesado, juzgado y muy probablemente condenado. Carecía de cualquier alternativa y así se lo explicó Federico Trillo, enviado plenipotenciario de Mariano Rajoy. Lo grave del asunto de Camps no son los trajes (por muy interesante que resulte observar la psicología de un pobre hombre fascinado por los trajes a medida gratis) sino sus reiteradas mentiras en la misma sede parlamentaria. Ayer, en el momento de su supremo sacrificio, volvió a mentir de nuevo. Incluso se permitió afirmar, en el colmo de la más delirante insensatez, que los cuatro cargos públicos del PP imputados por el juicio que le espera “son inocentes”, cuando varias horas antes dos de ellos habían reconocido su culpabilidad. Lo hicieron, por cierto, porque Camps y sus más allegados les habían insistido en que el presidente actuaría de igual manera. No lo hizo. Esos dos panolis ya están perdidos.
Mentiras. Y sobre la mentira de un gesto de nobleza y desprendimiento – el mismo desprendimiento y grandeza del que sale de una habitación al ver a entrar a un león – se edifica una grotesca, imbécil, pringosa exaltación del caído a cargo de Rajoy, González Pons y compañía. Dimitir como presidente de la Comunidad Valenciana porque estás a punto de ser juzgado por un delito de cohecho se transforma en un prodigioso ejemplo de nobleza, generosidad, prístina honradez. Están convencidos de que esto les saldrá política y electoralmente gratis, y tienen razón, y tienen razón porque esto ya no es política: la política está muerta, asfixiada por sus trajes a medidas. Esto es puro espectáculo. Nadie ignora que en Sálvame todos, invitados y seudoperiodistas, ejercen un papel, mienten, distorsionan la realidad, se enmascaran unos a otros. Y la gente se lo sigue tragando. Fascinadas por la sórdida mascarada. Por la estupidez del contexto. Por la ambigüa sinceridad de la mentira proliferante. Y la gente los sigue votando.

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A bolsa

Cuando se publique este artículo Banca Cívica ya habrá salido a bolsa. Aunque vete a saber, porque los príncipes monegascos del invento han demostrado, en los últimos meses, una opacidad informativa verdaderamente marmórea. Hablan menos (y peor) de los intereses de sus clientes y de la sociedad española en general que Rodrigo Rato, que ya es decir. Álvaro Arvelo se ha convertido en el último año en un busto ceniciento y sordomudo que se supone instalado en el piso noble de la sede central de CajaCanarias. Cuentan que Banca Cívica (Caja Navarra, Cajasol, Caja Burgos y nuestros esforzados muchachos) se estrenará vendiendo sus acciones (unos 248 millones de títulos, el 47% del capital social de la entidad) a la módica cifra de 2,7 euros. La crapulosa propaganda nos invita a todos a convertirnos en banqueros. En realidad nos animan a rellenarlos el hueco del 48% reservado al tramo minorista. El 50% está reservado a los llamados “inversores institucionales”: bancos, grandes empresas, fondos de inversión y demás fauna de la que Dios te libre. A última hora Caja Cívica ha inflado el tramo minorista por falta de demanda en el institucional.
La mayor parte de los analistas se mueven entre el escéptico y el sarcasmo. Algunos piensan que se está vendiendo como ganga lo que no es más que una peligrosa neblina. En primer lugar, ejem, porque no se conoce el estado de las cuentas de Bankia y Banca Cívica. Nada, no se sabe nada con precisión cuantificable, salvo lo que los gestores de ambas entidades han tenido a bien contarnos desde su indescriptible generosidad. Es preceptivo, según establece la ley del mercado de valores, que las sociedades que pretendan cotizar en bolsa presenten sus cuentas auditadas de los últimos tres años. Pero la CNMV se ha acogido a una cláusula excepcional para no molestar con estas menudencias a los señores Rato, Goñi y compañía. Todos llevan meses cerrando sucursales, echando a empleados, limpiando balances con las mejores técnicas de abrillantamiento para parecer auténticos banqueros al frente de corporaciones convincentemente saneadas, pero que a medio plazo piquen los peces (y, sobre todo, que se interesen los grandes tiburones inversores) es harto problemático en un contexto económico de una crisis espeluznante con créditos y beneficios a la baja y paro y deuda al alza. Que Bankia y Banca Cívica fracasen en bolsa no sería una buena noticia, pero sí el pronosticable segundo acto de un proceso de bancarización de las cajas que en nada beneficia al común de los mortales contribuyentes (ciudadanos y pequeñas y medianas empresas) y que supone un golpe letal para la obra social y cultural de las entidades, en Canarias y en toda España.

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Consecuencias

La dimisión de Casimiro Curbelo como senador les sabe a poco a algunos conspicuos dirigentes del PSOE, como Elena Valenciano, cuyo poder e influencia se han engrandecido desde que Alfredo Pérez Rubalcaba la designó directora de la más o menos inminente campaña electoral. Para Valenciano el señor Curbelo no debería continuar un día más en las filas del PSOE. La dirección regional de los socialistas canarios había llegado, hace cuarenta y ocho horas, a un acuerdo con Curbelo: renuncia a tu acta en la Cámara Alta y nosotros tranquilizaremos a Valenciano y a otros prebostes del comité ejecutivo federal: a José Blanco, por ejemplo, le parece bastante con eso. El vicesecretario general, sin embargo, no se ha movido un ápice ni ha descolgado un teléfono, y no lo ha hecho, es obvio, porque entiende que el crepitante tormento de Curbelo forma parte, precisamente, de la precampaña electoral, y eso es predio de la compañera Valenciano. Casimiro Curbelo, en esta encantadora lógica, sería la contrafigura de Francisco Camps: observa, oh pueblo, como nuestros impresentables dimiten, y no como otros; repara, oh indignada muchedumbre, como le zurramos la badana a los peores de nuestra misma sangre. José Miguel Pérez se ha puesto nervioso, si es que esté hombre tiene mayor densidad nerviosa que una coliflor, y ha ahondado en naderías, que es su especialidad retórica, mientras insiste en llamadas telefónicas perfectamente inútiles. Nadie sale a defender a Casimiro Curbelo. Nadie imparte una orden para detener el incendio.
Hace veinte años las elecciones las ganaba en La Gomera el socialismo. Pero desde hace mucho tiempo las gana el curbelismo, como demuestra que la pérdida de concejales y diputados no influye en absoluto ni en las sucesivas mayorías absolutas en el Cabildo ni un escaño ampliamente renovado en el Senado. El curbelismo: la arquitectura de un sistema de clientelismo político impresionantemente ramificado y de una eficacia estremecedora cuyo astuto e incansable artífice dedica quince horas diarias a supervisar, engrasar, perfeccionar. Un keynesianismo precolombino. Casimiro Curbelo no se dejará arrasar: ni admite dejar el poder, después de ganar las elecciones hace apenas dos meses, ni puede consentir que su defenestración le impida seguir desactivando graves denuncias contra su gestión que dormitan en los juzgados. El PSOE puede encontrarse, en pocos meses, desarticulado en La Gomera y con Curbelo, cual guirre fénix, al frente de su propio partido.

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Derrotado

1. ¿Puede ser uno un buen político y frecuentar los locales de alterne? ¿Y si no los frecuentas habitualmente? ¿Y si, digamos, lo has hecho cuatro, cinco, diez veces en tu vida? ¿Un político es deshonesto porque tenga o haya tenido tratos con prostitutas? ¿Y los políticos reiteradamente infieles a sus esposas? ¿Los que les ponen pisos a las queridas, por ejemplo? ¿Son menos o más repugnantes? Creo que son preguntas que deberían responder ciudadanas como la exconsejera socialista del Cabildo de Tenerife que ha expresado su dolor por el silencio de sus compañeras ante el escándalo protagonizado por Casimiro Curbelo. No son preguntas irrelevantes, a mi juicio. Afectan directamente al concepto de moral pública, así como a los principios de privacidad de los ciudadanos, incluidos los políticos electos, en una democracia representativa. ¿Hasta qué punto es lícito aplicar un código moral a los políticos en asuntos ajenos a sus responsabilidades gestoras, y en especial, en lo que respecta a sus comportamientos sexuales? ¿Y qué código? ¿El tuyo, el mío, una media ponderada de valores a partir de una amplia encuesta del CIS?
2. Los diputados y senadores solo pueden ser detenidos en caso de flagrante delito, y Casimiro Curbelo y su hijo cometieron el delito de agredir a la policía, por lo que…Un momento, solo un momento, por favor. Una pregunta central. ¿Por qué fue detenido Casimiro Curbelo? ¿Por haberse tomado copas en un prostíbulo donde su hijo protagonizó una bronca? No, no fue detenido ni por estar borracho, ni por armar una bronca que el prostíbulo no denunció. Fue detenido por insultar a los policías e intervenir físicamente en el momento en el que el hijo – no él – empujó con el puño, más que pegar empujó, a uno de los guardias. Y según el propio atestado policial, fue entonces cuando se enfureció y recordó a gritos su condición senatorial y berreó denuestos e insultos. Es muy verosímil que la policía tomase sus palabras como las estupideces fantasiosas de un borracho. Y fue entonces cuando lo entalegaron. Cinco o seis horas. Insultar a un policía no es un delito penal, sino una falta. Los protocolos policiales establecen, en estos casos, que se debe proceder a identificar al sujeto y posteriormente denunciarle por una falta de injurias contra la autoridad, y solo en el caso de que se niegue, se le podrá trasladar (es una retención, no una detención) a la comisaría más cercana, para efectuar ahí la identificación. A Curbelo lo enclaustraron en un calabozo hasta avanzada la mañana.
3. ¿Estaba Curbelo obligado a dimitir? Probablemente. Rompió la omertá consigo mismo. Se encontró consigo mismo con testigos delante. Lo que no han podido los juzgados dormidos ni la mierda clientelar lo ha logrado hacer él solito: sólo él se pudo derrotar.

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