democracia

Ejemplaridades

La ejemplaridad es el valor que sirve de eje para la admirable pero un poco angelical tetralogía del filósofo Javier Gomá. Para Gomá la ejemplaridad es un requisito necesario de la democracia, construcción humana producto de la experiencia que intenta buscar un horizonte trascendental más allá de de nuestra mísera finitud. La democracia nos permite – por así decirlo –sobrevivir humanamente sobre una moral pública compartida como espacio colaborativo y solidario. La ejemplaridad es el más decantado producto del compromiso democrático que contraemos para ser y seguir siendo ciudadanos. Una forma pública de la sinceridad, una materialización del compromiso con nosotros mismos y con los demás. Es difícil contradecir un desarrollo argumental tan delicado y noble como el de Gomá, que termina incluyendo  la propuesta de “un consenso sentimental de una comunidad libre y con buen gusto” (sic). Estupendo, pero para alcanzar ese nivel de feliz abstracción uno tiene que tener aprobadas, por lo menos, unas oposiciones al cuerpo de letrados del Consejo de Estado.

Deploro que Gomá no explique demasiado detalladamente lo que entiende por democracia o que, en general, categorice fenómenos o instituciones políticas y sociales en una campana de cristal, artificiosamente ajenos a todo conflicto o contradicción. Quizás por eso puede afirmar cosas tan asombrosas como que “si la mayoría de los políticos fueran ejemplares, las leyes serían menos necesarias”, lo que es tanto y tan relevante como aseverar que si existieran más personas bondadosas, las personas malvadas se sentirían más solas e incapacitadas para provocar dolor, daño o aflicción. La ejemplaridad, igual que la honestidad o el sacrificio por el bien común, puede ser lo que parece, pero también puede formar parte del festival de simulacros en la que viven instalados partidos, dirigentes o mandamases varios. Tal vez un par de ejemplos recientes puedan explicarlo mejor.

El administrador único de RTVC ha optado por la red social Twitter para explicarse a propósito del nonato programa Mentes divergentes, que le cedió –al parecer gratuitamente –el Cabildo de Tenerife a la televisión pública, un programa de entrevistas realizadas por el polifacético vicepresidente Enrique Arriaga y que fue presentado en una rueda de prensa con la participación del propio Francisco Moreno. En un punto de su peregrina apología, Moreno tira, precisamente, de la ejemplaridad para explicar que solo por ser patológicamente responsable sigue atado al potro de tortura que supone su cargo. “Espero que esta acabe pronto”, parece gemir a manos de sus sádicos contradictores. Es difícil creer que la dimisión de Moreno supondría el fin del mundo, ni tan siquiera de esa pequeña porción del mundo que es RTVC. Se intuye que el administrador único imagina las manifestaciones en Taco o La Isleta con miles de personas gritando, como en Amanece que no es poco: “¡No te marches, Paco, que todos somos contingentes, pero tú eres necesario!”.

El otro caso de posible ejemplaridad impostada que puede citarse es el del exdiputado y exsecretario de Organización de Podemos, Alberto Rodríguez, que se ha descolgado con un comunicado en el que anuncia urbe et orbe que va a solicitar su reingreso a su puesto de trabajo en Disa como “obrero industrial”. Rodríguez se deleita advirtiendo que podría utilizar los contactos adquiridos en política para encontrar un lugar supuestamente más plácido, pero que él prefiere volver a su curro para ganarse el pan y tal. Cuanto más publicitada esté la ejemplaridad, como una medalla que se pone a sí mismo el interesado, más cabe sospechar sobre su sustancial real. Cientos de políticos vuelven cada tres, cuatro, ocho años a su curro original sin lanzar al viento comunicados emocionantes. Y por otra parte, si Rodríguez pretende encabezar o promover un nuevo movimiento político de izquierda entera y verdadera en Tenerife y Canarias, su credibilidad quedaría muy dañada en caso de apoltronarse en cualquier sinecura. Una ejemplaridad la suya hábil, elegante y astuta, pero sobre todo, muy previsora.

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Memoria y olvido

Sí, estoy de acuerdo en que retiren los restos de Francisco Franco del Valle de los Caídos, un conjunto monumental de una vulgaridad ciclópea creado por el dictador a mayor gloria de su triunfo criminal y de su propio caudillaje. Cuando el 1 de abril de 1959 la Basílica fue inaugurada, Franco se acercó al arquitecto y director de las obras, Diego Méndez, y le comentó: “Bueno, Méndez, y en su momento, yo aquí, ¿eh?”. El franquismo nunca se asumió como un régimen abierto a todos los españoles. Por su propia naturaleza ni podía ni quería suscribir ningún propósito conciliatorio, Su  mundo ideológico distinguía perfecta y aviesamente entre vencedores y vencidos y así se mantuvo hasta el final.  Por lo demás el Valle de los Caídos forma parte del patrimonio del Estado y resulta bastante repulsivo que acoja el mausoleo de un déspota sanguinario. Y, sin embargo, no deja de ser entre decepcionante y cansino escuchar a las izquierdas hablar de Franco en el Congreso de los Diputados como si fuera un enemigo al que se debe exterminar cuarenta años después de muerto. Este país sería un lugar adulto y maduro si un simple decreto estableciera la desaparición del mausoleo y la entrega de los restos a la familia del dictador, sin una derecha que remolonea estúpidamente para no correr el inaudito riesgo de parecer rogelia ante las muchas decenas de miles de votantes filofranquistas, y una izquierda empecinada en mantener a Franco con respiración simbólica asistida.

En uno de sus últimos libros Todorov señalaba la aparición en Europa de un culto nuevo y obsesivo, “el culto de la memoria”.   Recuperar una memoria falseada, secuestrada, olvidada deviene sin duda un deber ético, pero insistir en rescatar toda memoria y cualquier memoria con porfía y dramatismo supone entrar en un dédalo de contradicciones en el que todos los materiales e intenciones no son dignos ni nobles. Entre otras razones, porque cualquier operación de rescate de la memoria se realiza selectivamente desde unos supuestos culturales e ideológicos concretos y que, por supuesto, no se comparten con unanimidad. Hace unos días el Parlamento de Canarias decidió que en los museos de las islas “debería explicarse el genocidio de los guanches”. Admitamos que se trató de un genocidio para no lastimar la sensible piel de sus señorías.  En todo caso, un acto cruel y bárbaro sin duda. Pero me pregunto – sin demasiado entusiasmo — cuándo pediremos perdón los canarios por haber sido plaza de compraventa de esclavos, por ejemplo. En Las Palmas de Gran Canaria, en Santa Cruz de Tenerife, en La Laguna y en algunas otras localidades isleñas se vendieron esclavos, fruto de las sacas que se practicaban bajo estrictos criterios empresariales en las costas africanas. Algunos se quedaron aquí, comprados para trabajar, en condiciones bastante peores que las de un diputado, en los ingenios azucareros.

También en numerosas ciudades españolas las nuevas fuerzas izquierdistas, izquierdosas o izquierderas han multiplicado propuestas para llenar todas las calles de lápidas y paneles que divulguen y exalten a víctimas del pasado próximo y remoto, con especial preferencia por la Guerra Civil y la II Guerra Mundial. La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, pretende señalar, para que no se olviden jamás, los lugares de tortura y confinamiento durante el franquismo más duro. Arcadi Espada ha preguntado inmediatamente si se incluirá una placa en el domicilio natal del prócer catalanista Franscisco Cambó, que financió a Franco y a sus ejércitos con cientos de millones de pesetas de la época. Lo peor de esta tendencia son dos cosas. Primero que si existe una serpiente peligrosa agazapada en la memoria histórica es fundamentar su rescate y asun su reivindicación misma en el patetismo y la victimización. Y segundo, que el número de víctimas, individual y colectivamente consideradas, es virtualmente infinito, y pronto no se dispondría de espacio para los peatones. Ni para la convivencia. Ni quizás para la memoria misma, que está hecha de recuerdos y olvidos, y no de una luz cegadora y justiciera. No se debe recuperar ni conservar la memoria para tener siempre la razón.

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Con permiso

No sé si escribir sobre Venezuela. Imagino que uno debería de pedir permiso. Permiso a la derecha española, que considera a Venezuela, celosamente, un valioso y aterrador comodín, una severa advertencia que le sale gratis para explicar lo que ocurriría en este país si un día, no lo quiera Dios Nuestro Señor, el PP pierde las elecciones y los bárbaros entran en la ciudad, como predijo Cavafis – un primo lejano y ligeramente vicioso de Andrea Levy –. Permiso a las izquierdas, para las que hablar o escribir sobre Venezuela – si no es para alabar las dotes políticas o coreográficas de Nicolás Maduro – resume una forma de complicidad con la derecha más reaccionaria y corrupta de Europa, porque cada vez que se critica al chavismo se pierde la oportunidad de criticar en ese mismo instante a Mariano Rajoy y sus cómplices y, además, muere un gatito que siempre siempre se llama Vladimir.

Correré el riesgo. Que me sirva como eximente de esta grosería ser venezolano y tener familiares y amigos en Venezuela, más los que tengo aquí, refugiados en Canarias después de huir de su país para poder vivir con cierta dignidad y sin el pánico asfixiante de ser asesinados, heridos o secuestrados en cualquier momento del día. Y sin soportar la autoritaria, militante y cada vez más invasiva y mentirosa imbecilidad del chavismo, por supuesto. Se podría empezar por el aislamiento penitenciario de Leopoldo López. Su traslado desde su modesta celda a un agujero incomunicado y que, después de más quince días, aun no ha sido debidamente reportado a sus abogados. Es innecesario tener una magnífica opinión sobre las convicciones ideológicas de Leopoldo López, en realidad es irrelevante, para admitir la farsa judicial que condujo a su condena – leer la sentencia produce una vergüenza ajena que te lleva hasta el vómito – y denunciar su entierro en vida. Controlan el gobierno federal, la inmensa mayoría de los gobiernos estatales y los municipios, las fuerzas armadas, la judicatura y los sectores económicos estratégicos, pero debe evitarse a cualquier precio que Leopoldo Pérez pueda hablar con nadie, porque con su traidora saliva es capaz de tejer macabramente un golpe de Estado entre labio y labio, entre grito y grito, entre el hambre y el dolor. Porque los señores y señoras del régimen chavista son débiles, son víctimas, son los bondadosos, casi melancólicos acosados. Los pobres policías armados hasta los dientes acosados por decenas de miles de manifestantes en camiseta y guayaberas. Sí, acosados, que lo he leído en las hojitas parroquiales (digitales o no) de nuestros admirables izquierdosos. Siempre ocurre igual: los policías aterrados por los manifestantes que gritan ¡gloria al bravo pueblo! a un nivel de decibelios inequívocamente contrarrevolucionario y que no tiene otro objeto que destrozar con alevosa crueldad los tímpanos a los gorilas uniformados.

¿Y la convocatoria a una constituyente? Hace muy pocas semanas el cada vez más payasesco (y miserable) Nicolás Maduro anunció que las elecciones estatales que fueron suspendidas el pasado diciembre se celebrarían este mismo año. No ha sido suficiente, por supuesto. Las encuestas que maneja el gobierno no solo señalan que Maduro sería desalojado del poder, sino que perderían en la mayor parte de los estados en liza. Así que se les ha ocurrido una idea realmente ingeniosa: hagamos una nueva Constitución. De acuerdo, el mismo Maduro salmodió que la Constitución era la Revolución y que la Revolución era la Constitución y todas esas pendejadas que se le ocurren en el retrete al compañero presidente, después de consumir demasiados tequeños, pero da lo mismo. Se convoca, por tanto, una constituyente, vulnerando los procedimientos establecidos en la Constitución vigente para hacerlo, y lo más arrecho de todo es que quienes la redactarán no serán los diputados, ni siquiera una futura asamblea elegida democráticamente para tal objetivo, sino ciudadanos previamente cooptados por el Gobierno.

Disculpen unos y otros por hablar de Venezuela. Es una de mis patrias y una pútrida cuadrilla de canallas endiosados, servidos por el interés mezquino y la estupidez lacayuna, la están aplastando, vampirizando, aniquilando, enmierdando económica, social y moralmente.

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Nos están echando

Claro que Emmanuel Macron no es Marine Le Pen ni viceversa. Y por supuesto que hay que pedir (y explicar) el voto al primero para frenar a una extrema derecha que pretende haberse normalizado como partido pero que plantea la destrucción de la República y su sustitución por una suerte de Vichy revisitado. También es cierto que en las democracias liberales la elección suele dirigirse a excluir el mal mayor. Y aún así una democracia agusanada por los escándalos de corrupción que presenta como horizonte más plausible impedir el desembarco en la Jefatura del Estado a una fuerza autoritaria, populista y xenófoba no parece ya no excitante, sino simplemente viable a largo plazo. Más del 70% de los votantes franceses han evitado depositar su confianza en socialistas y gaullistas, los dos grandes partidos de la República desde los años setenta, y el más votado es un ex ministro que casi improvisó una plataforma política en pocos meses. El sistema político francés está mutando a toda velocidad y uno de los motores del cambio es la atracción fatal de toda la derecha  — y una parte no desdeñable de la izquierda – por lepenizarse moderadamente. Lo suficiente para no perder totalmente su atractivo electoral.
Entre las docenas de libros y panfletos que intentan una interpretación verosímil y útil de lo que ocurre está el último libro de un periodista inglés, David Goodhart, El camino a algún lugar,  donde encuentra la matriz del populismo triunfante en la dicotomía – y enfrentamiento — entre los cosmopolitas –las élites políticas y culturales que se encuentran cómodas o se adaptan tanto a nuevos espacios físicos y mentales como al proceso de globalización económica – y los somewhere, aquellos que son de algún lugar, aquellos que se identifican con las culturas, usos y costumbres de comunidades (la región, la ciudad, el barrio) que se sienten amenazadas en su integridad ( en la conservación de sus trabajaos y sus valores morales) por la inmigración y la degradación económica de su entorno. El populismo consiste básicamente – según Goodhart, que no es precisamente muy original – en un discurso político que le trasmiten a los somewhere que, contra los defensores de lo políticamente correcto,  ellos tienen razón, tienen toda la razón en indignarse, en asquearse, en rechazar con toda su alma a los que contaminan y pretenden destruir su comunidad de creencias, costumbres y valores, y que se les devolverá el poder sobre sus propias vidas, por ejemplo, rebajándoles sus impuestos para dejar en sus bolsillos cincuenta dólares más cada año.
Sí, esa es la estratagema de los movimientos populistas conservadores, los que llevaron a Donald Trump a la Casa Blanca, los que propagaron y consiguieron la victoria del Brexit, los que han convertido al Frente Nacional es una fuerza política potente y votada por millones de obreros, pequeños comerciantes y desempleados. Una mezcolanza ideológica entre las preces del neoconservadurismo moral y las milagrosas virtudes de la desregularización económica y la privatización de cualquier servicio público. Pero la tesis de Goodhart solo explica un modelo de gestión y propaganda electoral que intenta aprovechar una situación y crear enemigos exteriores para ganar elecciones y legitimar praxis políticas racistas, discriminadoras, excluyentes. Porque la crisis de las democracias representativas hunde sus raíces en su incapacidad para impulsar reformas políticas, jurídicas y sociales que respeten e impulsen los derechos y libertades de los sujetos y el bienestar de las poblaciones. Unas democracias sin ciudadanos y sin potencia transformadora que se resigna a una relación ancilar con los poderes financieros y económicos transnacionales. Robert Dahl explicó como sin desarrollo capitalista no prospera una democracia liberal y parlamentaria pero que a la vez las exigencias de crecimiento, transformación y dominio del capital condicionan fuertemente los límites emancipadores de las democracias liberales. Unas democracias parlamentarias cada vez más débiles, más prostituidas, más inverosímiles. El ideal democrático – asentado en los valores ilustrados y en la aspiración a la libertad y la justicia — era, precisamente,  nuestro somewhere político. Y nos están echando.

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Tercermundistas

Por decisión soberana del Parlamento de Canarias a  Antonio Brufau, presidente ejecutivo de Repsol, no se le invitará ni a un cortadito en ninguna recepción, celebración, guatatiboa o convocatoria que organicen las autoridades autonómicas. Sin duda un golpe duro para el hombre que mancilló el honor patrio llamándonos tercermundistas. Después de aprobada la propuesta de resolución  — solo el PP se abstuvo – los diputados, supongo, respiraron aliviados. Particularmente espero mi turno. Porque no, yo no creo que Canarias sea un país tercermundista, pero tiende a ser un país idiota. Un país idiota es aquel que tiene, por ejemplo, más de un 26% de su población activa en el desempleo. Un país idiota es el que lo apostó casi todo al turismo, a la construcción y al maná de los fondos europeos. Si quieren ustedes se trata de la idiotez egoísta y cortoplacista de una élite empresarial ampliamente garrula y oportunista, pero es que los curritos se lanzaron con entusiasmo a poner ladrillos, cargar bolsas de cemento y alicatar apartamentos y miles dejaron los estudios porque se ganaba una pasta en los sures mitológicos. Ahora, cuarentones y cincuentones con un futuro castrado  y el alma sepultada en zapatos remendados, se momifican en las plazas y en los baretos de los barrios. Es una prueba de nuestra indigencia política, social, intelectual que al señor Brufau le importa un bledo, pero que a nosotros también.

Fernando Clavijo abocetó en el debate parlamentario un ambicioso plan educativo para que los niños y jóvenes canarios  — que viven en una comunidad que se dedica básicamente a actividades turísticas – aprendan inglés. Por cierto, la mayor debilidad de esta iniciativa no está – contra lo señalado por el PSC-PSOE – en que carezca de ficha financiera. El error central del plan es que la adhesión al mismo por profesores y centros docentes tendrá un carácter voluntario.  Simplemente, no se puede trazar un objetivo académico estratégico en el ámbito educativo – que incluye nada menos que inglés como idioma vehicular en las aulas isleñas — fiando su consecución a la voluntariedad de profesores y centros en el esfuerzo. Bajo esta disparatada premisa el plan está destinado al fracaso. Y la responsabilidad de que la inmensa mayoría de los escolares canarios no hablen inglés fluidamente no cabe achacarla exclusivamente a los sucesivos gobiernos autonómicos. A la llamada comunidad educativa el aprendizaje de idiomas extranjeros le ha importado un higo-pico. Sí, es un poquitín tercermundista que los canarios no hablen aceptablemente un inglés básico, algo que sí ocurre entre adolescentes y jóvenes de países no precisamente nórdicos. Es muy, pero que muy imbécil pensar en una modernización y diversificación  de la economía regional sin una población bilingüe que maneje el inglés con corrección y naturalidad y con una proporción de licenciados en Derecho o en Filología que triplica a los titulados en ingenierías: así no hay manera de hacerse un hueco habitable en la economía globalizada. Y apenas exagerando algo: así, con un ejército de leguleyos de secano, filólogos sobrevenidos y auxiliares administrativos es difícil enfrentarse con las actitudes depredadoras de grandes empresas multinacionales y avanzar en el control de nuestras propias vidas como individuos y como pueblo.

A mí el tiempo me ha enseñado dolorosamente la ambigüa lección de la esperanza. Seguiré disfrutando de la degradación de nuestras expectativas como pequeño pueblo atlántico mientras espero que el Parlamento – o en su defecto La Garriga – me declaren persona non grata  por creer que la única claridad que nos inunda es la del sol de nuestra eterna primavera.

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