democracia

Envenenamiento religioso

Una concejal — ¿se puede decir que de Podemos? – se ha manifestado contra el espectáculo sangriento de las corridas de toros, pero se ha negado a firmar una declaración de condena de su ayuntamiento contra los atentados en Bruselas. No recuerdo que pretextó esta mendruga, pero semejante imbecilidad moral está más extendida de lo que se cree entre los altos páramos de la izquierda. Porque no muy diferente es ese breve rodeo argumental que pretende demostrar que la matanza de Bruselas – como las de París o Madrid –no tienen otros culpables, en fin, que nosotros mismos. O, en todo caso, que los gobiernos europeos. Les pondré un ejemplo: un tuit de Izquierda Unida – replicado una y otra vez por sus organizaciones territoriales y fuerzas afines, por supuesto – del que se podía deducir sin mayores complicaciones que si se acababa con la pobreza (¿dónde) y no se le vendías armas (¿a quién?) el terrorismo yihadista desaparecería como un azucarillo en el agua. Desde este punto de vista la religión sería apenas un asunto colateral de la violencia terrorista de origen islámico, un canal por donde circularía y estallaría una ira más o menos justificada y justificable, aunque estuviera terriblemente equivocada. Por supuesto, estas simplezas se venden como si fueran verdades cuidadosamente ocultas por los verdaderos poderes de las democracias liberales: menos mal que está gente como Alberto Garzón, por ejemplo, para ilustrarnos.
Deberíamos construir otro discurso crítico más lúcido, más honrado intelectualmente, más capaz de provocar cambios y garantizar la seguridad sin socavar los derechos constitucionales. Reconocer, por ejemplo, que el terrorismo yihadista se nutre básicamente de odio religioso, una fuerza atroz que ha recorrido la historia humana para ahogarla en sangre y sembrarla de ignominia. El milenarismo islamista se explica porque esta confesión religiosa no ha sido combatida, por supuesto, para dejarla en su sitio, como ha ocurrido durante los últimos siglos con las confesiones cristianas y con el judaísmo en sociedades cada vez más secularizadas. Sí, es cierto que el Islam puede ofrecer luces brillantes entre sus sombras criminales (el Mut´azili, en sus inicios una teología de vocación racionalista, el iman al-Shatibi, un jurista excepcional del siglo XIV que propugnó cautamente una separación entre iglesia y estado o hasta un pensador ateo del siglo IX, el divertido al-Ma’ari, cuyas estatuas derribó Al AQaeda en Siria hace pocos años) pero no una evolución hacia la modernidad científica y filosófica. El Islam,  lo mismo entre chiitas que entre sunitas, se considera fuente de autoridad política y regulador de normas de convivencia pública. Es sumamente difícil encontrar un musulmán que entienda que su libro sagrado no debe codificar las relaciones sociales entre los hombres y limitar los poderes públicos.
Dos de los jóvenes responsables de los atentados en Bruselas eran belgas y se educaron como belgas. No sufrieron hambre, ni violencia institucional, ni invasiones militares. Les envenenó una religión y su visión grotesca, cruel y sanguinaria del mundo. Por supuesto que las agresiones imperialistas y los gobiernos corruptos alimentan suplementaria   — y muy intensamente — este odio llameante. Pero es una rencorosa rabia de siglos, no una reacción ante la política de Washington o la fundación del Estado de Israel.

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Una patología social

Hace poco un programa de televisión que no suelo ver (Salvados) dedicó su tiempo a la explotación de niños y adolescentes en Asia por grandes firmas de ropa norteamericanas y, sobre todo, europeas, sin excluir, como es obvio, a las españolas. Los únicos que hicieron más ruido que las plañideras indignadas fueron aquellos que señalaron las virtudes de este modelo de explotación neocolonial por empresas de capital globalizado y dotadas de una estrategia de deslocalización permanente. Estos realistas venían a decir que sin trabajo en los talleres textiles los niños y adolescentes asiáticos morirían de hambre o, en todo caso, sufrirían unas condiciones de vida todavía peores. Insistían en que, gracias a Inditex y otras bienaventuranzas, poco a poco aumentaría el consumo interno, se incrementarían los salarios, se formaría una clase media democratizadora que construiría o fortalecería una sociedad moderna. Es muy sorprendente. Al parecer el desarrollo libre y natural del capitalismo conduce invariablemente al bienestar generalizado y al Estado democrático. Y de eso nada, por supuesto. Es muy recomendable la lectura de una investigación historiográfica impresionante, El imperio del algodón. Una historia global,  de Sven Beckert,  para demostrar que el paso del capitalismo de guerra (basado en mano de obra esclava) al capitalismo industrial (basado en mano de obra más o menos remunerada) requirió tanto de luchas y revueltas como de la colaboración sistemática de los nacientes Estados liberales. Y de la misma forma el capitalismo industrial no prohijó los derechos laborales ni el voto democrático ni los servicios sociales y asistenciales propios del Estado contemporáneo. Los derechos políticos y sociales han sido el resultado de  un combate terrible y complejo entre las fuerzas del trabajo y los intereses del capital, sostenido durante muchas décadas a través de avances y retrocesos, empleando inteligencia, sacrificios, tenacidad, sentido de la dignidad, organización y liderazgo.
Con las condiciones políticas, sociales y laborales de la mujer en nuestra sociedad  ocurre exactamente lo mismo. Las Constituciones democráticas no transforman inmediatamente la realidad, las leyes no son sortilegios que basta pronunciar para que sean cumplidas. Si así fuera no se asesinaría cada cuatro o cinco días a una mujer en este país por el hecho de serlo. Hay que repetirlo: por el hecho de ser mujer y no por ninguna otra razón, y eso es lo miserable, lo terrible, lo intolerable. Si cada tres o cuatro días se asesinara a un musulmán, a un otorrinolaringólogo o a un señor pelirrojo un pasmo furibundo recorrería todas las esquinas del mundo social y se exigirían medidas ya y más medidas mañana para acabar con esa salvaje conspiración. Que las asesinadas sean mujeres, en cambio, solo produce una apesadumbrada indiferencia, y esa aceptación, por más que está enraizada en cierto malestar, señala una patología moral supurante en la sociedad española. Más recursos económicos y técnicos contra la violencia femenicida, más esfuerzos programáticos y lucidez docente para la educación en valores desde la primera infancia, más reformas legales y reglamentarias (para igualar los permisos por maternidad y paternidad, por ejemplo) y más inversión en guarderías públicas con el objetivo que la carrera laboral de las mujeres no contemple el desgarro entre la ambición profesional y el cuidado de los hijos. Estamos embadurnados de sinrazones y estupideces cotidianas que continúan trasmitiendo jerarquías y estereotipos insoportables. Acabo de contemplar, por ejemplo, a un ciclista que, después de ganar la carrera es premiado con besos y sonrisas por una azafata minifaldera, como ocurría en los torneos mediavales, en los que las más bellas coronaban a los más fieros vencedores.  Por eso lo imprescindible es activar el compromiso de todos contra ideologías legitimadoras y hábitos culturales machistas, porque esto es un problema común de mujeres y hombres si se prefiere vivir una vida civilizada y digna y compartir las maravillas y pesadumbres del mundo. Lo que no se comparte no existe.

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Desigualdad, pobreza y democracia

Un reciente informe sobre la desigualdad de Oxfam Intermón se suma – con sus peculiaridades analíticas – a los análisis de la OCDE y a consultorias españoles y extranjeras para evidenciar de nuevo que la desigualdad es a la vez resultado y estímulo del malestar económico y social que llamamos ahora mismo recuperación económica. Lo más obvio – la reacción inmediata – es que la desigualdad  — una desigualdad cada vez más amplia y brutal – representa una injusticia. Desde luego que lo es. Y la desigualdad de oportunidades no comienza en el sistema escolar, sino mucho antes, en la misma salud perinatal, como explica un reciente artículo de Héctor Cebolla y Leire Zalazar en politikon.es. Existen evidencias que sostienen que la desigualdad comienza en el primer minuto de la vida. En España el porcentaje de niños que pesa al nacer menos de 2.500 gramos ha crecido hasta llegar al 7,8% de los partos en 2013, lo que supone un incremento de más del 100% respecto a 1980. La inmensa mayoría de madres de ese 7,8% era desempleada, de clase trabajadora o media baja y con estudios primarios. Un escaso peso al nacer suele significar estadísticamente una morbilidad y mortalidad más tempranas y una salud adulta más frágil. Pero la desigualdad en las rentas – es decir en el acceso a la sanidad, a la educación y a la cultura – no es únicamente una injusticia estructural. Pasado cierto umbral – y sostenido además en el tiempo – equivale a una pésima noticia para el sistema económico en general y para un crecimiento sostenido y sostenible en particular.
Canarias es un mal ejemplo que viene estupendamente al caso. En los últimos treinta años el archipiélago ha sido incapaz de descender del 10% de desempleo; actualmente los parados todavía superan el 28% de la población activa, aunque se repitan con monótono entusiasmo que se están creando muchos empleos. Y se crean, pero para destruirse en pocas semanas o meses: en la hostelería turística, por ejemplo, el modelo de rotación de contrataciones funciona tan operativamente como en los años noventa, pero con peores condiciones laborales. El salario medio es inferior a los 1.400 euros mensuales y fuera del casi privilegiado mundo funcionarial apenas llega a los 900. Solo el 2% de la población gana más de 60.000 euros anuales. Las clases medias apenas representan el 25% de las familias. ¿Cómo puede tirar el consumo en estas condiciones? De ninguna manera: el pequeño comercio ha sido una víctima fulgurante de la recesión económica y han cerrado cientos de establecimientos desde 2008. ¿Cómo puede mejorar la productividad? Es imposible: la curva de la productividad desciende desde mediados de la primera década del siglo; aquí solo se entiende la mejora de productividad como salarios mezquinos y precariedad temporalizada. ¿Cómo puede crearse valor añadido en una sociedad económicamente dualizada, con una economía basada en la explotación intensiva de servicios turísticos y un desempleo estructural descomunal? Simplemente no hay manera.  Las altas tasas de desempleo, los salarios modestos, la decreciente productividad, el bajo valor añadido que genera la actividad económica no son circunstancias coyunturales, sino factores necesarios para la continuidad de un modelo de crecimiento económico basado en la construcción y el turismo de sol y playa. El turismo, ciertamente, nos quitó el hambre canina, pero amenaza con condenarnos a una desnutrición crónica.
Y como ocurre en el resto del mundo, la desigualdad – el nuevo nombre de la pobreza – es aquí, en estas ínsulas baratarias, la mayor amenaza para la supervivencia de los maltrechos principios e instituciones democráticas. Porque las transforma en cascarones amargos y vacíos, en muecas burlonas y doloridas de lo que una vez pudo haber sido y no fue.

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Misas pecadoras

Sé que les parecerá inverosímil, pero después de los últimos días – en fin, de los últimos milenios –todavía puede encontrarse gente con las suficientes reservas de indignación cívica para lamentar doloridamente las misas por el alma y la salvación eterna de Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera que se celebraron ayer en muchas capitales de provincia españolas y que fueron debidamente comunicadas a través de las habituales necrológicas en la prensa. “Esto es inconcebible en una sociedad democrática”, le leo a algún joven y arrebatado político. De verdad, no entiendo tanta grandilocuencia. Una fundación con el nombre del dictador es la que encarga y paga las misas en muchas o pocas localidades, según sus disponibilidades financieras. Si ustedes hubieran asistido a la celebrada en Santa Cruz de Tenerife, por ejemplo, hubieran podido descubrir a una decena de ancianos catalépticos y a varios jóvenes pálidamente enchaquetados y con expresiones dignas del doncel de Don Enrique el  Doliente arremolinados en las primeras filas de bancos. El resto, por supuesto, estaban vacías. Para la memoria amnésica de los españoles de menos de cuarenta años – porque murió hace ya cuarenta años: más de los que gobernó — Franco no significa prácticamente nada. Y no es que crea que esta evidencia sea una inmejorable noticia. Resultaría preferible que existiera un amplio consenso político y social sobre lo que fue básicamente la dictadura franquista: un régimen brutal de una pringosa miseria intelectual y moral, un fascismo nacionalcatólico y ajoarriero primero y un autoritarismo desarrollista más tarde  que siempre se legitimó en el triunfo sangriento de una guerra civil y consideró enemigos de la patria, en acto o en potencia, a la mayoría de los españoles. No ha sido así. Para un sector de la derecha, en las décadas posteriores a su muerte en la cama, Franco fue un símbolo – no necesariamente inmejorable – de orden y prosperidad. Un sector de la izquierda no está dispuesta a perdonar fácilmente a la Historia y quiere conseguir matar a Franco y ganar la guerra civil de una puñetera vez.  Al parecer el fondo catolicorro de muchos supuestos izquierdistas se reavivaba sin remedio ante unas misas tan pecadoras como las tributadas al Paquísimo.
A mí esa izquierda que se escandaliza porque a Franco le hagan misas me recuerda a los viejos del café mexicano del maravilloso cuento de Max Aub: La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco. Harto de escuchar diariamente las discusiones y acusaciones mutuas de un grupo de exiliados españoles en el café, hastiado sobre todo de escuchar año tras año la profecía sobre la caída del Caudillo el año próximo, un camarero se traslada sin decir ni pío a España y mata a Franco en un desfile. Luego se entretiene unos meses en Europa. Al regresar a México descubre que los exiliados han aumentado: se han sumado tres o cuatro falangistas. La República española se ha reinstaurado, pero de nuevo es campo de batalla entre las izquierdas y de los viejos exiliados no quiere saber nada. El camarero vuelve a los vasos y las botellas: con esta gente no hay nada qué hacer y habrá que seguir soportando sus idioteces y delirios hasta el fin de sus días.

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Los límites de la transparencia

La transparencia es un elemento indispensable para la operatividad democrática en la sociedad civil, en la gobernabilidad y en la gobernanza (ejercicio melancólico: encontrar un consejero del Gobierno autonómico capaz de distinguir entre gobernabilidad y gobernanza en quince minutos o en quince días). Pero si algo excita el occipucio del común de los mortales hipotecados, cuando no desempleados, es esa zona oscura en la que se desenvuelven los dirigentes políticos a la hora de pactar gobiernos y coaliciones gubernamentales. Los nuevos partidos (y singularmente Podemos) se han afanado en urdir metáforas truculentas para denunciar el reparto del poder en oscuros despachos y reservados de restaurantes postinudos. Algunas plataformas (Unidos se Puede, por ejemplo) se han apresurado en celebrar asambleas para explicarle a la gente lo que están haciendo, lo que quieren hacer y lo que no van a hacer en ningún caso, pero no es ocioso recordar que un vocero bien entrenado puede gestionar una asamblea no organizada interiormente a su antojo. Otros exigen que en toda reunión se planten cámaras de televisión y magnetófonos para registrar hasta los suspiros de los negociadores (se entiende: de los que están negociando con los suyos). No me extrañaría demasiado que terminara sugiriéndose la implantación de sensores en el corazón y el bulbo raquídeo de los participantes para medir algún conato de falsedad, mentira o culposa exageración.

Me temo que la transparencia tiene sus límites. Si una puerta de cristal es demasiado transparente no te servirá para salir al exterior, sino para romperte las narices al tropezar con ella. La transparencia es un medio, no un fin en sí misma, y puede ser prostituida por el habitual procedimiento de la descontextualización, entre otras mendacidades. Se ha acusado a Pablo Iglesias (y a Pedro Sánchez) de no comentar el sospechoso (huuum) contenido de su reciente cena en Madrid. Es una estupidez. Con toda seguridad hablaron de todo, pero resulta sumamente improbable que concretasen nada práctico. Y aunque lo hubieran hecho, ¿preferirían los militantes de Podemos o el PSOE que se descubriera una estrategia política frente al PP en el ayuntamiento de Madrid o en la Generalitat valenciana? ¿De veras que admitiríamos una grabación en vivo y en directo con nuestros jefes en las empresas, con nuestros compañeros en el bar del whisky vespertino, con la dirección de nuestros sindicatos, con nuestros propios hijos? Hay zonas de la verdad de un ser humano, una organización política o un orfeón que solo puede sobrevivir en la sombra. Una cosa es exigir con la mayor claridad los compromisos de un acuerdo programático para dirigir una corporación y otra muy distinta transmitir on line una negociación política que, por su propia naturaleza, está trufada de dudas, trampas, anfibologías, mezquindades, oportunismos, acusaciones, argumentos torticeros, tiras y aflojas donde nadie puede resplandecer como heraldo de la bondad universal. Personalmente imaginarme las peroratas de José Miguel Ruano o los juramentos ensanguinados de Julio Cruz televisados en directo me produce un pavor incontrolable. No, presenten ustedes su puñetero programa de gobierno y luego ya veremos, es decir, ya los padeceremos.

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