Alfonso González Jerez

Otro modelo

Como muchos otros animales, con o sin pluma, me he pasado los últimos tres años leyendo prensa salmón, escudriñando libros de divulgación económica,  repasando manuales de historia de la economía y visitando blogs celebérrimos y otros no tanto. Araña uno la superficie de su ignorancia (quebrándose una y otra vez las uñas) solo para descubrir la profundidad casi insondable de la misma. Ayer el presidente Mariano Rajoy, después de cuatro meses de ausencia casi ininterrumpida en el Congreso de los Diputados, evidenció definitivamente la intervención de la política económica y fiscal del país – y no solo la de su sistema bancario – y anunció un nuevo chaparrrón de lenguas de fuego sobre las clases medias y populares. Y no amainará, porque el estado de excepción económico y presupuestario no será epìsódico, sino permanente en los próximos meses y años. La inmensa mayoría de las medidas y acciones anunciadas por Rajoy, y aplaudidas polichinescamente por los diputados del PP, tienen como criterio básico el cumplimiento del déficit fiscal marcado por la UE y supondrán una mayor depresión del consumo y de la actividad económica en general, con su secuela de cierres empresariales y aumento del desempleo. Por supuesto, el Gobierno conservador también ha dejado claro que, por no disponer, no dispone de ningún plan integral de reforma de las administraciones públicas: se trata de esquilmar a los funcionarios y suprimir los ayuntamientos de municipios de menos de 10.000 habitantes, una reforma electoral implícita que beneficia al bipartidismo. Y nada de tocar un pelo a las diputaciones.

En la inmensa mayoría de los blogs que he citado antes las denominadas reformas del Gobierno de Rajoy son acogidas entre la esperanza sonriente y la reserva más o menos cómplice. En la inmensa mayoría del establishment intelectual de este país en materia de ciencias sociales no podrá encontrarse ni una mota de empatía por el desaforado sufrimiento social que esta situación, y las pócimas milagrosas aplicadas, están causando en la población. Lo que pueden leerse –incluso en textos de gente inteligente – son cosas como que los mineros se han convertido en las nuevas mascotas de la izquierda taruga y aperejilada que insiste en no aprender matemáticas. Me  parece que entienden muy bien las teorías políticas, los guarismos y los gráficos pero se niegan a comprender que millones de familias apenas pueden sobrevivir, que el futuro se ha acabado para cientos de miles de empresarios y profesionales, que se está llevando al matadero a una generación entera de españoles y canarios. En realidad la sociedad española (y canaria) está mutando para imponer un modelo social sustancialmente distinto que reduce el Estado de Bienestar a la beneficencia pública, pauperiza a las clases medias, precariza estructuralmente el empleo, concentra aun más la renta y criminaliza cada vez más abiertamente a los críticos y disidentes. Un modelo social (y político) sobre el que nadie ha votado ni en España, ni en Canarias.

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Oh, el REF

Me encantaría estar presente en las reuniones esas que el Gobierno celebra con empresarios, sindicatos y otras gentes de mal vivir sobre el Régimen Económico y Fiscal, célebre martingala que, después de treinta años de régimen autonómico, el 90% de la población continúa desconociendo casi con entusiasmo. Esta misma ignorancia bostezante es uno de los fracasos más evidentes del régimen autonómico mismo, pero le trae absolutamente sin cuidado. Los estudiantes de secundaria de New Hampshire conocen perfectamente el sistema político de su estado: deben estudiarlo y lo entienden como algo propio y que les incumbe íntimamente; la mayoría de los canarios, en cambio, no sabe ni cuántos diputados integran su parlamento. Con semejante nivel cabe esperar la capacidad crítica y la sutileza argumental de los ciudadanos isleños hacia su régimen político, que suele alcanzar su más depurada expresión en apotegmas como todos los políticos son unos mamones, esto es una mierda, vétete por ahí o deso no me preguntes, mijo. ¿Y el REF? Bueno, el REF es una criatura mitológica de la que se escucha hablar de vez en cuando, a veces un dragón bondadoso y casi filantrópico, otras una valkiria que vampiriza al sufrido pueblo y está a sueldo de la oligarquía empresarial. En consonancia con tanta excelsitud popular, los políticos y tecnócratas que nos han tocado en suerte en esta coyuntura histórica han entendido el REF, cuya renovación debe ser aprobada por Madrid y Bruselas el próximo año, como una cornucopia de píos deseos y demandas agónicas que no se le pueden negar, porque estaría feísimo, a una desdichada región ultraperiférica, cuyos habitantes tienen bastante castigo con no poder acercarse en coche a Cuenca y disfrutar de las Casas Colgadas y de la repostería de Valdecabras. Nada de estrategias articuladas, de valoraciones inteligentes, de conexión con los acelerados cambios normativos y reglamentarios en Europa actualmente en curso, de correcciones autocríticas. Nada. Dámelo todo. Sí, las reuniones deben ser indescriptibles.

— Bueno, este es el REF – Paulino Rivero sonríe-. ¿Qué les parece? ¿No está quedando mono?

— Hombre, presidente…

–No me digas que se nos ha olvidado algo… Ustedes, los empresarios…

–Nos gustaría que parte de las ayudas se dieran en metálico y parte en unicornios…Es que a nuestros hijos y nietos les gustan mucho los unicornios…

–Sin problemas, sin problemas… ¿Y los sindicatos?

–Caramba, presidente…Pues ya que lo dices… Quisiéramos más fondos para combatir el desempleo y el reconocimiento al derecho ultraperiférico a disponer de un jakuzzi como mínimo por cada bloque de viviendas…

–Hecho.

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Cancerberos

Ocurrió hace unos días. Desembarcaba en Gran Canaria un vuelo de Iberia procedente del Senegal. Entre el pasaje (unas sesenta personas aproximadamente) la mayoría lo constituían empresarios y altos funcionarios senegaleses que habían planeado pasar sus vacaciones en el Archipiélago. El avión llegaba con mucho retraso y la actitud general era de cierto cansancio mezclado por el alivio de saber que por fin se pisaba el destino y el hotel estaba cerca. No contaban, por supuesto, con los funcionarios de la Policía Nacional en el control de fronteras. Dos individuos mal encarados que no disimularon una expresión de infinito fastidio en cuenta llegaron los pasajeros. Mientras ese par de policías taciturnos esperaban agazapados en sus garitas acristaladas un tercero entró en la habitación pegando gritos: “¡A ver, cuidao, cuidao, cuidao…!” Era, exactamente, como si se dirigiese a un ganado renuente al orden, aunque el orden y el silencio eran casi perfectos. El policía chillón advirtió a los senegaleses de piel negra: “¡Y ustedes, pónganse en ese rincón! ¡Vamos, toos a ese rincón, vamos, leches!”. Los senegaleses se miraron unos a otros, atónitos, y su misma perplejidad, sin duda, les ayudó a agruparse en un rincón, jóvenes, matrimonios, niños. Pero los pasajeros de piel blanca también fueron objeto de delicadezas.

A los ciudadanos españoles se les manoseó el pasaporte durante minutos, pero lo peor llegó con los restantes. A un empresario libanés radicado en Senegal, que venía acompañado por su esposa e hijos, se le sometió a un cuestionario de varias preguntas, por supuesto, en español, a las que no pudo responder, porque el muy bruto solo sabía hablar, entre las lenguas europeas, inglés y francés. El empresario inició una tímida pero firme propuesta que fue acallada con una nueva pregunta al borde del grito: “¡Money, money, money!”. ¿Cómo? ¿Le estaban pidiendo un soborno? ¿Esto era España? Otro pasajero se acercó y le explicó que le reclamaban que demostrase llevar encima cien euros por persona. El libanés—que a buen seguro gana en un mes más que las dos bestezuelas uniformadas juntas en un año — sacó una tarjeta oro y la mostró. “¡No, no, no, money, money”. Mientras la cola esperaba reunió todo el efectivo del que disponía en los bolsillos, unos 300 euros. “Bueno”, dijo el policía, “por esta vez pase, pero que no se repita”. El empresario salió furibundo por la puerta con los suyos. “Jamás volveré pisar esta cochina isla en mi vida”, musitó en perfecto francés. Los senegaleses negros tuvieron que ejercer la paciencia. Se tomaron casi una hora para dejarlos pasar, y finalmente recoger sus equipajes y salir al sol de nuestro eterno jardín de belleza sin par.

Canarias, plataforma tricontinental. Canarias y la imperiosa necesidad de fomentar las relaciones económicas, empresariales y turísticas con África. Canarias en la vanguardia de la industria turística internacional. Canarias tan urgentemente necesitada, en plena recesión económica, de ingresos, reservas, dinamización económica. Y de entrada, cuatro gritos, humillación y chulería analfabeta. Cancerberos muertos de hambre y resentimiento racista en las puertas del paraíso.

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La crisis es pecado

Me someto mansamente a una tertulia. Mientras escucho no puedo dejar de pensar que alguien inventó las tertulias (imagino un laboratorio social, escondido en un sótano pestilente y dirigido por los iluminati, los Testigos de Jehová o las Brigadas Rojas) para dinamitar el prestigio de los medios audiovisuales. Las tertulias no sirven para nada. En el mejor de los casos suponen un espectáculo verbal de opiniones supuestamente contrapuestas, pero realmente muy similares, y a menudo calcadas de otras tertulias: un palimpsesto sonoro que se escribe una y otra vez en las ondas. Una voz en esta tertulia, en la que me he incrustado todavía medio dormido perorata, como es habitual en los últimos tiempos, sobre la imperiosa necesidad de sacrificios. Tenemos un gran sistema sanitario, apunta la voz con una espléndida serenidad, pero es muy caro, evidentemente, por lo que deben asumirse sacrificios para mantenerlo. La voz está henchida de satisfacción: ha expectorado su trivial canto a la responsabilidad y lo ha sostenido con cuatro cifras elegidas casi al azar.

No me parece azaroso que, en un momento de su intervención, el tertuliano se haya declarado católico. En principio se antoja un poco extraño: es harto difícil descubrir las intrincadas relaciones entre la teología y la prima de riesgo, entre el mensaje evangélico de ese gran personaje envidia del Grupo Marvel, Jesucristo, y los fondos de inversiones. Pero la relación existe. Buena parte del relato oficial sobre la recesión económica y sus aterradores efectos está construida sobre una narratología cristianoide. Hemos de purgar nuestros pecados, y sobre todo el principal, gastar lo que no se tenía, aficionarnos a la buena vida, olvidar el espíritu de lucha y sacrificio y modestia que templa económica y moralmente las sociedades. Hemos de realizar un sincero acto de contrición y abandonar el piso por impago de hipoteca para subirnos a la cruz. Hemos de aprender a no pecar más, y si la visa nos lleva al pecado, nada mejor que arrancarla y tirarla al fuego. Hemos de asumir que en el altar del sacrificio comienza toda esperanza.

En este arrabal europeo nunca se gastó en los servicios públicos sanitarios, educativos y asistenciales “más de lo que se tenía”. En 2002, con un país creciendo encima de la burbuja de la construcción y el crédito financiero desatado, la Oficina Estadística de la Comisión Europea, en un informe  sobre protección social en los países de la UE, señaló que el gasto social público en España fue del 20% del PIB, el más bajo de la eurozona junto con Irlanda. En ese momento España era también el país con gasto social per cápita más bajo de la Unión Europea (3.244 euros por los 5.660 de media de la UE). No solo es una mentecatez, sino una indecencia pedir sacrificios a una sociedad con un tercio de su población activa desempleada, con un salario medio que no alcanza los 1.000 euros mensuales, con una expectativa de ascenso social tapiada con cemento armado. ¿Sacrificios a los parados, a los ancianos con pensiones misérrimas, a los desahuciados de sus viviendas, a los excluidos de un tratamiento oncológico? No es de extrañar que el mismo Tertuliano llamase idiota a Aristóteles por su afán por reexaminarlo todo. Sus sucesores en radios y televisiones prosiguen su actitud y su odio a la lucidez, al debate real, al pudoroso amor a la verdad.

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Una carta para ayer y hoy

Un empresario inglés, en una carta remitida a un amigo en el invierno de 1870, le contaba malhumoradamente que temía, “porque todavía solo tengo indicios, y no pruebas” que dos de sus empleados eran socialistas y habían entrado en un sindicato. “Lo que me faltaba”, añadía, “era que entrara la locura criminal de los socialistas en mi propia casa”. Después de referirse a algunos problemas logísticos de abastecimiento en sus talleres, el empresario, cabreado, volvía al tema de los obreros socialistas. “No sé si has visto sus periodicuchos y sus panfletos (…) Estos chiflados quieren que se les multiplique sus salarios por cuatro o cinco, que solo trabajen nueve horas diarias, que tengan diez minutos para desayunar, que en el turno de noche no se admita a menores de catorce años (…) Ya sabes lo que pasaría si se salieran con la suya: que tendría que cerrar la empresa (…) Lo mismo te ocurriría a ti, y a todos (…) El socialismo será la ruina de Inglaterra…”

Bueno, Inglaterra no se hizo socialista, pero cuando, con cierto retraso frente a Alemania, comenzó a construir un Estado de Bienestar, tampoco se arruinó. Antes llegó el sufragio universal, la reducción de la jornada laboral, la institución de un salario mínimo y la prohibición del trabajo infantil. La economía británica siguió creciendo y prosperando. La epístola citada más arriba es solo un ejemplo entre miles que podrían mostrarse. En realidad desde mediados del siglo XIX se desarrolló toda una literatura panfletaria cuya principal objeto era demostrar que el socialismo era no solo una abominación moral, sino un disparate económico, un suicidio empresarial, una doctrina de lesa patria fruto de una conspiración internacional. La domesticación del capitalismo liberal (es una obviedad que produce vergüenza repetir) no fue el fruto de la feliz y libérrima evolución del sistema económico, sino de la presión y de la acción políticas de partidos de masas dotados de un programa socialista y de una alta organización. En Alemania y Escandinavia los partidos socialistas y socialdemócratas, a principios del siglo XX, glutinaban entre el 25 y el 40% de los votos: el SPD superó, en 1911, el millón de afiliados. En países pequeños, como Bélgica, el fenómeno no era menor (su partido obrero principal contaba con 276.000 miembros en vísperas de la I Guerra Mundial) y hasta en Estados Unidos el candidato presidencial socialista (sí, socialista) obtuvo 950.000 votos en las elecciones de 1914. En todos los países con democracias liberales y parlamentos elegidos (más o menos) democráticamente los partidos socialistas prosperaron con velocidad inusitada y los sindicatos obreros se extendieron con mayor rapidez y militancia aun. Incluso en países como Francia o Italia, donde  los partidos socialistas y comunistas eran por entonces organizaciones comparativamente modestas, sus resultados electorales solían ser crecientes (los socialistas franceses cosecharon 104 escaños en 1914), de manera que constituían un factor significativo en la política nacional.

Ese mundo – el mundo anterior a la I Guerra Mundial, pero también el de los años veinte, treinta o cuarenta del pasado siglo – era un mundo más pobre e ignorante, con menores índices de productividad y una capacidad científica y tecnológica muy inferior. Gracias primordial (aunque no exclusivamente) a las fuerzas socialistas y comunistas europeas murió menos gente de hambre, enfermedades y agotamiento y se ganó en democratización de la política y de la sociedad en la mayor parte  continente.  Y sin embargo, a principios del siglo XXI, lo que se está exigiendo al espacio político-social más avanzado del planeta, Europa, es austeridad, resignación a una prolongada convivencia con el desempleo, mutilación o aniquilación del Estado de Bienestar como una conquista política fiscalmente inviable y hasta contraproducente. Los socios europeos que se encuentran en mejor situación económica – Alemania, Holanda, Suecia, Finlandia – también tienen sus encuestas y sus números: un alemán de 2012 gana menos dinero y cuenta con peores servicios sociales y asistenciales que los que disfrutaba su padre en 1982. Algo funciona mal, crecientemente mal, en las democracias parlamentarias europeas, y no solo en las europeas, y quizás una de las raíces del malestar se encuentra, precisamente, en la evidente pérdida de autonomía del sistema político respecto a las fuerzas del capital, en esta coyuntura histórica, respecto a la organización singularmente competente un neocapitalismo financiero prodigiosamente globalizado. Los propios acuerdos que se fragüan en la Unión Europea sigue obedeciendo a una lógica intergubernamental. El federalismo queda (todavía al menos) muy lejos para la política institucional, pero ha sido superado por los mercados que actúan, en sus opciones estrategias, a tiempo real en todo el planeta. Los parlamentos actuales – por decirlo a lo Habermas – ya no son espacios para un consenso racional a través del diálogo entre diversas opciones. El equilibrio político se mantiene ahora mediante  una serie de compromisos entre intereses privados – cuyo origen no se encuentra en los ciudadanos, sino en las corporaciones y los organismos paraestatales – que de suyo son conflictivos. En los parlamentos los partidos mayoritarios – ya integrados en un subsistema estatal, ya reconocidos como agentes paraestatales, incluso desde un punto de vista constitucional– registran y sancionan decisiones tomadas previamente para mostrar y demostrar al público las opiniones forjadas de antemano. Esta realidad no ha conducido a una crisis de legitimación del sistema. Pero para la gran mayoría de los europeos entiende el Estado (y así ocurre hace muchas décadas) no como un conjunto de símbolos o un relato mitológico de cohesión, sino como el instrumento que ha sabido preservarlos de la crisis demasiado agudas o prolongadas, que ha introducido racionalidad y fiscalización sobre la actividad del capital, proporcionado redes de asistencia y solidaridad, dotado de estabilizadores automáticos al sistema social en forma de seguros de desempleo y jubilaciones, creado y salvaguardado cierto nivel de igualdad de oportunidades. Cuando el Estado democrático ya no sirve para lo que le ha servido en Europa en el último medio siglo, ¿para qué servirá? ¿Y cómo lo enterarán ciudadanos que apenas merecerán el apelativo de ciudadanos?

La izquierda es una de las víctimas político-ideológicas de esta situación. A veces pienso que merecidamente. Cómo nos hemos resignado. Ya no hay fetichización de la mercancía, ya no existe alienación por soportar trabajos miserables y esclavizantes,  ya el proyecto de democratización de la sociedad (y no el mero ejercicio del voto, la percepción por desempleo o el aumento de las becas) parece pura basura histórica. Y la vía de salida no está en esa izquierda (a veces vocinglera, otras parapeteada en divanes académicos) que, por ejemplo, considera la economía como un mero derivado de la voluntad política. La izquierda que considera la economía, en definitiva, como una palanca para hacer lo que nos plazca, no una ciencia social con sus leyes y su congruencia teórica. La izquierda que todavía es capaz de desarrollar entre brochazos un diagnóstico de la situación, pero que no vislumbra una praxis eficaz y eficiente para avanzar entre las mentiras y semiverdades y estupideces encanalladas del discurso oficial. El que nos dice y nos repite que son necesarios sacrificios y renuncias, una competitividad ininterrumpida, unos salarios hambrones y una vejez indigna para evitar que el sistema económico naufrague. Como hacía aquel empresario inglés, furioso y terminante, al escribir a su colega en el frío invierno de Londres de 1870.

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