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Una explicación del alcalde

Hoy es miércoles y día laborable para los afortunados que tienen un curro. Pues hoy, sin más retraso, el alcalde del ayuntamiento de La Laguna tendría que ofrecer una explicación detallada y convincente de los hechos que se exponen en la querella criminal que se ha admitido a trámite en el juzgado de instrucción número cuatro del municipio, y por la cual Luis Yeray Gutiérrez y varios de sus concejales serán investigados por hipotéticos delitos de prevaricación, malversación de caudales públicos, gestión interesada, cohecho y falsificación documental. Llevan meses mareando la perdiz con este maloliente asunto, como si fuera una posma de cinco minutos sobre la plaza del Cristo, mientras que los palmeros, los meatintas indecentes que les ayudaron llegar a la poltrona, culpabilizan a CC, el PP y Ciudadanos del delito de poner denuncias. Es todo payasesco, estúpido y ruin, máxime si se considera que el PSOE alcanzó la Alcaldía de La Laguna sobre una estrategia estentória de judicialización de la gestión política y administrativa que le prepararon Santiago Pérez y Rubens Ascanio. El chiringo santiaguero y Unidas se Puede pusieron antes de las elecciones las querellas y el PSOE puso después de las elecciones los votos. El ahora alcalde había sido asesor del gobierno municipal con Fernando Clavijo y José Alberto Díaz como alcaldes sin que se le cangrenaran las manos ni exhibiera un sufrimiento indescriptible, por cierto.

El relato con el que el actual esquipo de gobierno llegó al poder se desquebraja. El gobierno que preside Luis Yeray Gutierrez es una fábrica de humo que carece de una auténtica dirección política. Intente ustedes deducir de cualquiera de sus declaraciones una descripción plausible de un proyecto para la ciudad universitaria: es absolutamente inútil. En realidad Gutiérrez intenta pasar todo lo desapercibido que puede. No sé si fue Pla quien dijo que más vale no decir nada y parecer tonto que comenzar a hablar y confirmarlo, en todo caso, el señor alcalde asume el apotegma escrupulosamente. Incluso circula un chiste de sus primeras semanas como máximo responsable municipal, según el cual era incapaz de dar los buenos días por si se ponía a llover y alguien pudiera cuestionarlo. Si lo sacas del territorio epistemológico de la salsa y el merengue comienza a sentirse huérfano. Los vecinos quizás deban soportar botellones infernales, como ocurre últimamente, pero el alcalde no se entera, porque vive o vivirá en un modesto chozo en el camino de las Mercedes, adquirido el pasado año. Sería interesante que alguien, en su equipo, apuntara sin ayuda de un logopeda en qué se han gastado este largo bienio de gestión, con los ediles atrincherados en sus pocas o muchas ocurrencias, una planificación urbanística paralizada, un patrimonio histórico bajo mínimos, unos servicios sociales con los que no se ha sabido responder a los embates económicos de la pandemia  y el turismo o la movilidad sometidos a interminables álbumes de fotos de una concejal encantada de conocerse inclusivamente.

Los indicios detallados en la querella presentada por Alfredo Gómez, concejal de Ciudadanos destituido como presidente de la Comisión de Transparencia por el propio alcalde recientemente, son bastante apabullantes, aunque se circunscriben a cargos y áreas controladas por el PSOE.  Pero el alcalde tal vez disponga de información – y de una explicación cabal — que desbarate o esfume cualquier sospecha de delito. Debe ponerla a disposición del juzgado, por supuesto, pero también del pleno de la corporación, y debe hacerlo cuanto antes. Durante más de un lustro la oposición a CC estiró como un chiste malo el llamado caso grúas, que fue finalmente archivado por el Tribunal Supremo. Los socios de Luis Yeray Gutiérrez deberían exigir aclaraciones al flamante investigado con la misma diligencia. E indignarse mucho, pero mucho, cuando le pase la minuta de su abogado al ayuntamiento.

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La conspiración de los 540 euros

El Supremo condena a mes y medio de prisión al diputado de Podemos Alberto RodríguezAlberto Rodríguez, diputado por Santa Cruz de Tenerife y exsecretario de Organización de Podemos,  ha pasado un trago muy desagradable en el Tribunal Supremo. No es una vivencia precisamente cómoda ser acusado y procesado judicialmente: lo digo por experiencia. En una ocasión incluso intentaron procesarme por escribir que los cuadros de un pintor tinerfeños eran infames. Me llamaron a declarar como parte de las diligencias previas, porque la demanda, muy sorprendentemente, resultó admitida. Llegué demasiado puntual y tuve que esperar en una antesala, donde un individuo gigantesco, cejijunto  y de pecho inmenso e hirsuto sacudía de vez en cuando las manos esposadas. Lo vigilaba un policía que parecía muerto de sueño y hartazgo. El presunto se me quedó mirando varios segundos.

–¿Y tú que haces aquí pingapato?

–¿Yo? Un nota me ha denunciado por escribir que pinta mal.

He perdido en la desmemoria casi todos los discursos parlamentarios que he escuchado en mi vida, pero jamás olvidaré la réplica estupefacta del matado, con los ojos como platos:

–Pero hay que joderse.

Aun así, Rodríguez habla del “calvario judicial” que ha vivido durante ocho años, quizás con cierta exageración. Después de intentar hacerse con la candidatura de Izquierda Unida al Congreso de los Diputados –perdió las primarias — Rodríguez se pasó con armas y bagajes a Podemos, donde lo recibieron con los brazos abiertos. En su momento gente como Ramón Trujillo se quedó bastante pasmada por el desparpajo oportunista del entrañable compañero. Son minucias, claro, que ya no se cuentan, entre otras cosas porque Podemos e IU, al poco tiempo, decidieron embarcarse en una convergencia político-electoral y ahí están, disputándose demoscópicamente las miserias. Rodríguez, como todos los líderes de la izquierda poscontemporánea que nos ha tocado soportar, tiene una visión de sí mismo que a ratos parecería escrita por un guionista de Marvel con problemas con las anfetaminas. Asistí a varios mítines de Podemos en 2016 y el muy espigado Alberto siempre se presentaba como un activista social entusiasta, sacrificado e incansable que no se había perdido una manifa, una concentración o una pintada desde la preadolescencia. Lo escuchabas y parecía que había arriesgado repetidamente su vida y su libertad contra el fascismo que infectaba España a principios del siglo XXI. Otra de sus características de su retórica consistía en llamar “sinvergüenza”  y “ladrón” a todo el mundo y en repetir mucho que “con el PSOE no puede irse a ningún lado”.  En esos ocho años de calvario Rodríguez ha conseguido ser diputado, aumentar sus ingresos económicos en más de un 50% y ejercer el segundo rol más importante en la organización de un partido con casi 6.800.000 votos en las últimas elecciones generales. No está nada mal.

Uno de los mantras de Podemos en su momento –uno de sus top mantras – es que resultaba intolerable, vergonzoso, moralmente asfixiante que un diputado o senador, por serlo, no sea enjuiciado por un juzgado ordinario, sino por el Tribunal Supremo. Por supuesto Rodríguez compartía ese punto de vista contra el aforamiento, pero no dimitió como diputado, sino que prefirió ser juzgado por el Supremo. El diputado tinerfeño afirmó tajantemente en su declaración que todo era “un montaje policial” para ofrecer una suerte de castigo ejemplarizante a alguien que protesta contra un ministro. Es curioso: la propia abogada de Rodríguez rechaza del todo en su informe que su cliente fuera imputado “por razones espúreas”. Al final el Supremo le ha impuesto una multa de 540 euros y una fugaz inhabilitación para el derecho de sufragio pasivo. Es muy improbable que pierda el acta: le protegerá la buenrrollista mayoría de la que forma parte. ¿Una conspiración de jueces, fiscales, comisarios y policías comprometidos durante años y años para clavarte 540 euros? Guillermo Brown era mucho más peligroso y desafiante que tú. Y a la vez más barato.

 

 

 

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Cosas de las que no se habla

Un conjunto de asuntos (casi siempre interrelacionados) reciben poca, nula o muy tópica atención en el debate político del espacio público canario. Estos son algunos de los más acuciantes:

  1. Productividad mengüante. La productividad de la economía canaria (vale decir: de sus empresas) lleva cayendo hace un cuarto de siglo. En realidad más. Casi las dos terceras partes de las empresas isleñas, con independencia de su sector, no implementa ninguna estrategia para aumentar su productividad. Esta situación es particularmente sangrante en el sector servicios. Los canarios con empleo están entre los españoles que más horas trabajan al año pero que menos productividad consiguen por hora trabajada. Las canarias son empresas muy poco competitivas. Esa es una razón fundamental que explica el modesto crecimiento acumulado (con periodos excepcionales) del PIB per cápita canario en el contexto español.
  2. La maldición de las pymes. En la literatura patronal y periodística, las pymes son presentadas como heroínas rodeadas de incomprensión, ínfulas, desprecios, putadas y dificultades, y que, sin embargo, siguen adelante valerosamente, inasequibles al desaliento. Bueno, no es cierto del todo: en Canarias abren y cierran cientos de pymes y micropymes incluso en los años más prósperos. Lo cierto es que por lo general la ambición de una empresa se cifra en su crecimiento y expansión: solo con medianas y grandes empresas se incrementa precisamente la productividad: mayor demanda de empleo cualificado, mayor inversión en I+D+i, mayor desarrollo organizacional y tecnológico, mayor flexibilidad adaptativa, mayor territorialización activa de la economía. Un sistema económico basado en las pymes es, en general, un sistema económico basado en el estancamiento. Por supuesto, los grandes hoteles y cadenas hoteleras desplegadas en Canarias son otra cosa. Pero en un porcentaje abrumadoramente alto su capital es foráneo. Por otro lado, ¿cómo pensar siquiera, en estas condiciones, en una internacionalización de las empresas canarias? Para eso también sería necesario un conjunto de políticas activas en la estrategia económica del Gobierno regional, que en cambio está obsesionado, desde hace dos generaciones, en buscar y anclar «compensaciones» por la lejanía y la ultraperificidad de Canarias. 
  3. Divertirse con la diversificación económica. El gran mantra del debate económico en Canarias en los últimos cuarenta años, pero especialmente intenso desde la llegada del nuevo siglo. El impulso diversificador como un dios salvador al que le rezaran fervientemente una caterva de ateos. Urge saber lo que ocurre cuando un territorio que dispone además de herramientas y mecanismos económicos y fiscales para atraer la inversión fracasa tan miserablemente –el caso de la ZEC es particularmente sangrante o hilarante –. Por supuesto, lo que falla es la ausencia de potencia y coordinación entre políticas industriales, educativas y fiscales en las que se sienta concernido el empresariado local. ¿Cómo una ciudad como Málaga haya conseguido atraer en su parque tecnológico a más de 600 empresas, incluyendo, entre los últimos proyectos, inversiones de gigantes como Google y Vodafone, y en Canarias nada de nada, menos que nada? Los malagueños lo han conseguido en la última década convirtiéndose, al mismo tiempo, en un floreciente destino turístico, con cerca de 20 millones de visitantes en 2019. ¿Dónde falla la competitividad territorial de Canarias y cuáles son los gusanos que devoran su atractivo para proyectos empresariales ambiciosos? ¿Para cuándo una autocrítica rigurosa de los poderes públicos y de la élite empresarial? ¿Para cuándo un diagnóstico realista de los incentivos económicos y fiscales de Canarias como instrumento para la inversión local, nacional y extranjera? Y una pregunta añadida: ¿se puede diversificar sólidamente un sistema económico como el canario sin que las economías insulares se vertebren en un mercado regional más o menos eficiente? ¿Qué lo impide? 
  4. Desempleo estructural cronificado como realidad asumible. O no. Desde principios de los años setenta Canarias desconoce el pleno empleo. La mejor cifra corresponde a 2007: 10% de la población activa en paro, un porcentaje escandaloso en cualquier país desarrollado. Las prospectivas más esperanzadoras después de la pandemia señalan un 15% de desempleo para el segundo semestre de 2023. ¿Hay que asumir que los desempleados mayores de 55 años no encontrará empleo jamás y actuar en consecuencia? ¿Canarias no necesita urgentemente – con sus disparatadas, sangrantes cifras de paro – una reforma del mercado laboral más que cualquier otra comunidad del Estado español? ¿Cuándo podrá decirse que si en el plazo de menos de veinte años se instalan en las islas más de 400.000 personas atraídas por sucesivas coyunturas de prosperidad el empleo que se cree en el país siempre será insuficiente?

    5. Reforma de la administración autonómica: el olvido que seremos. La ley que ordena, organiza y regula la administración de la Comunidad autonómica es de 1987. Primer gobierno de la Autonomía, presidido por Jerónimo Saavedra. Por supuesto que se han producido agregados y algunas modificaciones, pero lo cierto es que la administración pública autonómica se rige por una norma de 1987.  En cerca de 35 años se han producido un conjunto de cambios legislativos y reglamentarios, políticos e institucionales, técnico-administrativos y tecnológicos realmente impresionantes, y a medida que pasaba el tiempo, y sin desmerecer personalidades y equipos de funcionarios solventes y muy profesionalizados, la calidad de la administración autonómica, obviamente, empeoraba. Cualquier reforma económica, social, urbanística o medioambiental demanda previamente la articulación e impulso para una administración pública más ágil, más eficaz y eficiente, más rápida y proactiva y que, por supuesto, no sea tratada como botín electoral por los partidos que gobiernen. La auténtica voluntad reformista de los dirigentes políticos isleños comienza a ser inverosímil cuando la reforma del sistema administrativo no figura entre sus prioridades básicas. En el fondo (y sin escarbar demasiado) está el temor de los partidos y sus líderes al misoneísmo de los funcionarios –son más sesenta mil votos, sin contar con los de familiares y allegados – y de los sindicatos, cuyas preces y liturgias solo conservan cierto poder e influencia, precisamente, en las administraciones públicas. Algún lenguaraz diría que la mayor parte de los funcionarios públicos y todas las organizaciones sindicales militan contra cualquier reforma de la administración, algo que un servidor no escribiría jamás.

    6. El olímpico y batatero desprecio a la defensa militar y a la posición geoestratégica de Canarias. Pregúntenle a cualquier diputado del Parlamento de Canarias –por poner un ejemplo – cuántos soldados de las Fuerzas Armadas españolas defienden el territorio de Canarias. Apostaría lo que llevara encima (poco) que ninguno daría una respuesta siquiera aproximadamente correcta. En la esfera pública a nadie, a absolutamente nadie parecen interesar la defensa militar de Canarias, algo tan asombrosamente estúpido que linda con lo increíble. Esta oligofrenia universal está alimentada por la falta de conflictos militares graves en la zona desde hace más de medio siglo. Recuerdo perfectamente (porque también estuve ahí, desgañitándome) las manifestaciones contra la adhesión de España (y Canarias) a la OTAN en 1984, 985, 1986. Nos manifestábamos –lo escuchábamos a genios tutelares mientras la lluvia nos erizaba el cogote en Los Rodeos – porque la entrada en la OTAN significaría, lisa y llanamente, la militarización de las islas. Actualmente entre mandos, oficiales y tropa se contabilizar poco más de 6.500 profesionales, a los que hay que sumar alrededor de otras 2.000 personas de personal civil. Aquí viven más de 2.200.000 ciudadanos, con lo que la militarización de las islas se antoja una ligera exageración. Es un poco cómico leer en la prensa local que la implantación del Mando de Presencia y Vigilancia Terrestre en Canarias – también opera en Valencia y en Ceuta y Melilla – “no son más que una muestra más de ese influyente papel de las islas en la estructura militar española y de la sus aliados”. Canarias apenas tiene estructura militar para defenderse a sí misma, ni desde un punto de vista aéreo ni desde un punto de vista naval. Marruecos y Argelia, en cambio, son países que han modernizado sus fuerzas armadas en la última década mirándose de soslayo (carros de combate, cazabombarderos, helicópteros, fragatas). El expansionismo marroquí no se saciará con el control del Sáhara y seguirá presionando y rearmándose en años venideros. No es irreal ni melodramático el escenario de un conflicto futuro en el Magreb y la multiplicación de conflictos militares y conflictos civiles al sur.  Pero es un asunto del que no se habla jamás en el debate político isleño. Como si las islas fueran uno de los cantones de la Confederación Helvética.  Avestrucismo puro y duro.

    7.  El drama explosivo de la dependencia energética. En el futuro que ya está aquí — analicen su factura eléctrica el próximo mes — la producción y consumo de energía será una batalla cotidiana por la supervivencia de una sociedad desarrollada, compleja y de alto consumo. Una de las mayores fragilidades estructurales del modelo económico canario, precisamente, es su dependencia energética. Nuestra factura eléctrica es cara. Los avances de la última década en el desarrollo de energías alternativas han sido positivos, pero insuficientes. El gas — y también el petróleo –entran en una espiral de precios muy difícilmente controlable. Si los fondos Next Generation tendrían sentido en Canarias es en la inversión en energías alternativas, como el hub de hidrógeno verde que comandan Enagás y Disa y que serviría de mecanismo de tracción para reimpulsar la energía solar y la eólica. Si en este terreno no se toman decisiones inmediatas — en muy pocos años — Canarias  — y sus expectativas de crecimiento y modernización económica más concretamente — va a sufrir mucho en un contexto de una energía de combustible fósil cada vez más cara y volátil. 

 

 

 

 

 

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La ciudad amanece

El amanecer tiene sus exiliados. Gente que camina por las calles a la dudosa luz del alba pero que parecen estar en otro lugar. Fantasmas que no asustan, sino entristecen. Esa es su condena humilde y casera para toda la eternidad: dar mucha pena, como los escritores canarios de novela negra que no son calvos. Me levanto poco antes de la llegada de la luz y decido caminar por este pueblo disfrazado de ciudad, por esta ciudad disfrazada de coincidencias. Es su peor hora del día, y lo es durante todo el año, no solo en carnavales. Aquí el amanecer tiene una extraña, pegajosa suciedad, y nunca invoca una novedad, sino en el mejor de los casos un recuerdo, el mismo recuerdo siempre, un recuerdo lavado demasiadas veces y con minúsculos pero indisimulables agujeros, como unos calzoncillos viejos.  A veces pienso que es ya cuestión de edad. Cuando uno llega a cierta edad, en efecto, la ciudad en la que vives es un mapa de recuerdos, un mosaico de experiencias insípidas, un malpaís traicionero donde te rompes el tobillo siempre en el mismo sitio, un dulce y putrefacto manglar. Nadie te va a sorprender en una esquina, ninguna esquina se verá sorprendida por tus pasos amuermados y tu frente marchita.

Es muy difícil encontrar un lugar que no haya corrompido tu memoria. Al fin y al cabo, como todas las pequeñas ciudades que se quedaron sin destino y que caminan por la historia como sus habitantes caminan por sus calles, por resignación o por casualidad, la tuya es eso, un catafalco de recuerdos. Es una ciudad extraña, que siempre ha sentido nostalgia de sí misma, que se hubiera escrito a sí misma si se supiera escribir. Pero tampoco es el caso. No escribe ni tiene quien la escriba, y curiosamente los que lo han intentado – consiguiendo algunas páginas válidas – han terminado en el olvido. Este amanecer descubrió a uno. Se había dejado a barba y se apoyaba en un bastón. Iba llorando.

Enfilé el paseo entre los árboles y las grandes tinajas para llegar al mar. El mar es –lo saben todos los isleños – la salvación final. O te mata o te devuelve la vida. La ciudad, todas las ciudades en realidad, se han vuelto pudorosas. Ya no huelen a nada, al contrario que en el pasado. A mediados del siglo anterior podías adivinar en qué lugar te hallabas aunque tuvieras los ojos cerrados, simplemente, aspirando los olores: a mar, a flores, a gasolina y alquitrán, a fritanga o tabaco, a perfume barato o a madera cara. Ahora no llega nada a la pituitaria, salvo si te atraviesas con una alcantarilla rota o la vomitona de un borracho. Los borrachos, por cierto. Los borrachos de la ciudad le guardan respeto. Pese al buen tiempo consuetudinario y aclamado los borrachos, en la pequeña ciudad, son bastante agorafóbicos. Se empedusan silenciosamente en los bares y se sientan como madres embarazadas en los bancos, entrecierran los ojos y gruñen plácidamente al sol. En la ciudad pequeña no hay sitio para las extravagancias: se consideran una falta de higiene. Pero la indiferencia de nuestros convecinos permitía una familia de ocho miembros que vivía en la calle y recibía visitas en una esquina, sirviéndoles café desde su propio termo; o una exprostituta que se bañaba en la plaza pública y ondeaba sus propias bragas como un trofeo, o un legionario que vomitaba insultos que desgarraban la madrugada, o una loca desdichada que ululaba desde su diminuto balcón, pidiéndole a él que regresara, que lo amaba, que no podía vivir sin sus labios, gritando lentamente su nombre, como si su solo nombre fuera un tango entero, gritando durante años ante la impavidez sordomuda de todos los vecinos, o la gordita de nariz de fresa que entraba en todos los edificios para probar los ascensores, porque era lo único que le gustaba en la vida era subir en ascensores suaves y veloces, pero tenía un problema: nunca reunía el valor para subir sola. “¿Puede usted subir conmigo?”, preguntó durante lustros hasta que a diabetes acabó con ella.

Por fin llegue a mar. Fue un saludo rápido. Ya llegará el momento.

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Un volcán que cambiará La Palma y moverá a Canarias

Un volcán en erupción / PEXELS

No es muy fácil adivinar cómo era exactamente Lanzarote a principios de 1730. El 1 de septiembre de ese año la tierra se abrió en Timanfaya. Fue una erupción que duró seis años. Seis años de terremotos, explosiones, mantos de lava y llovizna de ceniza. El amanecer olía a azufre. Seis pueblos quedaron aplastados y la agricultura insular –básicamente cerealera — quedó casi devastada. Como suele ocurrir en las erupciones canarias, no se registraron muertos, salvo los que pudieran haber fallecido de hambre o desnutrición en esa generación y la siguiente. La isla, por supuesto, no fue abandonada. Los conejeros se aferraron a ella. Era y es su hogar. Para los que llevaban un siglo ahí y para los recién llegados. Es lo que ocurre con todas las Canarias y no terminan de entender muchos continentales. No son islas con peligro volcánico, sino islas volcánicas. No se sobrevive a pesar de los volcanes: son los volcanes los que han creado Canarias y nos han dado un país que –otro punto poco comprendido más allá del mar– no ha sido nunca precisamente una arcadia.  Un país hermoso pero duro. Magnífico pero desdeñoso. Una belleza de bordes inhóspitos. Un paraíso que ha conocido el hambre y la sed. La mitología de raíz grecorromana se ha empecinado en describirnos durante 2.500 años como una tierra de prodigios y privilegios y la última fábrica de mitologización ha sido el turismo. Se trata de una mitología pobre, instrumental y ligada más estrictamente a lo climatológico, lo paisajístico y lo inhabitual.  Los seis años que casi destruyen Lanzarote en el siglo XVIII crearon las condiciones para un parque que visitan decenas de miles de turistas anualmente – el Parque Nacional de Timanfaya – para entre otras muchas cosas comer pollos asados gracias al calor que todavía conserva el subsuelo. La mitología del pasado inventaba un relato para dar un significado a la vida cotidiana, la del presente ofrece experiencias supuestamente insustituibles pero existe una conexión débil y fragmentaria entre ambas. El volcán como entidad destructiva y símbolo diabólico y como curiosidad turística con aplicaciones culinarias.

Curiosamente los isleños nunca han tenido una relación simbólica especialmente intensa con los volcanes y el proceso de rápida urbanización demográfica que han vivido en el último medio siglo – Gran Canaria y Tenerife ya son casi islas-ciudades salpicadas de parques naturales, parajes protegidos y espacios rurales de alta ocupación humana– casi los han borrado de la memoria colectiva. No forman parte central en ningún imaginario cultural. En el pasado aborigen, por supuesto, los volcanes tenían un significado en clave animista: eran depositarios del mal. Para los guanches Guayota  –el demonio –habitaba en las entrañas del Teide y se le preparaban rituales y ofrendas para calmarlo en cuanto se intensificaban las humaredas o temblaba la tierra (la última erupción en Tenerife se registró en 1909). El demonio, en todo caso, no era el volcán, sino su terrible inquilino, que es quien periódicamente causaba el terror  y la conmoción.

El Teide es, precisamente el único volcán en todo el archipiélago que se ha sido profusamente simbolizado, hasta convertirse muy rápidamente en símbolo de todo el país, a veces, casi en una sinécdoque de Tenerife y de Canarias entera. Pero su imagen no es la de una entidad amenazadora, sino más bien la de un Padre poderoso, sabio, sereno, grave pero benevolente, alto pero atento a la súplica. La madre sería, obviamente, la Virgen de Candelaria, más sensible, accesible y capaz de interceder por todos sus hijos. Pero en los restantes territorios insulares no ha cuajado un simbolismo de semejante peso. Solo el Teide, por ejemplo,  ha recibido atención poética y por lo general ha sido espeluznante. “En vano tus enojos vomitan rayos; en vano, ardientes,/das a los cuatro puntos, agostadoras, tus oriflamas;/ las yeguas de tu furia buscan, en vano, por las vertientes,/lanzando por los belfos relinchos—llamas”. Dan ganas de pegarle a Tomás Morales por estos versos que supuestamente describen (o algo así) una erupción en el Teide que jamás existió. El mejor poema escrito al gran volcán tinerfeño –dormido, no extinguido, como indicaban en el pasado los geólogos casi poéticamente —  sigue siendo, tanto tiempo después, el soneto del Vizconde de Buen Paso (1677-1762), que es un diálogo entre presente y pasado, entre la vejez y la juventud, ente la fragilidad y la fuerza. “¡Oh cuán distinto, hermoso Teide helado,/ te veo y ví/, me ves ahora y viste!/Cubierto en risa estás, cuando yo triste,/y cuando estaba alegre, tú abrasado./ Tú mudas galas como el tiempo airado/mi pecho a las mudanzas se resiste,/yo me voy, tú te quedas, y consiste/tu estrella en esto y en crueldad ni hado./¡Dichoso tú, pues mudas por instantes/los afectos! ¡Oh, quién hacer pudiera/que fuéramos en eso semejantes!”. Para el poeta el Teide, en todo caso, es veleidoso, nunca un asesino, y puede ser peligroso y aun destructivo, pero jamás traicionero. Es más o menos la consideración que merecen los volcanes a los canarios: enemigos íntimos que a lo largo de cinco siglos solo rara vez han amenazado nuestra existencia. El paisaje volcánico de las islas – cuyos mejores intérpretes han sido un pintor y escultor, César Manrique, y un arqueólogo, Luis Diego Cuscoy — no ha sido tampoco codificado por una mirada plenamente identitaria. El vulcanismo  ha sido una circunstancia adaptable, no un triste destino o un arabesco en el alma insular.

El volcán que hace dos semanas nació en un costado de Cumbre Vieja, no obstante, es distinto, porque distinto es el contexto demográfico, económico, social y político de la isla. La Palma tiene ahora una densidad de 167 habitantes por kilómetro cuadrados, y la mayor parte del Valle de Aridane supera ese porcentaje. Es una isla que se ha quedado rezagada en el desarrollo turístico del resto de sus compañeras por un conjunto dispar de factores y que está hundida en el estancamiento económico hace más de un cuarto de siglo. A veces se escuchan diatribas burlescas sobre el escaso sentido emprendedor de los palmeros, pero lo suerte es que la diáspora migratoria por toda la América hispánica está llena de palmeros fundando ciudades y construyendo fortunas, lo que continuó hasta muy recientemente: más de un tercio de los canarios que emigraron a Venezuela en los años cuarenta, cincuenta y sesenta eran palmeros. Más que capacidad de empuje y trabajo pesa lo suyo lo que es el patrón vital de muchos emigrantes: hacer dinero, regresar e invertirlo en la agricultura, especialmente el plátano, que tenía una alta rentabilidad, una rentabilidad que no ha dejado de disminuir desde los años noventa, por la competencia de la banana latinoamericana, el fin de la reserva peninsular y el adelgazamiento de las subvenciones europeas (debilitamiento presupuestario de la PAC) mientras la estructura de costes no ha dejado de crecer. El envejecimiento de los agricultores y la fragmentación de los cultivos (salvo, parcialmente, el plátano) en pequeñas explotaciones, ese pacífico minifundio de cada uno en su casa y la subvención en la de todos siembran dudas sobre la viabilidad social y económica de la agricultura en La Palma desde hace lustros.

Sí, es cierto que el plátano representa el 50% del PIB de La Palma. Pero también lo es que La Palma soporta el PIB per cápita menor de Canarias después de El Hierro (18.700 euros anuales) en 2018.  En 2021 cerrará probablemente con menos de 18.000. euros anuales. La debacle económica se cierne sobre La Palma, efectivamente, pero es una amenaza a punto de caer (como la lava ardiendo) sobre un sistema económico anémico y que ya tenía un horizonte cada año más incierto. Algunas ausencias y abandonos son realmente sorprendentes. La Palma podría ser la reserva en frutas y hortalizas de Canarias y haberse dotado de una modesta pero productiva industria agroalimentaria. Nada de eso ha ocurrido. Y no ha ocurrido –habrá que decirlo – porque las administraciones públicas (Gobierno autónomo, Cabildo Insular, ayuntamientos) no han recibido ninguna presión  por parte de la élite local ni de la sociedad palmera en su conjunto para trazar una estrategia de crecimiento consensuada y definida, que no pasaba necesariamente por excluir el turismo, pero que podría haberse centrado en una agricultura de excelencia y una agroindustria de calidad. La Palma recibió su máximo de turistas en 2017, con 293.900 visitantes (peninsulares y extranjeros). Al año siguiente cayó el número y en 2019 se descendió hasta los 257.852 turistas. La evolución es poco alentadora; la oferta turística –pese a las bellezas y atractivos naturales de la isla — tampoco parece irresistible gracias a las más bien desganadas campañas de promoción.

Ayer la lava en su avance fundía la conducción principal de agua que suministraba a Las Hoyas, El Remo, Puerto Naos y La Bombilla y dejaba sin una gota a sus habitantes y a más de 600 hectáreas de plataneras: tal vez la mejor fruta de la isla. La platanera es un cultivo que exige mucha agua: con treinta grados de temperatura ambiente no puedes dejar de regar más de quince o veinte días sin que sobrevengan daños graves. El consumo anual promedio es de 11.430 metros cúbicos por hectárea, con ligeras diferencias entre zonas algo más cálidas y zonas algo más frías. Si esas 600 hectáreas de plátanos quedan arrasadas o muy maltrechas se sumarán a las más de 200 irremediablemente perdidas. En total, por el momento, más de 700 hectáreas han quedado cubiertas de lava para siempre; los científicos más optimistas hablar de que serán carbonizadas más de un millar, es decir, más de un millón de metros cuadrados. La puñetera realidad es que si la mitad de la producción platanera desaparece La Palma entra en un shock económico del que no podrá recuperarse ni en semanas, ni en meses, ni siquiera en pocos años. San Miguel de La Palma está destinada a convertirse, por tanto, en un problema estructural desde un punto de vista económico, presupuestario y administrativo para la comunidad autónoma. En lugar de un banco habrá que rescatar una isla de 708 kilómetros cuadrados y casi 85.000 habitantes (apenas 1.000 habitantes más, por cierto, que en 2010) y con una superficie cubierta por lava que no podrá ser reutilizada agrícolamente durante siglos. No se trata de una pedanía, una ciudad o comarca, sino un universo isla con sus complejidades, sus fuerzas y sus fracturas, sus posibilidades y sus limitaciones, sus ritos y sus hábitos, sus equilibrios y sus obsesiones. ¿Cómo se recupera una isla? No, no se trata de ponerle un lacito a 100 millones de euros y dejarlos en la puerta del Cabildo. ¿Cómo evitar que se convierta en un hospicio al aire libre? ¿Cómo interesar a los ciudadanos en la reconstrucción imprescindible de su pequeña tierra distribuyendo apoyos y sacrificios, ilusiones y resignaciones?

Por eso mismo esta catástrofe eruptiva – que reduce la explosión del Teneguía en 1971 a poco más que fuegos de artificio – es y será también un acontecimiento con consecuencias políticas en La Palma y en Canarias, y esa no es su menor novedad. Si el Gobierno autónomo de Ángel Víctor Torres (y la sombra protectora de Pedro Sánchez y sus ministras) no consigue resolver la situación con obvia empatía y cierta solvencia  — lo que no pasa únicamente por viviendas para todos los damnificados, sino por un esfuerzo lúcido y generoso para que no se hunda económicamente la isla — las críticas serán demoledoras y el impacto en las resultados de las elecciones autonómicas de mayo de 2023 muy negativo. Si Torres y su equipo consiguen hacerlo medianamente bien – lo que no se podrá apreciar antes de un año — su liderazgo resultará extraordinariamente reforzado: habrá mantenido unas Canarias unidas y solidarias y encontrado una vía factible para la recuperación palmera. Mientras tanto se sigue trabajando para que no corra peligro ninguna vida y los desalojados sean tratados dignamente. Todas las islas son La Palma, según han acuñado en sus discursos los políticos en los últimos quince días. Más bien es al revés: La Palma es ahora todas las islas, como si esos 700 kilómetros cuadrados fueran todo lo que nos quedara, y hay que defenderlos como nuestra última frontera, como nuestro último hogar, con la fiereza del amor, con la testaruda determinación de la vida abriéndose paso, con toda generosidad e inteligencia.     

 

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